FRACASAR NO ES 

NINGÚN ARTE


Michín dijo a su mamá:

“Voy a volverme Pateta

y el que a impedirlo se meta

en el acto morirá…”

El gato bandido

Rafael Pombo


Así es la vida, ¿sabe?,

como un dominó: unos

pasan y otros cierran

el juego. ¿Y con algunos

cabrones de leche sabe

lo que pasa?: que cierran

el juego con doble seis.

El Pachanga

David Sánchez Juliao


Es la purita verdad. Y hay que aceptarla sin darle más vueltas al asunto. El arte del fracaso no existe. Lo del fracasismo de Ribeyro y Vila-Matas es escribir por escribir, ganas de elucubrar teorías con miras a dulcificar una verdad inocultable y aplastante, y mi militancia de fracasista en él solo ha producido un arte que, por más arte que sea, lo único que recibe es indiferencia y menosprecio. ¿Cuál exitoso fracaso? Basura, tan pobre y desechable como casi todo lo que en la era virtual hoy efímeramente se venera. Esa verdad no es otra que la del fracaso. Y el fracaso es, en realidad, una mierda. O mejor: ni siquiera es eso, pues la mierda es mucho menos mierda que el fracaso. Porque es estupendamente salutífera. El fracaso es una mancha imborrable, y perder, siempre perder, resulta, por ende, incontestable. A los fracasados la suerte nunca les ayuda por más buena energía que le pongan al reto.

Que los sueños se cumplen, nos restriegan los ganadores, agradeciéndole a Dios que así los favorezca. Falso. Eso es carreta, paja. Solo un mínimo de afortunados logra cumplir los suyos. Los sueños de los demás están rotos desde siempre. Desde que nacen están jodidos. Sin estrella. Estrellados.

Nunca me he metido con Dios en mis escritos. O muy poco: solo de manera indirecta, metafórica o jocosa. No he predicado por ningún lado el paganismo ni el ateísmo. Ni siquiera me he mostrado agnóstico. He hablado siempre de una fuerza superior, de un motor espiritual que sobrepasa y medio explica lo humano. Tal vez porque desde niños nos enseñan a creer en esa figura descomunal que nadie ha visto. Y a temerle, por supuesto, con algo de inevitable fe. Y si alguien lo vio, sería en medio de una traba tremenda e interestelar.

Pero hoy me llegó por fin la hora de cantar verdades. Desde hace tiempo he querido hacerle a ese monstruoso hacedor unas preguntas que me inquietan. Así que, empecemos: dime, Dios, sembrador de miedos, si todos los triunfadores te agradecen por haber ganado, ¿qué pasa entonces con los perdedores?; ¿estos no tienen Dios?, ¿no existes para ellos?, ¿no se merecen tu ayuda? Qué gente tan cretina esa, creerse beneficiaria de tu reino y los demás, mediocres y miserables, que se vayan al carajo. 

Es curioso el caso de uno de tus preferidos, a quien le concedes el éxito por doquier. Al principio perdía y volvía a perder en cuanto concurso o competencia participaba, y no tuvo más remedio que corromperse y prostituirse para empezar a ganar. Dicho por él mismo. Le llovieron los premios sin que tú intervinieras para nada. Y, sin embargo, cualquier día te los comenzó a agradecer, se fue regenerando poco a poco (aunque sigue maquinando influencias para asegurarse), y hoy el muy bendecido vende la idea de que todos sus logros te los debe a ti. Parece no acordarse de cuando no existías para él. Creíble hubiera sido si primero se regenerara y tú, para recompensarlo, le otorgaras el privilegio de tus bondades. ¿O no? Pero lo que hiciste fue arroparlo a pesar de sus vicios y le sigues permitiendo una que otra maniobra por fuera de la ética. Por lo visto, parece que es así como funcionan tus cosas.

¿Dios? ¿Suerte? ¿Talento? ¿Circunstancia? ¿Corrupción? Lo cierto es que a unos les facilitas las cosas y a otros, que son muchos, se las entorpeces. A unos les pones parientes y amigos a su favor o los conectas con oportunidades inmejorables. Para otros, en cambio, derrochas adversidad. Hasta los amigos los friegan.  Habrase visto cómo juegas con ese ser maravilloso que dicen que creaste.

El exitismo trae mala suerte. Huir de los exitistas y exitosos es imprescindible, pues un victorioso termina de cagarte la vida con sus demostraciones excesivas de triunfo. No es envidia. Es que de veras la buena suerte es peligrosa. El fracaso, al menos, es inofensivo, no fastidia a nadie. Por el contrario, el humano tiende a alegrarse de las derrotas ajenas, el prójimo no es propiamente un hermano y la única solidaridad posible es la negativa: para los fracasados no hay más remedio que celebrarse serlo. Un ganador reiterado y jactancioso que se escuda en Dios es para ellos una amenaza terrible, pues los frustra más de lo que ya están, les fertiliza las angustias (remembro palabras de mi padre en uno de sus poemas sociales), hace que se atollen de peor forma en el barro del infortunio. Ellos están tranquilos siendo fracasados y no habría por qué molestarlos. Esos suertudos que se ganan todo y sin ningún resquemor lo publicitan son como los malnacidos que publican fotos de lo que se comen sin importarles el hambre y la profunda desigualdad que hay en este perverso mundo. Los vencedores más despreciables son los que triunfan desde un principio, primera vez que se aparecen y logran, de la noche a la mañana, lo que muchos llevan años intentando conseguir. Luchas de toda una vida contra el desplante de unos desalmados a los que la coyuntura favorece. Y Dios, por supuesto, está siempre de su lado.

Continúo. Examinemos ahora el tema de las oraciones. ¿Es necesario rezarte tanto para que puedas escuchar? ¿Qué pasa con los que mueren no obstante la multitud de rezos y peticiones? ¿No los quieres? ¿No merecen vivir? ¿Tienen que ser tan tortuosos tus milagros? ¿No te basta con un único rezo sincero y solitario?

Les complicas bastante las cosas a los humanos que te idolatran. Para no recordarte la infinidad de niños que dejas morir de hambre o en guerras precisamente en el territorio donde se supone habita tu elegido pueblo. ¿Para eso le entregaste al hombre biblia y mandamientos? ¿Por qué permitiste que los exterminaran en campos de concentración y ochenta años después los pones a dispararles a sus indefensos semejantes para igualmente exterminarlos? ¿Es acaso lo tuyo la venganza y no el amor?

Respóndeme, por favor, esto otro: ¿por qué en unos casos sí funciona rezarte y en otros (la gran mayoría) no?; ¿en qué te basas para ser tan injusto y discriminatorio? La respuesta de una de tus seguidoras que por ti doblan rodillas es: Dios tiene un destino para cada uno. De ser así, qué suerte la de algunos y qué tragedia la del resto de bípedos parlantes. Lo de ser racionales no les sirve de nada. Por tu condición sobrehumana debes estar muy bien dotado de oídos y de ojos. Pero qué vaina, ¿no? Tú decides a quién ves y escuchas y a quién no. Qué despectivo e irresponsable eres, ¡por Dios! Así te comportas con esa criatura dizque perfecta que, según Rilke, se te resbaló de las manos mientras la hacías y se precipitó a la Tierra.

Quiero entender que no es tu culpa. Lo que haga el hombre es cosa de él y no tuya. Manifiéstate al menos en ese sentido, aclara eso. Que nadie te atribuya hechos que no son tuyos. No te dejes manosear nunca más por ese insignificante y ridículo habitante de un planeta minúsculo, por más sobresaliente que ese personaje sea. Creamos más bien en que los talentos terminan tarde o temprano imponiéndose, así una gran parte de ellos nunca sean visibilizados en vida o lo sean demasiado tarde. Creamos en el diabólico espíritu de la suerte. Creamos en las interminables marrullerías de los seres humanos. Porque si fueras tú quien decide, entonces tus intermediarios en esos fallos no serían más que unos idiotas útiles, convidados de piedra, ceros a la izquierda, y tus providencias serían, como las de los humanos, equívocas y escandalosas.

Le cuento a V., novia de mi hijo menor y quien en dos meses y tres días se convertirá en su esposa, lo que ando escribiendo alrededor de estas interrogaciones profanas, y ella, luego de reírse un poco, me dice: señor Francisco, Dios tiene un propósito para cada persona y, para tal fin, las pone a prueba. Me cuenta la historia del profeta Job. No le digo nada. Mientras la escucho pienso: qué pruebas son esas, por qué confabularse con Satán para castigar tan duramente a un hombre bueno y paciente con el fin de probar su fidelidad y su fe, cómo buscarlo si nadie sabe a ciencia cierta dónde vive, en el cielo no hay nada, el cielo es un angustioso e inmenso vacío. La respuesta podría estar en el corazón, agrega mi futura nuera como si hubiera escuchado mis pensamientos. Me habla, por consiguiente, de una canción de Marcos Vidal que se plantea algo afín a mi cuestionamiento acerca de la indiferencia e insensibilidad de origen divino, le pregunto si está en YouTube, me responde que sí, le pido que me envíe el enlace por WhatsApp, lo hace de inmediato y procedo a escucharla, es larga, como muchas de las mías, siete minutos y veintidós segundos de duración, varias frases a partir del minuto 5:32 me quedan sonando (“si mi pueblo se volviese y me buscase, renovando así su entrega y su fe, si me amasen como aman sus caminos, si olvidasen los rencores del ayer, yo abriría las ventanas de los cielos, y la tierra hoy vería mi poder, mientras tanto aún repito como antaño, buscadme y viviréis”), en el minuto 1:23 ya había pasado por el par de preguntas que subrayan la similitud: “¿por qué callas tú, Señor, y nos olvidas?, ¿cómo puedes permitir tanto dolor?”. Callo. Como Dios, que necesita que un pastor evangélico, cantante, pianista y compositor alemán-español conteste por él. ¿Quién lo hará alguna vez por mí? Caramba, creaste a esa bestia y te arrepientes, abandonándola a merced de sí misma.

Termino entonces acordándome de esa novela gris e iluminadora que fue Sobres héroes y tumbas de Ernesto Sábato para el extravío de mis años mozos, leída en mi primera juventud por sugerencia de F. (condiscípulo en una odiosa Facultad de Derecho y exmentor literario por cosas de la vida). “¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?”, se pregunta Martín ante la ausencia trágica de Alejandra. Martín conmina a Dios a hacerse presente en su “sucio cuarto de hospedaje” para no tener que suicidarse de madrugada. Hasta el amanecer. Ese fue el plazo que le (se) dio. Pero varias preguntas lo ponen a dudar: “… si Dios se aparecía, ¿cómo lo haría? ¿Y qué sería? ¿Una presencia infinita y aterradora, una figura, un gran silencio, una voz, una especie de suave y tranquilizadora caricia? ¿Y si se aparecía y él era incapaz de advertirlo? Entonces se mataría inútil y equivocadamente”. Sigo callado y sin matarme. Dios también.

Hora ya de aterrizar. ¿Tendrá Dios asimismo algo hermoso y definitorio para mí? Éxito y fama (aunque después de todo lo arriba escrito se dude de ello) no son objetivos que me trasnochen. Es más, son incompatibles con mi actual condición de salud (en este momento con la ansiedad crónica generalizada a mil por hora, diagnosticada cuando tenía treinta y pico de años mientras pervivía en el exilio, y con un tic nuevo, desesperante e implacable, que, por estar apenas conociéndolo para aprender cómo combatirlo, aún no lo controlo; descubro ahora, después de tantos años, en la lectura de Musicofilia de Oliver Sacks que su origen podría ser más fisiológico que psicológico, un episodio de desmayo que me ocurrió en los años ochenta del siglo XX). No sería, pues, capaz de estar permanentemente expuesto a entrevistas, conversatorios y flashes. O sea que me da igual. Me tiene entonces que dar igual. Porque lo mío es, sin lugar a duda, el fracaso; en este sí que me muevo como pez en el agua, y a mi edad ya sin esperanza alguna de librarme de él. No me engañaré más con literarios fracasismos. Y a mi fracaso sí que lo alimento como quizá nadie más se atreve a hacerlo. Como lo acabo de hacer con el reto-concurso que me inventé hace siete días en Facebook sobre mi canción Nuestra unión, cuyo premio eran tres ejemplares de mi libro Tiempos grises. Cero participaciones. Así de importante soy. Hoy, que debía anunciar el fallo, lo declararé “peor que desierto”. Los arrojaré a medianoche, mediante un pase chamánico, a las chocolateadas y lectoras aguas del río Sinú.

Dios. Mi Dios. Una sonrisa tuya para un eterno fracasado como yo sería genial. Con eso me bastaría para justificar mi paso por este mundo tan desastrado y cruel. Al fin y al cabo, seguir fracasando es seguir vivo. Los victoriosos se mueren en vida más rápido, sobre todo si se les da por cumplir todos sus sueños.

¿Será la enfermedad de la que padezco desde joven (aquel desmayo que me ocurrió en la universidad antes de entrar a clase, y del que desperté horas después en la cama del apartamento donde vivía con mi abuela materna) una de tus gloriosas pruebas? ¿Estaré blasfemando? ¡Pilas, mi Señor, que se nos acaba el tiempo!

Que quede claro: fracasar no es ningún arte. Fracasar es lo obvio. Nadie se salva. Ni siquiera esos ganadores hijos de puta que se precian de ser los mejores.  

Amén.

FBA

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