Otro vocablo de mi libro inédito: 

PALABRAS QUE SON TAMBIÉN LA VIDA

(a propósito de que se cumplen hoy, 24 de junio de 2025, cuatro años de haber muerto quien, sin duda, fue para mí un amigo excepcional: EFDJ)  

EXHUMACIÓN. En esto tan ciertamente cruel nos convertimos. Cuatro años después de haber sido enterrado en un populoso cementerio de la ciudad, me reencuentro con él. Veo su dentadura y busco en ella el blanqueamiento, los frenillos, el costoso diseño de sonrisa. Veo la calavera, los ojos vacíos mirándome desde la negra bolsa de basura donde son tirados sus restos, en tránsito hacia un nicho adquirido por la segunda de sus cuatro hijas en otro camposanto de la ciudad. Solo ella, un hermano y yo acompañamos esta escalofriante ceremonia. La hija prefiere no ver. Viendo tan cruda realidad rememoro el rostro y el cuerpo de aquel incondicional amigo. Lo busco entre los huesos de brazos y piernas, en los discos de la columna vertebral, reparo en el anillo que hay en un hueso de la mano, al igual que en el tubo y el cable, aún intactos, de la intubación. Murió de COVID, y en tal circunstancia no se preparaban los cadáveres para darles cristiana sepultura, se metían dentro de un saco tal como quedaban, con todo lo que tuvieran dentro o encima. Aquello rozagante y sonriente acabó devorado por las alimañas del tiempo y su indolente olvido. Destino de todo mortal, aunque cada vez se opte más por la quizá menos pavorosa cremación. Cenizas versus cervezas. Veo, en lo que parecen ser también huesos de mano, la cerveza que prometimos bebernos, ya viejos, en la misma tienda esquinera donde solíamos, antes de la pandemia de 2020, celebrar la amistad, recordando las mutuas fechorías. Exhumación concluida, la funeraria aún no llega, la bolsa la está también esperándola, sentada al frente de nosotros, sobre la saliente base de un muro. Parece no tener afán de llegar a su nueva y, ahora sí (aunque nunca se sabrá con exactitud), última morada. Vuelvo a pensar en los desaparecidos ojos, en el poder mirador de esas dos cuencas oscuras y vacías. Decido adelantarme para esperar a la hija de aquel perilustre comandante (así le decía, así lo gradué una vez por un favor que me hizo) en el cementerio de destino. Parto en la moto de mi hijo menor y veinte minutos después arribo al lugar. Aprovecho para visitar la tumba de mis padres. Meses sin venir a visitarlos, no hay flores, solo un ramo marchito en el pasillo frontal del panteón. En la ausencia de flores se sienten las ausencias de quienes hace rato tampoco visitan a sus deudos. Destino de todos. Toca olvidar y abandonar para poder seguir. Una hora después llega la funeraria, de la que descienden el conductor y la hija de ese esqueleto descuartizado, ya introducido en una urna ubicada en la parte trasera del vehículo. Pero el sepulturero exige un papel de la Diócesis, van siendo las doce del mediodía, habría que esperar hasta la tarde, la hija no puede por la tarde y yo tampoco, se pospone esta segunda inhumación para el día siguiente, en horas de la mañana. Prometo otra vez acompañarla si no se me presenta la premura de un viaje, la beso en la frente, es también como una hija para mí, fui testigo de su crecimiento, ella me lo hace saber, me abraza fuerte y me asegura que estoy siempre en sus pensamientos, a los huesos del amigo les toca dormir esta noche en la funeraria. Al día siguiente, mientras viajo hacia un compromiso musical que queda, por tierra, a siete horas de camino, me acuerdo de las fotos que tomé de la exhumación. No sé por qué ni para qué lo hice. Un amigo es mucho más que “eso”, pero, sin duda, “eso” sí que es bueno tenerlo muy presente en la cabeza. No hay nada como la dura certeza de la muerte para apreciar mejor las efímeras bondades de la vida. Entra en mi celular una llamada de la hija, no puedo contestarla en el momento por estar conduciendo, la devolveré más tarde. Han pasado los días. No lo he hecho. Por alguna extraña razón, la idea de que el amigo se haya escapado esa noche de la funeraria, tan cerca como estaba, a media cuadra, de una de las calles más animosas de la ciudad donde él y yo igualmente anduvimos, me alegra sobremanera. ¿Será para contarme eso que su hija me llamó? ¿Será que aún no lo encuentran para darle, como corresponde, definitiva sepultura? Reviso las coordenadas que ella me dio: Bloque 47A Fila 7 Piso 2 Jardines de la Esperanza. Debo ir un día de estos a verificar si la esperanza fue finiquitada, o si, por el contrario, el nicho permanece aún sin su tan esperado huésped. Resurrecciones que pueden darse todavía… Ya hoy es martes, de noche, y me encuentro en el pueblo donde laboro, descansando del ajetreo de la oficina. Me estaba quedando dormido cuando me despierta la notificación de un mensaje de Messenger. Es una frase del señor A.: “La muerte fracasa si la vida de todas las formas vuelve”. Me saluda, después de esa contundente frase, secamente en plural: “saludes”. Catorce minutos después de medianoche (donde él vive deben ser las 10:14 p.m.); me lo imagino contrarrestando la nostalgia con cerveza o vino. Esas frases solo salen así con licor de por medio. Se requiere de atrevimiento para dispararlas a quemarropa. Pienso que no es entonces tan seco ese “saludes”. A las 10:35 a.m. hora colombiana le respondo: “Parece que hubieras leído lo que escribí hace dos días para mi libro Palabras que son también la vida, a propósito del vocablo ‘exhumación’. Una frase bastante parecida a la tuya en su secreto propósito, como si la hubiera yo leído antes de que tú me la enviaras. Pero ni tú conocías la mía ni yo la tuya. Telepatías del más acá, supongo. Eso tiene la muerte, que desde el más allá pone en comunicación a quienes pensamos en ella, así sea para ilusionarnos con aquello de que su rival, la vida, es mucho más poderosa, variada, confortante…”. Ya es jueves, de mañana, y estoy de nuevo en la oficina. Reviso lo escrito sobre la palabra que me ocupa y otra notificación, esta vez de WhatsApp, atrae mi atención. Mensaje de la hija del amigo exhumado. Con foto que comprueba que sus restos reposan por fin en el nicho que compró para ellos. Agradece mi compañía y noto que me hizo caso. Le sugerí que en la lápida pusiera únicamente “recuerdo de sus hijas”. Aquel último amor que le dio dos hijas más se olvidó de la tumba provisional y del obligatorio traslado, rápidamente se buscó otro rumbo, todas las promesas y lágrimas que hizo públicas en sus redes sociales durante aquellos primeros días del suceso se evaporaron en aras de una felicidad oportunista, y ese par de hijas que tuvo con él, niñas aún, nada saben del lugar donde está la osamenta que con tanto paterno calor las abrazaba. La hermana mayor prefiere refugiarse en la distancia. Lo dolido. Lo insufrible. El ensimismamiento. La frialdad. Las dos últimas, tarde o temprano, tendrán que hacerse esa pregunta e indagar por la respuesta. Nada que cuestionarle a nadie. Pienso en el valor de la segunda de sus hijas, la que se puso al frente de todo; veo otra vez la lápida, los extremos de un ser humano, enero 30 de 1967 - junio 24 de 2021, una estrella para la fecha de nacimiento, una cruz para la del deceso, los instantes alegres de siempre, los fatales, entre la invulnerabilidad y el precipicio. Exhumación que continúa vagando sin gota de absoluto.                       

FBA

Comentarios