DISCURSOS QUE ATERRAN
Cuatro días después del atentado, la venta de un discurso oprobioso por parte de algunos protagonistas y medios de comunicación empieza a arrojar sospechosas luces sobre lo realmente ocurrido.
Las primeras reacciones, en caliente, dispararon los fanatismos de lado y lado. ¿Qué no se ha dicho? Conclusiones fáciles y superficiales para quienes piensan con las vísceras y no con la cabeza. La rabieta intestinal sobre la razón argumentativa. El odio porque sí, porque eso es lo que somos.
No vale la pena repetirlas. Lo prudente es callar. No contribuir en la propagación de esa carnicería humana. Solo agregar que de lado y lado ha habido posiciones respetuosas y bien argumentadas (más de un lado que del otro), y hasta han surgido posturas intermedias que pretenden, con aparente neutralidad, buscar salidas. No han faltado tampoco las voces quizá más sensatas y sinceras, aquellas que piden desarmar los espíritus, moderar el lenguaje, bajar el tono. La polarización no es necesariamente mala. En países como Colombia es absolutamente necesaria. Porque son visiones diametralmente opuestas y poco conciliables. Lo malo es la brutalidad con que se asume, el uso de la desinformación y la vileza. Ambos extremos irrespetan al ciudadano del común creyéndolo ignorante.
Pero el discurso es el discurso. Y es, sin duda, la gran oportunidad para políticamente revivirlo. Un padre haciendo entonces, por encima de su dolor, una apología de la seguridad perdida. Una esposa que, por encima también de su dolor, alimenta, aunque de forma más moderada y con aire conciliador, el discurso hacia esa misma vía. Unámonos, nos dice. Del sentimiento al efectismo de la oratoria. El país está en guerra, nos advierte. Muchos micrófonos y cámaras al frente, como si estuviera en plaza pública y no en un hospital donde su esposo está en cuidados intensivos y todavía no despierta. Su suegro la complementa: de la indignación a la acción. Estas formas de expresar el dolor no son menos violentas y peligrosas.
Es muy claro de ver. Y los medios lo bombardean sin escrúpulos: no hay seguridad; retroceso hacia aquello que supuestamente se acabó con la llegada al poder de aquel ubérrimo redentor que aún patalea por ahí sin haber redimido nada, situación que ha vuelto a presentarse en un país gobernado por un mesías distinto. Caudillos y mesías. Salvadores. Cambios. Más salvadores. Más cambios ¡Qué obsesión con esto! Pero “aquello” no ha sido nunca tranquilidad ni paz en un país que ha vivido desde siempre sumido en la violencia. Unas violencias han reemplazado a otras y todas se van consolidando como reacciones en cadena.
Los entrevistados son calculadamente escogidos y todos le suman granos al discurso: tenemos que recuperar la seguridad. Y la seguridad, disfrazada de democracia para poderla vender bien, ya sabemos —en cuanto a discurso político que conlleva nefastas consecuencias— con cuál camandulero personaje se asocia.
Santa obviedad: para aclimatar otra vez el discurso de la seguridad hay que exacerbar la inseguridad. Los hechos que potencien el caos y el peligro pueden provenir de muy variados actores. Todo vale. Todo es útil. Hay que provocar el clima, generar el ambiente propicio para que el discurso crezca y se expanda. Son tiempos electorales, y eliminar desde ya la gran amenaza de que el progresismo continúe en el poder es lo que le urge a una oposición que no escatima desafueros para desestabilizar al gobierno de ese complejo personaje al que tanto detestan. No lo pueden ver ni en pintura, y mucho menos oírle sus deslumbrantes disertaciones, no exentas de señalamientos y de afirmaciones categóricas que incomodan, lanzando a veces, sin rubor ninguno, inexactitudes y anacronismos. En el lado contrario —el del afecto gubernamental—, el odio y el amor actúan igual. A la postre, no es amor: es idolatría. Ambos bandos se parecen en eso. Y en materia de odios no se sabe cuál de los dos contingentes de fanáticos lo hace mejor.
En todo caso, no hay nada más peligroso que el discurso de la seguridad. Por fortuna, sus días de apogeo ya pasaron; fueron tan macabras y aterradoras algunas de sus manifestaciones que deviene descabellado anhelar su retorno. Estatutos y tiranías. Seguridades que desaparecen, simulan y matan. Discursos que aterran. El valor supremo en una sociedad tan injusta y desigual no puede ser la seguridad, al menos no una tan cuestionada como la que aún se pavonea escoltada por sitios turísticos donde gusta de asolearse y nadar, gozando, a cargo del Estado, de una seguridad fuera de serie.
Se espera (desde este espacio de opinión también lo deseamos) que la víctima del atentado logre sobrevivir y restablecerse de manera plena. Pero este personaje tendrá igualmente que replantear ese discurso incendiario y venenoso que le ha traído más antipatías que simpatías. En Colombia se vota, además, por sentimentalismos, y lo que le ocurrió le servirá, sin duda, para ganar adeptos y volverse un presidenciable difícil de derrotar. Deberá saber administrar esa ventaja deslindándose de sectores que incitan a la irreflexión, al rencor y al exterminio del otro, y quitarse igualmente todos esos tufos de insensibilidad autoritaria. La votación de la derecha radical es probable que continúe con él, pero la otra, la que se sumaría por lo que le pasó, no es tan segura, es volátil e imperfecta, se mueve en la superficie y de ahí que pueda mudarse con facilidad a candidaturas mesuradas en caso de que el sobreviviente prosiga en la tónica de su discurso anterior, a ultranza circunscrito a agredir como sea al gobierno del cual es arrebatado opositor. Actitudes como la de brincar de felicidad en el Congreso ante el hundimiento de la consulta popular le podrían costar caro. O como la que sus familiares y su equipo cercano acaban de asumir: publicar en su cuenta de X un video suyo en contra del decreto de consulta popular firmado hoy por el presidente, grabado dicho video antes del episodio criminal. Mientras él se debate entre la vida y la muerte se politiza su tragedia con aprovechamiento inexcusable. ¿Qué pensarán quienes han estado orando por su recuperación sin importar que están a favor de las reformas sociales y de la consulta popular, o identificados incluso con el Pacto Histórico y las ideas progresistas? Oremos para que no desvíen sus rezos hacia otro objetivo.
Colombia amarga. Colombia sufrida. Colombia que mata. Colombia que brega. Colombia que canta goles y fiestea. Colombia que asusta. Colombia equívoca.
El progresismo mantiene cierto poder electoral y ha ido subiendo en aceptación por errores monumentales de sus detractores de derecha, sea esta templada o extrema. Negarle sus reformas sociales, boicotearle todas sus iniciativas, oponerse a que el pueblo se pronuncie, son algunos ejemplos de ese entramado malsano de persecución. Mientras más lo atacan más lo fortalecen. Sectores de opinión que se han desengañado y arrepentido de haberlo apoyado prefieren insistir en el progresismo, a pesar de tantos equívocos, que volver al pasado. Esa encerrona infame no puede ser la salida. El presidente que lo abandera tiene que trinar menos o hacerlo mejor y en horas adecuadas, pues cada trino trasnochado, enredado y mal escrito da la razón a quienes lo tildan de borrachín y drogadicto. El discurso del progresismo no produce terror, pero algunos de sus actos dolorosamente lo contradicen. Corrupción y clientelismo han seguido haciendo de las suyas. Prédicas que no se ponen en práctica (caso Ministerio del Trabajo, en el que siguen sin ser cumplidos acuerdos colectivos de trabajo firmados y vigentes). El lenguaje, sin perder profundidad, debe controlarse. Que el pueblo no sea usado para fines políticos. Los pueblos, si se convocan, deben ser de verdad escuchados, y escuchados para transformaciones que realmente trasciendan para beneficio suyo. El convocante no puede soslayar el hecho de que es él quien gobierna. De la responsabilidad de esa investidura no puede despojarse según las circunstancias, como sí lo puede y debe hacer un presidente sindical cuando está al frente de una asamblea y lo involucran en las discusiones. Los asuntos de Estado no se manejan así.
Sobre el atentado, decir que fue la mafia internacional es no decir nada. Habría que individualizar esa abstracción, y en los tiempos que corren no es tan engorroso lograrlo. Sobre hipótesis se podría argumentar bastante. Sobre la extrañeza del hecho ni se diga, se podrían elucubrar suspicacias que trastoquen lo inverosímil. Lo que sí es cierto e indiscutible es que la impunidad ya no es posible, y hoy sí que convendría que se destape una verdad que podría aclarar el panorama de una Colombia golpeada por cálculos de terror utilitario y la indolencia de quienes legislan.
Discursos que aterran. Pasiones que embrutecen.
FBA
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