¿REFORMAS
SOCIALES O PAÑOS DE AGUA TIBIA?
Opinar hoy en Colombia sobre este tema es cuestión, sin duda, de alto riesgo. Porque, por un lado, si el opinante asume una posición crítica con respecto al gobierno que ofreció un cambio de mayor alcance y se ha quedado en veremos —no exento tampoco de clientelismo y corrupción como todos los gobiernos precedentes—, se le encasilla olímpicamente en el bando opuesto, así haya votado, a conciencia, por esa justa y necesaria esperanza de transformación social. Dentro de este mismo aspecto del riesgo, se gana el opinador los aplausos de los recalcitrantes enemigos del gobierno. El oportunismo hace eco de lo que le conviene. Esos mismos aplausos que se volverían contra él, para ferozmente aplastarlo, en caso de asumir posiciones gobiernistas. Y si el asunto es al revés, si el opinante es abiertamente de oposición, los partidarios del gobierno no escatiman armas para asimismo demolerlo. Insultos, escupitajos, calumnias, injurias, etc. Todo vale. Todo sirve.
Las hordas disparan igual desde ambos lados. Son bastante parecidas en su accionar. Los calificativos que descalifican, más que los argumentos, son los que mandan la parada.
Sea lo que fuere, podría considerarse un punto intermedio y quizá más auténticamente radical y revolucionario (jamás ecléctico) que opta por defender las políticas del cambio, pero con visión autocrítica, tan necesaria esta para que los procesos sociales avancen de verdad.
Este punto de vista crítico y autocrítico nos obligaría a reconocer que las doce preguntas de la consulta popular se quedan cortas, que hay demasiada obviedad en ellas, aspectos ya consagrados legalmente (como, por ejemplo: los permisos para citas médicas de la pregunta 4, el régimen laboral para trabajadores agrarios de la pregunta 8, lo atinente a la formalización de las trabajadoras domésticas y conductores de la pregunta 10, la promoción de los contratos a término indefinido como regla general en la pregunta 11), retrocesos (como el de la pregunta 1 sobre jornada de trabajo máxima de ocho horas, que actúa en contravía de lo dispuesto en la ley 2101 de 2021 que reduce la jornada laboral semanal de manera gradual), imprecisiones jurídicas (lo de la formalización “o” acceso a la seguridad social de la pregunta 10, cuando lo primero conlleva necesariamente lo segundo; lo de la estabilidad laboral del contrato de trabajo a término indefinido de la pregunta 11, cuando lo cierto es que este no la garantiza en términos absolutos, ya que la posibilidad del despido sin justa causa con indemnización incluida continúa vigente) y otras hasta mal redactadas (como la pregunta 9, tan ambigua que los contratos sindicales podrían ser entendidos en sentido contrario: para acabar, “mediante” ellos, con la tercerización e intermediación laboral, como si fueran, no el problema, sino la solución). Y el Derecho Laboral Colectivo se quedó por fuera. Lo exterminaron en el Congreso y el gobierno no aprovecha la coyuntura para revivirlo.
Preguntas que parecen haber sido hechas por políticos de esos que no piensan en la inteligencia de los ciudadanos a la hora de analizar y decidir. Conciben el concepto pueblo como una masa ingenua y manipulable a la que hay que dirigirse de manera que entienda, a costa de lo que sea. El fin justifica los medios. Propuestas facilistas y meramente atractivas. Con un lenguaje que esté acorde con la perversidad de quienes creen que el pueblo es idiota y traga entero.
Pero al pueblo —ese aparato abstracto que tanto se invoca en estos días como si se tratara de un conglomerado simple y homogéneo— habría que llevarle preguntas de más fondo y alcance. Habría que respetarlo más. Eso es lo que no me gusta de la consulta popular: le falta atrevimiento y ambición. Un gobierno al que le han cerrado prácticamente todas las puertas, debería olvidarse un poco del embeleco democrático y no andarse más con súplicas y rodeos. Que por fin se decida. Que pase de una vez del dicho al hecho. Del discurso delirante a la praxis racional. Sin miedos. Sin titubeos. Así sí que se sabría quiénes en realidad están de su lado.
Sigo creyendo que el sistema colombiano está diseñado para no dejarse reformar. Aquello tan macondiano de que “un sistema no se cambia desde el gobierno sino desde el poder” sí que ha ido quedando sumamente claro en estos polarizados días.
A nombre del pueblo actúan también las autodefensas de la derecha radical con sus planes pistola. Al pueblo se acude para todo. Pero ¿qué es el pueblo?, ¿quiénes lo conforman?, ¿qué estratos sí y qué estratos no?, ¿está el pueblo “capacitado” para tomar decisiones de poder?
Lo que está ocurriendo en Colombia con el actual gobierno del cambio, es el caldo de cultivo ideal para que el constituyente primario sea por fin determinante (llamémoslo mejor así, mediante este eufemismo jurídico). Para que los cambios puedan empezar a darse sin más trabas. Pero cambios verdaderos y profundos, no pañitos de agua tibia, no engañifas.
Más bien, preguntémosle a la gente sobre disminuir el tamaño del Congreso y los salarios de senadores y representantes; preguntémosle al “pueblo” acerca de si está de acuerdo con que el gobierno dé ejemplo en materia de cumplimiento de los acuerdos colectivos de trabajo que suscribe con sus sindicatos; preguntémosle por un sí total y definitivo a la eliminación de los contratos de prestación de servicios tanto públicos como privados; preguntemos por un sí rotundo para acabar con el negocio de los peajes; preguntemos por controles oportunos y efectivos a la corrupta contratación estatal; acudamos a la expresión popular para demandar de ella sistemas económicos más justos e igualitarios; preguntémosle a la gente qué prefiere: ¿el desarrollo humano o el cemento?
Todo está dado. ¿Qué espera el gobierno del cambio para pellizcarse y despertar? La Constitución Política de 1991 fue un inicio, pero no se puede seguir girando en torno a ella, alrededor de lo que pudo haber sido y no fue. Es tiempo de reformas mucho más esenciales, empezando por las de la propia Carta Magna. Navegar hacia el cambio real exige un equipamiento jurídico que lo permita. Una cosa es la separación de poderes, su autonomía y complementariedad, y otra muy distinta valerse de ello para dar al traste con políticas públicas urgentes y bienintencionadas.
Curioso que quienes se han encargado de torpedearle al gobierno todas sus iniciativas pidan ahora calma y sensatez cuando el presidente, emputado y mamado de tanta marrullería burlesca y reaccionaria, se rebela y arremete contra la autoritaria clase politiquera que lo detesta.
Eso sí, el gobierno debe cumplir los compromisos que adquiere con los trabajadores estatales. No es posible que desde el Ministerio del Trabajo se pregonen la reforma laboral y la consulta popular para las reformas sociales mientras persiste el incumplimiento de acuerdos colectivos de trabajo suscritos con los sindicatos de dicha entidad. Si quieren apoyo, cumplan lo pactado. Preocúpense también por los trabajadores estatales, por sus luchas y derechos. Por consagrar el derecho de huelga. Por ampliar y no limitar la negociación colectiva pública. Por incluir y no excluir a los sindicatos minoritarios. Los servidores públicos que velan por los derechos laborales tienen también los suyos. La doble moral y el doble discurso no suman, restan. Lo de trabajo digno y decente no puede ser únicamente una consigna de ocasión, que conviene a fines electoreros. La prédica sin práctica se queda en cháchara. Luz hacia afuera y oscuridad hacia dentro. No. ¡Así no es!
Pues bien, la movilización del pueblo no debe manosearse. O va como debe ser o no va. Pero no llamemos al pueblo a movilizarse para cambiar la historia política de un país a cambio de migajas. Démosle al pueblo todo lo que el pueblo necesita. Esa es la consulta popular que hay que hacer. A los pueblos no se les puede engañar con medias tintas. Los pueblos, cuando se les defrauda, se vuelven peligrosos.
FBA
Comentarios
Publicar un comentario