OBITUARIO
Me enteré al mediodía de la muerte de Dora. Una llamada del amigo M. que no pude contestar en el momento por estar conduciendo. Tres llamadas seguidas timbrando en el celular. No es costumbre en M. tal insistencia, pues, por lo general, me escribe al WhatsApp o espera a que yo le devuelva la llamada. Supe enseguida que algo grave había pasado. Una mala noticia. Y, en efecto, al contestarle su tercer o cuarto intento me dijo que acababa de recibir una nota de voz de nuestra amiga F., en la que esta le cuenta ese luctuoso hecho, ocurrido hoy, sábado, en horas de la mañana. En un audio posterior, F. le precisa que tenían como seis meses de no saber nada de ella, que se había ido con I., su única hija, del conjunto residencial donde vivían, sin despedirse de nadie. Se enteró hoy de que estaba muy enferma, desmejorada y retraída, y que decidió por eso aislarse de todo, y, en especial, de todos.
Dora fue durante siete años mi compañera de labores en Rionegro y Guarne, municipios antioqueños. Muchas anécdotas. Con ella pude comprobar una extraña habilidad mía que solo en muy pocas (o excepcionales) personas se hace explícita: hacer reír. Y sí que la hacía reír, sacándola muchas veces de sus aburrimientos y preocupaciones. Dora no veía la hora de pensionarse. Cuando en 2007 me fui de Antioquia trasladado, a ella la trasladaron para Medellín y logró allá, por fin, pensionarse. Me alegré por eso. Me llamó para contármelo. Sabía lo importante que era ese logro para ella.
En estos dieciocho años de distanciamiento mantuvimos, sin embargo, algún contacto, hasta que se me perdió de redes y cambió de número de celular. Ella acostumbraba a hacerlo para huir de personas que le disgustaban, que le parecían hipócritas. Pocas se salvaban de su implacable juicio. Cualquier día reapareció, me dio su nuevo número y después fui yo el que cambié el mío y perdí el de ella. Me llamaba, por ejemplo, cuando yo cumplía años, aunque supiera de mi aversión hacia esa fecha. Era una de las pocas personas a las que en un día como ese les contesto. Y se acordaba mucho de mi madre. Fue testigo de la llamada, casi que diaria, que mi madre me hacía para paliar mi destierro de aquel entonces.
Dora fumaba mucho y mantenía una tos seca y estruendosa. Bastante cantaleta que le di por eso, pero ella jocosamente me recriminaba, que no la jodiera, me decía. Y yo, por supuesto, no la jodía. La comprendía. Dora sin cigarrillo no era Dora.
El archivo PNG que acompaña esta publicación es un texto-poema que le dediqué a ella a raíz de un inolvidable suceso que presenciamos juntos. Una mañana, en Rionegro-Antioquia, salimos de la oficina a caminar y a tomar tinto, y fue cuando lo vimos. Yo me frené en el acto, me lo quedé viendo absolutamente impresionado. Dora, ¡mira!, le dije, qué felicidad, qué libertad la de este personaje. Orinando y evacuando en plena calle, sin importarle nada ni nadie. Y qué chorro. Y qué plasta. ¡Y qué envidia!; ¿cuándo podré yo hacer lo mismo? Días después le leí el poema y se terminó de cagar de risa. En 2010 quedó publicado en mi poemario Cantando a Destiempo. Ahí, en la página 138, vive ese episodio acaecido en la tierra que vio caminar al general José María Córdova Muñoz. Aquel caballo continúa meándose feliz en mis recuerdos.
Así que se nos fue Dora, y yo no tengo para ella sino la satisfacción de haberla conocido y, sobre todo, mucho agradecimiento. Muchos encubrimientos laborales para poder yo continuar mis estudios de Ciencia Política en la Universidad de Antioquia. Una vez se negó rotundamente a darle mi número de celular a una arrogante y despótica jefe de Bogotá al no tener autorización mía para hacerlo. Así era ella: fiel e incondicional. A veces se ponía nerviosa, ya que no era nada buena para decir mentiras. Y yo la regañaba, cariñosamente, para que aprendiera a secundarme mucho mejor.
Mañana su cuerpo será cremado y se convertirá en eso en lo que, sin duda, era una experta: cenizas.
Dora-Dora (así la saludaba siempre, Dora al cuadrado, porque valía el doble): más que lamentar y llorar prefiero ampararme y ampararte con nuestra risa de aquel equino día. Al fin y al cabo, eso es lo más saludable que podemos hacer con la vida: reír y reír, reírnos hasta de ella misma, cuando, como hoy, por más optimismos que se invente, termina perdiendo la batalla contra su poderosa e infaltable rival.
Un beso a tu hija. Fuiste para ella mucho más que una madre. Sabrá seguir su curso.
Vete lejos, mujer, como tanto te gustaba (como cuando te escondías en el océano Pacífico sin dejar rastro); piérdete otra vez de todos y de todo, aunque te será bastante difícil escapar de estas lágrimas que no pensé pudieran traicionarme en este momento que, con dedos amorosos, le pongo punto final a tu existencia.
FBA
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