Del libro PALABRAS QUE SON TAMBIÉN LA VIDA (continuación)

ALMENDRO. Dejar y seguir.

“También mueren los lugares donde fuimos felices”, escribió Julio Ramón Ribeyro. Veinticuatro años después visito el barrio donde viví en La Heroica. Qué curioso; en mi entrada infaltable a la Librería Nacional del centro histórico fui directo a la estantería en la que divisé de una vez un nuevo libro de Julio Ramón Ribeyro: Invitación al viaje y otros cuentos inéditos. Póstumo. Breve. Treinta años después de su deceso. Con tremenda portada de hombres y mujeres fumando y bebiendo, solos o acompañados, en un bar o peña de Barranco, y un niño, de espaldas, pillándose todo el espectáculo.

Detrás de este libro no podía haber nadie más: Jorge Coaguila. Después de su nota de editor sigue un prólogo de Santiago Gamboa, luego los cinco cuentos que el escritor limeño dejó en una carpeta con el título de “Cuentos inéditos” en su residencia de París, un epílogo de Alonso Cueto, un dosier de manuscritos y un autorretrato. Todos, al igual que yo, del combo espiritual de Ribeyro, de su familia literaria. ¿Qué tan fidedigno puede ser esto? No sé… No se trata de un par de hijos pensando en los agostos infieles y placenteros de su padre. En todo caso, a Coaguila le creo. Su respeto por el autor, el conocimiento de su obra, su incansable deseo de dar a conocer lo que dejó sin publicar el flaco fumador de “Solo para fumadores”, lo hacen merecedor de esa credibilidad. Además, es una búsqueda de años, que no obedece al desaforado apetito mercantil.

Se trata de un libro que tuvo su primera edición en julio de 2024 y su primera impresión en Colombia en octubre de 2024. O sea: recién llegado por acá. Hay encuentros que parecen predestinados. No sabía de su existencia. Llevo años esperando la publicación de sus diarios inéditos, pero no me esperaba esto. Sin embargo, “esto” me llamó en cuanto entré a la librería, como si tuviéramos una cita concertada por quién sabe qué enigmático dios, amante de las libaciones solitarias. Ya me ha pasado. En una de las Lerner de Bogotá escuché, mientras salía del establecimiento, el llamado de un libro que llevaba meses buscándolo: Una música constante, de Vikram Seth, en el que Schubert, un violín Tononi y Viena son imprescindibles. Temo que esto último lo he contado en otro libro; pero bueno, no sobra traerlo a colación. Escritor que no se repita no es escritor.

No me gusta visitar los sitios donde he vivido. Evito al máximo tener que volver a esas ciudades, para salvarme así de nostálgicos y depresivos tropiezos. Esa enfermedad de la nostalgia de la que huyo todos los días como si se tratara de una peste. ¡Qué no me invento para liberarme de su yugo! ¡Motivos!; motivos en los cuales cifrar el día a día de mi atribulada y desconocida existencia. Supongo que el hallazgo literario me empujó esta vez a hacerlo. Esa casa en la que viví arrendado en La Caterva aún existe. Pude verla detrás de una fachada recortada y moderna que trata, en vano, de esconder todo lo en ella gozado y padecido. Tenía aquella casa algo de veras misterioso (decían que espantaban, se hablaba del cadáver de un indio enterrado en el patio). Pesadillas y enfermedades convivían con parrandas, guitarras, canciones y cervezas; insectos y reptiles extraños deambulaban por pisos y paredes; debajo de la cama aparecían culebritas negras que con rapidez se disipaban. Del vecindario, hoy asfaltado, solo se conservan un caserón esquinero del mismo color mostaza de siempre y el almendro que sombreaba el frente de la casa de Agustín, aquel amigo y compañero de trabajo, oriundo de San Martín de Loba, al que una leucemia mataría pocos meses después de mi forzoso traslado hacia territorio antioqueño por razones de salud.

Ahora que lo vuelvo a pensar no sé por qué diablos me fui de Cartagena. A pesar de sus cien mil contrastes y de mis apuros económicos me gustaba vivir en ella. Creo que esa ruptura me sigue doliendo, y de ahí que cuando pienso en aquellos ardorosos tiempos sea ese uno de los pensamientos a los que más raudamente le aplico el freno, impidiendo que el ahondar en él me lastime heridas que están, mal que bien, cicatrizadas. Me acuerdo del día que nos fuimos; un domingo con algo de resaca, sin despedidas (fueron varias los días anteriores) y un silencio cruel taladrando la cuadra, la calle, el barrio que no volvería a ver en mucho tiempo. Fue una decisión que tomé y me fui detrás de ella sin medir sus consecuencias. Pude haber seguido resistiendo los embates del acoso laboral y de la persecución sindical de que era objeto. Pude haber contrarrestado la ansiedad que me estaba carcomiendo. Pude haber combatido esa forzosa partida. Pero no. No lo hice. Me dejé doblegar por las circunstancias, y es un vacío que todavía me arruga el corazón. No entiendo ahora de dónde saqué fuerzas para irme, con K y el pequeño EJ, hacia una tierra que no era de mi agrado y con respecto a la cual tenía recuerdos en exceso angustiosos.

Observo que las calles se estrecharon. Todo está más cerca, como saturado de “progreso”, y hay cierta asfixia en el ambiente. La viuda de Agustín se asoma por la ventana de su casa cuando me ve filmando con el celular y es cuando K y yo reconocemos su rostro y el de aquella casa donde vivió con Agustín y sus dos hijos. Entramos a saludarla. Se alegra. Vive con su hijo mayor. El menor vive en España. No heredaron los dones cerveceros y musicales de su padre. Me alegro por ellos. Pregunto por el Charra. Se murió. Pregunto por Celso. Se fue a vivir a Bogotá. Hablamos de Henry. Se le acaba de morir un hermano. Por el abogado que se emborrachaba con Agustín y terminaban peleando por los interminables intríngulis políticos de aquel entrañable pueblo del sur de Bolívar del que ambos procedían… No pude acordarme de su nombre.

Miércoles, ¿qué quedará en pie de todo aquello?

Y alejándome de esa loma de recuerdos (la casa está al pie de un cerro desde el que bajaba el retumbar de la música picotera y la champeta) pensé: esto es la vida. Un dejar y seguir. Se van los hermanos. No regresan. Se pierden amistades. Hasta los hijos se distancian. Nos vamos de los sitios. Pero la vida sigue. Y toca renovarse: cambiar de amigos, por ejemplo; buscarse otros menos fanáticos, impulsivos y pendencieros. Sí: la vida y el tiempo van dejando muchas sombras detrás. Vivir sería, pues, una constante creación de nuevas realidades. Y a veces, solo a veces, volvemos a esos lugares en los que, pese a todo, fuimos felices.

Terminar entonces “Donde Fidel” en el Portal de los Dulces, comprarme un souvenir (ya tengo el vaso de una venida anterior; hoy me llevo una gorra: azul, pintada de azul), y así sucesivamente. Al atrás no hay que ponerle demasiada atención. Hay todavía mucha firmeza por delante. Fácil decirlo; cuesta mucho llevarlo a cabo.

Esa casa que antes era verde, en la que viví hace veinticuatro años, hoy tiene dos vecinas de inmejorable condición: a su izquierda, un punto cervecero, y al frente de este, otro. Siquiera que no existían. Nos hubiéramos vuelto empedernidamente locos Agustín y yo. Éramos vecinos y, por supuesto, parrandistas. De ahí provienen mis primeras canciones y mi modesta vocación de guitarrero. Ese ideal de Joaquín Ramón Martínez Sabina al alcance de nuestros embriagados y modestos mundos: “que no te duerman con cuentos de hadas, que no te cierren el bar de la esquina”. Eso le dije a la viuda antes de despedirme de ella para volver a oler estas calles que, por más que se disfracen, me siguen trayendo los peligrosos aromas de aquellos invencibles tiempos.

Ahora entiendo, sin nostalgias, de qué es que se trata esta terca joda del vivir. Es mejor llorar por el futuro que por el pasado. Llorar es un decir. Más bien brindar. Más bien afincarse en el placer de construir futuros recuerdos, como creo que leí alguna vez en uno de los libros del escritor de Santos Lugares que vivió noventa y nueve años, diez meses y seis días. Grandes recuerdos. Que te permitan dejar y seguir. Seguir. Sumar, pero también restar. Hasta que no se pueda más seguir y haya que regresar a la pálida aurora, o tal vez a ese primer grito que reacciona al susto de salir indefenso y en pelotas a un impensado mundo, sin ese cordón apacible que garantizaba el cielo.

Almendro: palabra grave de ilusiones agudas.

VENDEDOR. Escritores que más parecen vendedores. Los hay en cantidad alarmante. Cada feria del libro tiene los suyos. Los locales aprovechan para, invitados o no, salir de la anonimidad y la insignificancia. Al ser milagrosamente entrevistados, muestran con ingenuo orgullo dos o tres libros de su producción pasada y reciente. Parece que no supieran nada sobre lo que pesa en realidad un libro. Un libro no es una mercancía. Como tampoco es bello per se. En vez de avergonzarse por esas publicaciones, las lucen como si fueran grandes obras literarias. No obstante, cierto es que un escritor sin renombre ni editorial detrás se ve abocado a convertirse en vendedor si quiere que sus libros circulen y conquisten lectores. Los libros no se venden solos. ¿Cómo negarlo? La calidad no cuenta. Con maquinaria, publicidad y contactos se hacen maravillas. Tener uno que vender su propio libro me resulta grotesco y muy penoso. Yo prefiero que los míos se vayan todos al garete. Cuando me he vuelto vendedor nada extraordinario ha ocurrido. Del último publicado, en modalidad de impresión bajo demanda, solo se ha vendido uno: el mío. Yo mismo lo compré. Estoy por aceptar que, al margen de que no muevo un solo dedo por ellos, es lo que se merecen por mediocres. Al fin y al cabo, ¿embutirles a eventuales lectores las miserias tan personales que uno escribe qué interés puede tener? No sé de qué se vanaglorian tanto. Un libro no es motivo de orgullo. Y si es literariamente bueno, con más razón su escritor debiera preservarse del comercial sainete. Déjenles esas ferias a los escribidores que gustan de quedar en ridículo. Los libros son artículos de consumo. Sus escritores también. Si son exitosos, peor que peor la cosa; el mercado los gobierna, la literatura es un negocio, les toca cimentarse en la charlatanería. Sálvate, escritor, de ser escritor.

TIPARRACO. Autocensurada. Se conocerá en este mismo espacio cuando se publique el libro. Por ahora, es ultrasecreta (debido a su acrimonia).

MORALINA. La ética de algunos. Te enjuician y condenan como si no tuvieran nada turbio en sus entrañas.  Acumulan peores suciedades, pero esto no les impide creerse con autoridad moral para ofender. La basura sentimental que solo ve legañas en ojos ajenos. Desfachatez en términos absolutos. ¿Por qué será que individuos como esos se atreven tan fácilmente a descalificar a otros? La vida, siempre difícil, tarde o temprano les enseñará lo desatinados que también son. Sobre la base de versiones obvias, ventajosas y amañadas no se debe sentenciar a nadie. Y mucho menos si quien lo hace debería primero examinar la sobradora pulcritud de su conducta. Culpas, resentimientos, inocencias. ¿Qué virtud puede quedar ilesa cuando se produce una ruptura? Todos contribuimos a deformar lo bueno. No es de humanos moralizar su mundo.

PLATA. Dos amigos con aspecto de ganaderos y acento antioqueño departen en una mesa del minimercado de la 58. Al rato llega una pareja y se saludan con alborozo. A la mujer que acompaña al recién llegado se le nota a leguas que es costeña. El que debe ser su esposo pide enseguida una botella de Buchanan’s, y el que más se abrazó con él, para no quedarse atrás y celebrar doblemente el grato encuentro, pide, como compitiendo, también la suya. Hora y media después no se sabe cuál de los dos esté siendo más pedante e indiscreto. En la mesa no caben más botellas de whisky, cerveza y aguardiente. La mezcla es explosiva. La temperatura de la conversación va en ascenso. Empiezan los agravios mutuos, tú no tienes más plata que yo, yo tengo más que tú y qué, te abrí las puertas de mi casa, te ayudé y mira cómo me pagas, el tercer amigo trata de apaciguar los ánimos, la mujer no dice nada, se hace la loca, deduzco que están armados, palabrotas van y vienen, desde mi mesa las he ido calibrando, pago mi cuenta y me voy antes de que la guerra estalle. En el camino me digo lo que concluyo de esa escena, degustándome una exquisita y maliciosa sonrisa: así son las amistades que me gustan, las que se dejan de hipocresías y terminan en física pelea.

CANCIÓN. A propósito de versiones, hora de grabar esa canción que he mantenido en secreto por prudencia: El padre que no soy. La escribí una vez que un turbión vindicativo me aplastó. Es, sin duda, espantosamente hermosa. Lo sé porque me lo han dicho las pocas pieles que la han escuchado. ¿Será la mejor de todas las que han salido de mi abstracta cosecha? Sospecho que tiene con qué serlo. Compuesta en abril y mayo de 2020, ha sabido esperar y consolarme. Le llegó su día. Que suene donde solo suenan las esencias monstruosas. Ya no hay, tristemente, nada que perder.

FBA

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