EL EGO DE EMILIANO

“Porque yo sé que la excepción de la regla es la que más vale”. Esto argumenta Emiliano Zuleta Díaz para no aceptar su designación como rey vitalicio del Festival Vallenato. Imposible no advertir un asomo de arrogancia en estas palabras supuestamente desprendidas. Como quien dice: soy el mejor porque nunca quise ser ni soy rey vallenato. No es la primera vez que Emilianito (como se le dice cariñosamente en el mundo de la vallenatía) habla de sí mismo con ínfulas de superioridad. Una vez lo vi en un video luciendo un engreimiento de mayor envergadura. Se puede decir lo mismo de mejor manera, sin que suene repelente y sobrador. Sutilmente, con humor incluso, para no terminar borrando con el codo lo que se hace con la mano.

Bien, en todo caso, por Emiliano, porque en el fondo entiendo que, a su edad y después de todo lo musicalmente hecho —a la perfección, como él lo asegura—, se retiró de la música y prefiere gozar de la tranquilidad que le brinda su entorno más cercano. Muy merecido. Ejemplar. Aunque se exprese con humildad bastante altiva.

Dicen que Leandro Díaz no concursaba en canción inédita porque afirmaba que sus jurados tenían que ser mejores que él. Tiene lógica, y me parece más profunda y honesta esta salida del gran Leandro, por estar más acorde con lo que en realidad ocurre. Quizá lo de Emiliano vaya en idéntico sentido. Dignidad y desconfianza no equivalen necesariamente a pedantería. Un poquito de buena y sana soberbia nunca estará de más.

Se mueven tantos clarísimos intereses en esos festivales que es preferible alejarse de sus letales sombras.

A propósito de jurados, siempre he pensado que son peores los que tienen fama de expertos, esos a los que se les trata de maestros u otras calidades por el estilo, solo por cargar el peso de muchos años encima. Nada tiene que ver la maestría con la edad, y la experticia no está exenta de ser desastrosamente subjetiva. He visto a algunos de esos especialistas premiar a unos dramones sentimentales de padre y muy señor mío, dejándose conmover hasta las lágrimas por la insincera trama; para no hablar de esas canciones que obedecen a un informado libreto, elogiosas, truculentas y efectistas, que siguen predominando en esos concursos, sea cual sea el jurado.

Acepto mi asomo asimismo de arrogancia cuando he pretendido una y mil veces que los festivales divulguen con antelación los nombres de los jurados para poder evaluarlos a tiempo y decidir si nos sometemos o no a ser calificados por esos personajes. Nunca lo hacen. Si son correctos e idóneos no habría nada que temer. Pero temen. Y no tanto por evitar tráficos de influencias y corrupciones, sino por lo contrario: para amarrar muy bien las cosas y que no se les escapen de su control. Las intimidades de esos fallos darían para numerosas páginas de exquisitez literaria.

No he tenido fortuna con esto de los jurados en el Festival Vallenato. Sus víctimas: “Me decían el son” en segunda ronda y “El latido del silencio” en primera. ¡Qué suerte la mía! El mismo jurado (la misma terna) en dos años consecutivos. Rogando desde ya que no me los vuelvan a poner. Es que estas cosas sí que influyen, pues es cierto que mis canciones festivaleras requieren de jurados sensibles a cantos de otra índole, muy distintos de lo que se acostumbra a escuchar. Otra gota de indeseable jactancia, pero esta vez no la sudo yo. Me baso en palabras de otros, entre ellos un rey vallenato de canción inédita que cuando escuchó “El latido del silencio” me envió lo siguiente: “Tu canción me conmovió de pies a cabeza. Pido al Cielo jurados sensibles. Que sepan apreciar la belleza de tu canto”. No los tuvo. Al carajo la modestia. Lo circunstancial también compite.

Pero peores que ciertos “maestros” resultan a veces los amigos. En lugar de declararse impedidos se las dan de muy serios, objetivos e imparciales, y termina uno sufriendo las consecuencias de su nociva y discriminatoria pulcritud. Así que ni los amigos me han servido. En asuntos de roscas no me meto. No es lo mío. Lo mío es jugar limpio, ganar sin ayudas. De ahí que me guste tanto la célebre canción de Augusto Coén, versionada por Henry Fiol… “Salao, salao, siempre salao”. Ojo con el poder que tienen las palabras, Camará. Me las sacudo. En verdad, no me ha ido tan mal. No han sido tantos los festivales en los que he concursado, y premios, ganados en buena lid, me lo recuerdan desde el piso más alto de mi no tan alta ni voluminosa biblioteca. Porque debo reconocer igualmente que algunas de mis canciones sí han tenido la dicha de contar con jurados competentes.

Sobre festivales musicales, solo tenía dos como objetivos de este año: el Festival Vallenato de Valledupar, en el que estuve por cuarta vez seleccionado y concursando, y el Festival Cuna de Acordeones de Villanueva, en el que me inscribí por primera vez y mi canción “Cansado Trovador”, en aire de paseo, no fue seleccionada entre las veinte. Una gota más de arrogancia para decir que una mejor tarima con seguridad la espera. Me la guardaré para brisas más favorables a su embrujo. Como “El latido del silencio”, que supo esperar su turno, su momento, durante varios años.

Me han preguntado en estos días si voy a concursar en el Festival de Chinú. Me entero de que postergaron la fecha del cierre de inscripciones. Anoche escribí este mismo texto que ahora escribo, cometiendo el error de hacerlo directamente en el muro de un libro de caras y no en un documento de Word, y estando a punto de finalizarlo la aplicación me eliminó el proyecto de post sin dejármelo recuperar. Pensé en límites de tiempo o en censuras. Aquí estoy tratando entonces de reescribir lo escrito, valiéndome de mi vieja memoria fotográfica. Anoche les respondí que no, que no concursaría este año en Chinú. Pero hoy, a esta hora, no lo puedo negar de manera tan tajante. Nunca se sabe. Me acuerdo de lo acontecido con “Una estrella, una guitarra” en la ronda final (rebajado su puntaje por dos prejuiciosos mentecatos), “Festivaleando me paso la vida” (menospreciada por un mediocre músico local que se las da de gran conocedor y estuvo seleccionando canciones ese año) y “Utopía” (acribillada por un jurado de compositores vallenatos en la ronda semifinal, puestos ahí para favorecer a sus compinches de procedencia). Viendo la programación y detallando invitados, concluyo que ese festival sigue tan vallenatizado como antes. Me cuentan que cambiaron la junta, que son otros los que lideran el evento. Pero siento que no es todavía el momento de regresar. Esperaré unos días a ver qué pasa. Dejémoslo así, a la expectativa.

Del Festival Perla del Sinú de Montería sí que me retiré del todo (al menos mientras sigan los mismos organizadores al frente; este paréntesis de salvedad lo abro diez meses después de aquel desdeñoso suceso). Dije no más en esas andadas bobas, a sabiendas de que nunca se abrirán a la posibilidad de que gane una canción que no sea un porro y que en su letra no se límite a ensalzar con tonterías las bellezas del terruño. “Lo mejor de su poesía” y “Volví a cantar” estuvieron cerca de lograrlo; dos segundos puestos cuyos trofeos me sonríen picarones. Me burlo de ellos y ellos se burlan de mí. Nos vamos de juerga y empezamos a urdir bellas maldades para futuros y secretos desagravios.

Confieso avergonzado que ha pasado por mi mente la idea de no volver a someterme al dictamen de jurados que no estén a la altura intelectual de las letras de mis canciones. Uf, tremendo esto. Claro que me bajo enseguida de esa nube para montarme mejor en la saludable y modesta idea de que de lo que se tratará siempre es de divertirse, de mamar gallo, permitiendo que mis locuras musicales sigan haciendo de las suyas. Lo bueno y lo malo es que ya tengo la canción: “Mi ciudad”, en aire de paseo. Pero “Mi ciudad” no será para ti, turístico y corto de miras festival monteriano, sino para la profunda y dolorosa Montería a la que nunca se le canta y mucho menos, por obvias razones, se le premia.

Muy bien lo de Emiliano cuando manifiesta que no gusta de homenajes, estatuas, monedas y demás parafernalias de quienes, con el cuento de que hay que hacerlos en vida, cuentan con la peligrosa gracia de repartirlos a granel. Tiene mucha razón el ego de Emiliano. Con tanta prodigalidad cultural, qué mejor homenaje que no tener ninguno, qué mejor corona que la que se proporciona uno mismo sin delirios monárquicos, encerrado en lo suyo, a salvo de envanecerse con eso ya tan normal y muy poco significativo que todos quieren y que cualquiera, moviendo bien sus fichas, puede llegar a obtener. Ni vivo ni muerto, advierte Emiliano. Guardando obviamente la respectiva distancia, me pasa igual. Los detesto. Claro que quien ose algún día homenajearme, no solo estaría orinando fuera del tiesto, sino que se haría merecedor de que se le aplique, sin contemplaciones, la gloriosa pena capital. Por perturbar y faltarle al respeto al oficialismo que gobierna en todos esos territorios culturales del regional orgullo.

Bien. Creo que el texto de anoche estaba mejor escrito. Con más condimento y picardía. Más punzante en lo crítico. Me quedan faltando aspectos. Pero bueno, quise después olvidarlo, pero no me fue posible, y he aquí lo que pude rescatar de él.

Me acuerdo en este instante de algo que también escribí anoche y se me estaba pasando. Las frases de dos amigos en torno a esta terquedad mía de persistir en festivales: “El día que te ganes un concurso de esos, te desprestigias”, me disparó el uno luego de una nueva derrota; “cada vez que concursas, sufro”, me remató con eso el otro ante una nueva competencia que se me avecinaba. ¡Vaya, qué maravilla!, todavía me quedan amigos que de verdad me aprecian y que conspiran sin conocerse para intentar salvarme de los embelecos del arte. En efecto, ¿para qué ganarse lo que se han ganado participantes de dudosa valía? Hum, suena presuntuoso, pero vale la pena, sin resquemor, considerarlo.

Ahora comprendo mejor el ego de Emiliano. Es tan grande que sabe hacerse pequeño, y viceversa. El ego de Emiliano es beneficiosamente contagioso.

FBA 

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