Del libro PALABRAS QUE SON TAMBIÉN LA VIDA (continuación)

SOLAR. Se llama Saray pero en realidad es Sara. Se llama Sara pero en realidad es Saray. Y es una venezolana que una vez fue sinuana. Y es una sinuana que volvió a ser venezolana. Provino de Santa Bárbara del Zulia y ha vuelto a vivir allá. Con su madre. Su padre, longevo, murió hace poco. No toma partido en ese berenjenal en que se ha convertido su país. Igual, dice ella, tiene que salir a trabajar, nadie le da nada, y es, sin duda, uno de los solares más bellos que él ha conocido a lo largo y ancho de su encerrada vida. Solar es su apellido. Solar es una palabra que significa mucho para él. Porque solar fue en su juventud hábitat, desazón, y de algún modo, tristemente inexplicable, rotunda felicidad; cuántos árboles, cuántas frutas, cuántas miradas idas o lelas anhelando calma e ilusión. Era un joven extraviado en lontananzas. Saray le pregunta, en Messenger, por un amigo de él que ella también conoció en aquella tienda monteriana de la calle 35 con carrera 9. Él la actualiza acerca de la pérdida de esa amistad. Le cuenta brevemente la historia, y ella, de inmediato, le responde: “Una amistad vale más que un desacuerdo. Entiendo; bueno, aquí también pasa así, aquí las familias, amigos, se enemistaron por los partidos políticos, hubo mucha riña cuando las elecciones, pero de eso no queda nada porque a la final los que están bien son los que están al frente y los demás matándose por ellos; yo pienso que esté el que esté igual me toca salir a diario a trabajar, ellos a mí no me regalan nada, así que no pierdo mi tiempo en políticas, a mí me sustenta el de arriba, porque es él el que nos da la salud y la fuerza para salir adelante”. Se toma unos minutos para digerir lo leído y no acaba de hacerlo cuando Saray prosigue: “Yo admiro su inteligencia para escribir esas canciones y esos poemas, yo no sé escribir cosas así, pero escribí algo corto para usted, quiero que lo lea y me dé su opinión, permítame su WhatsApp; escuchando sus poemas me atreví a escribir también, ya se lo envié, por favor sea sincero, si está mal usted me dice: mi gran amiga siga en su trabajo juiciosa que para escribir no le va bien. Pero voy a esperar su opinión. No me voy a dormir hasta que me dé una opinión”. Él sale de Messenger y entra enseguida a WhatsApp. Dialogan con agrado, sin importar los treinta o más años que los separan:

[8/9, 12:32 a. m.]: Ya tenía su número.

[8/9, 12:33 a. m.]: Ajá, mire, lo escribí muy rápido, eso quiere decir que me comí las comas, los puntos y los errores ortográficos (tres ja).

[8/9, 12:34 a. m.]: Me disculpa, es que si me pongo a colocarle todo eso se me olvida (carita ladeada con lágrima por ojo).

[8/9, 12:35 a. m.]: Trataré de escribir unas cortas palabras en versión poema para usted; yo no sé de esto, pero trataré en la medida que pueda hacerlo. Tengo un ser supremo al que he conocido; muchos han oído, pocos le han tomado en cuenta, pero cuando prestas tu oído a sus palabras, aquellas palabras retumban en lo más profundo de tu corazón, palabras que no se borran de tu alma, que carcomen hasta lo más profundo y que dejan una pequeña semilla en tu corazón, no son palabras de tristeza ni de agonía, no se trata de humanidad, se trata de soberanía, aquellas cosas que van más allá de la humanidad, cosas extraordinarias que existen pero que no sabemos, solo aquel ser supremo puede revelarte misterios grandes que llenarán tu vida de asombro y curiosidad, que si meditas en ellas humanamente no hay explicación, solo algo sobrenatural que está allí para ser descubierto por aquellas vidas que ameriten conocerlas, tomará el tiempo que tú decidas darle a entrar a conocer, se meterá tanto en tu ser que puede cambiar aquella nube gris que te acompaña a diario por un sol espléndido lleno de luz y esperanza para aquellos que la reciben.

[8/9, 12:45 a. m.]: Uy, una lectura rápida; no hacen falta puntos ni comas, y hasta la ortografía sobra.

[8/9, 12:45 a. m.]: ¿Cuándo escribiste esto?

[8/9, 12:45 a. m.]: Lo acabo de hacer.

[8/9, 12:45 a. m.]: Pues no sé, estaba viendo su video y pues yo dije, voy a intentar escribirle algo también.

[8/9, 12:46 a. m.]: Aunque no sepa.

[8/9, 12:46 a. m.]: Pues te cuento que me dejas bastante sorprendido, por no decir conmovido.

[8/9, 12:46 a. m.]: De verdad que para mí es un gusto haberlos conocido y ver esa sabiduría en ustedes, sus experiencias.

[8/9, 12:47 a. m.]: Los admiro por esa capacidad de escribir y componer canciones.

[8/9, 12:47 a. m.]: Y pues como sabe, soy de muy pocas palabras.

[8/9, 12:47 a. m.]: Pero siento que escribiendo soy otra persona.

[8/9, 12:47 a. m.]: Lo voy a utilizar, con tu permiso, para un nuevo libro que estoy escribiendo. Lo he titulado Palabras que son también la vida.

[8/9, 12:48 a. m.]: Wow, gracias.

[8/9, 12:49 a. m.]: Tiempo atrás soñaba con escribir un libro (otro ja triple).

[8/9, 12:49 a. m.]: Este es un texto magnífico, que amerita varias lecturas para poder medio captar su esencia.

[8/9, 12:50 a. m.]: Sigue escribiendo. Déjate llevar.

[8/9, 12:50 a. m.]: La literatura fluye como río.

[8/9, 12:50 a. m.]: Los puntos, las comas y la ortografía se pulen después.

[8/9, 12:50 a. m.]: Sí; por eso, cuando llega, escribo tan rápido como pueda para no perderla.

[8/9, 12:51 a. m.]: Antes me gustaba escribir más cuando me llegaban algunas cosas.

[8/9, 12:51 a. m.]: Pero hace tiempo que no escribía nada así.

[8/9, 12:51 a. m.]: Y pues hoy quise intentarlo.

[8/9, 12:51 a. m.]: Para usted.

[8/9, 12:52 a. m.]: Hablarle en su mismo lenguaje, aunque bueno, usted tiene mucha experiencia.

[8/9, 12:52 a. m.]: Yo solo soy una aficionada.

[8/9, 12:53 a. m.]: De personas así como usted, que escriben libros.

[8/9, 12:53 a. m.]: Yo le podría dar más continuidad.

[8/9, 12:54 a. m.]: Si usted quiere seguir leyendo.

[8/9, 12:55 a. m.]: Pues te lo agradezco inmensamente. Nadie se había acercado tanto al profundo secreto de este oficio mío. Y te estoy siendo sincero, muy sincero.

[8/9, 12:56 a. m.]: Por supuesto que quiero seguir leyendo.

[8/9, 12:57 a. m.]: Su humildad lo hace ser una excelente persona, es por eso que no los olvido.

[8/9, 12:58 a. m.]: (esta vez un solo ja con flaca preñez de dos jotas seguidas). Claro que sí, cuando llegue lo escribo y se lo paso; quién quita y haga un libro (dos caritas ladeadas, similares a la anterior).

[8/9, 12:58 a. m.]: Nosotros tampoco a ti.

[8/9, 12:59 a. m.]: Entonces qué dice, esta pequeña escritora pasó la prueba.

[8/9, 12:59 a. m.]: Dale, con toda. Lo tienes ahí adentro, déjalo salir.

[8/9, 12:59 a. m.]: Más que eso.

[8/9, 1:01 a. m.]: Bueno, gracias, fue un gusto desvelarme de mi preciado y valioso sueño para conversar un rato con usted.

[8/9, 1:01 a. m.]: Igual. Pronto la seguimos. Un abrazo. Feliz noche. Cuídate mucho.

[8/9, 1:02 a. m.]: Igual.

Trasnocho garantizado. Él intenta dormir mientras se acuerda de otra joven y potencial escritora que le manifestó una vez que le ocurría lo mismo. Cuando las ideas le llegaban escribía a la velocidad del arrebato para evitar perderlas. Para él, en cambio, el proceso de escritura (como muchas otras cosas en su vida) es lento, y muy pocas veces se deja arrastrar por el arrobo. No recuerda haber tenido ese ímpetu cuando era joven. Ahora sí que menos se le presentan esas embestidas luminosas que dan la impresión de ser dictadas por seres superiores. Lo suyo es más que todo oficio, aunque sin un método concreto, sin horarios, sin rutinas, sin espacios especiales. Con o sin ganas, empieza a escribir y las cosas poco a poco se le van dando. La concentración conduce a la profundidad, y es cuando no debe por nada del mundo ser interrumpido. Igual le sucede con la lectura. Pero su mujer es experta en importunarlo; él gesticula, se enfada, se controla, hay una puerta imaginaria, se limita a decirle, mírala, está cerrada, al menos toca antes de entrar. Parece mentira que a fuerza de pensar y escribir el camino se vaya despejando. Pero si te sacan de ese estado laborioso te hacen retroceder y lo que buscas también retrocede, el magnetismo se disipa y la fugacidad vuelve a ocultarse. Toca entonces recomenzar como se pueda, con la esperanza de contar con suerte. Lo cierto es que un escritor debe estar siempre listo para escribir en cualquier parte. Sí recuerda haber escrito poemas y canciones algunas veces, en tiempo lejano o cercano, poseído por rachas de creatividad tremendamente asombrosas. Pero, por lo general, esos raptos de inspiración no son tan contundentes, no lo conducen a creerse ni a sentirse médium o instrumento, limitándose a digitarlos de modo somero para irlos abordando cuando y donde corresponda, con despacio, para no correr riesgo alguno de desbocarse. Redactar es algo que se debe procurar hacer bien desde un principio, a fin de que el trabajo de revisión y corrección no resulte dispendioso. De ahí que someta lo conversado con Sara-Saray a enmienda ortográfica y gramatical. Esas manías que no cesan. Se acuerda del consejo que le dio a la otra joven y potencial escritora cuando esta le comentó que se había quedado sin tema para escribir. Chismorrea y escribe sobre todo lo que se habla en las reuniones nocturnas con tus vecinas en la terraza de tu casa. Ahí está la literatura pidiéndote a gritos que la reveles. SOLAR, ah, solar, qué palabra tan acogedora, tan sabia, tan cariñosamente inolvidable. Duerme por fin, y se introduce en un largo sueño de ausencias y vacíos.

MISCELÁNEA. La poesía no es bonita: la poesía es cruel. No existo para el mundo; pero será siempre más importante existir para quienes están, de verdad, cerca de mí. O existir para mí, sugiere K, que ha vuelto a surgir en mis escritos. No mires más el río, ese tonto orgullo regional, no admires tanto lo local, tu identidad está más lejos que cerca. Aunque nunca viajes. La técnica narrativa destruye la fuerza literaria, el querer expresarse en libertad; para qué leyes, recetas o moldes si lo que importa es explayar el corazón humano. Narrarlo todo, soltarlo todo.

ORADOR. Eso es él. Su poder es el discurso. Dice lo que la gente (“su pueblo”) quiere escuchar, y lo dice con fluidez y prosodia, con excelente manejo de énfasis y pausas, y últimamente con una musicalidad aflautada que pone a pensar en que es cierto lo que se rumorea acerca de sus innegables tragos de más. Es el vocablo que más emplea: pueblo, y lo pronuncia con tanta convicción que más de uno se esponja escuchándolo, creyéndose parte de ese pueblo que él, adalid indiscutible, dotado de fenomenales aptitudes sobradoras, ubica quién sabe en qué lugar idílico de un atroz y discutido pasado. Personas de su gigantesco talante no están hechas para gobernar. Lo suyo no es el poder: es la oratoria. O la pedagogía, liberar de ataduras a los cerebros amaestrados. Es, sin duda, un revolucionario. Y los revolucionarios son pésimos estadistas. La elocuencia es lo suyo. Aplaudirlo es lo nuestro. Nomás. Hasta ahí.

RECITAL. Evento poético en un cementerio; lo hacen de noche, en el marco de un festival nacional del libro y la poesía. Leo aterrado el título de la publicación con que se promueve el acto en una red social: “Voces de Vida”. En otra publicación sobre el asunto se afirma que ese recital viene haciéndose desde hace veintidós años. Las pintas de los poetas invitados que aparecen en las fotos son las consabidas. A los poetas les fascina disfrazarse de poetas, de lo que ellos creen que es la veste propia de la poesía. Excepto dos o tres que en hora buena decidieron alejarse del extravagante estereotipo. Es un escenario lúgubre y penumbroso, y tal vez sea ello la única relación que tiene dicho evento con la poesía, pues solo así se justificaría la puesta en escena de semejante esperpento. Otro de esos poetas comenta una de las publicaciones, recordando el que él organizaba en un cementerio de otra ciudad; asegura que “el primero fue espectacular”, tanto así que una hoy renombrada y premiada poeta se desmayó. Lo precisa: “fue a medianoche, el día de los difuntos. Todos fuimos vestidos de negro y en un principio nos reunimos en una pequeña plaza dentro del cementerio. Después iniciamos una especie de procesión y llegábamos a algunas tumbas, solicitadas por familiares de los difuntos, y ahí se declamaban o leían poemas”. Lo malo no es el cementerio, mucho menos la muerte. Lo tétrico y lo oscuro son universos poéticos dignos igualmente de festejo y alegría. Lo feo no es tan feo cuando se le ve con respeto y sinceridad. El disparate y el mal gusto tienen más bien que ver con esos gestores festivaleros y los poetas que los secundan, que se creen la gran cosa y con el poder de implantar la poesía como si se tratara de una obligación irresistible. De todo tiene la poesía, menos de eso. La poesía no sirve para cambiar nada. A lo sumo, empeora el bienestar de quien en verdad la padece. Qué mala suerte la de los muertos destinatarios de las aventuras nocturnas de esos poetas democráticos, especímenes odiosos que quieren meter la poesía en todos lados y a todas horas como sea, embutiéndola, inyectándola incluso, dizque porque es salvadora y saludable. Solo ellos, los poetas y sus egos, son capaces de entretenerse de forma tan aviesa. Por provocar, por tirárselas de novedosos y diferentes, así les toque ser a un tiempo actores y auditorio, así terminen siendo víctimas de su propio invento, pues el terror y el placer, en manos de quienes desconocen la auténtica irrealidad de lo deleitoso y lo siniestro, son dos compañeros de cuidado. Todo un juego, un divino espectáculo para ensalzarse entre amigos que la próxima vez podría acabar muy mal, en correndilla de poetas espantados por la justicia poética, muchedumbre de guadañas reclamando silencio. Dejen por favor a los muertos vivir en paz. No les perturben el sosegado sueño eterno con versos dizque vivos. ¡Canallas! ¿Cuáles voces de vida? Ni muertos nos salvamos de la inútil festividad de los poetas.

INEVITABLE. K y yo hablando de lo que sería la vida del uno sin el otro, dependiendo de quien fallezca primero. Ese tema que tanto se evita y sobre el que es forzoso, tarde o temprano, conversar. Similar al de la macabra compra que hay que hacer en vida para garantizar que nuestros cuerpos sean feliz y tranquilamente enterrados: el cajón, el hueco, esas cosas tristes y tan necesarias… Conversamos sobre el asunto con humor y, en mi caso, con notable picardía. Yo moriré primero, le digo, a pesar de que tus enfermedades son más numerosas que las mías. Pero, en caso de suceder lo contrario, que, te repito, es poco probable, me imagino viviendo con mis hijos, turnándome, un tiempo con uno, otro tiempo con el otro, o más bien solo para no fastidiarlos más, frecuentando los sitios donde nos veían siempre juntos, respondiendo una y otra vez la pregunta derivada de tu inconsolable ausencia, al extrañarse ellos, los seres de nuestro palpitar cotidiano, de verme tan incomprensiblemente solo, tal como me ocurre a veces cuando, por algún motivo excepcional, te toca quedarte en casa. Mi respuesta los dejaría sin palabras: ella… se murió. Mudo se quedaría para siempre el firmamento de esos espacios tan queridos. Y ay de que me vean después en esos mismos lugares disfrutando de otra compañía, pues me imagino sus miradas taladrándome y diciéndose entre ellas qué rápido la reemplazó. Claro que nada de eso sucederá, pues mis enfermedades son más peligrosas que las tuyas, le reitero a K para que me hable mejor de lo que sería su vida sin mí. K me escucha, silenciosa y risueña, y con mejor picardía intenta burlarse de mi tremendo tema: tú te la pasas trotando, cuándo carajos te vas a morir. Risas espeluznantes. En serio, le insisto, cuéntame a qué te dedicarías. Por fin se atreve a contestarme: si tengo plata viviría también sola, o bueno, de pronto con nuestro hijo y su mujer, con nietos o nietas, si es que no se aburren de mí y me echan de su casa. Silencios. Al rato le digo que plata tendrá, pues la ley la ampara con pensión de sobreviviente. Sí, sobre todo eso, me replica, y vuelve a machacar la idea de que ella no se va a poner en vueltas ni a buscar testigos para demostrar que vivió conmigo, en unión marital de hecho, un millar de años. Te veré haciéndolas, le digo para sacarle la piedra. Y vuelve la burra al trigo. Corto el chorro para no darle más cuerda. Pago la cuenta, dos cafés y tres pandebonos, salimos de la cafetería y ya en el carro, mientras conduzco se me ocurre para ella otro destino que sospecho y temo no me desagrada. ¿Será que le digo lo que estoy pensando? Dejo pasar unos minutos hasta que me atrevo a decírselo: yo sí sé para dónde te irías y con quién. Entonces se emputa, y el inevitable tema se aplaza una vez más.

CEGUEDAD. La de algunos promotores culturales. Qué sentido tiene disfrazar a una niña de invidente, poniéndole anteojos oscuros para caracterizar a una cantante homenajeada. Circula en redes un video en el que se presenta como si fuera ella “La Cieguita de Oro”. La montura es del color de su vestido: rosado, para enfatizar la bonitura del contraste. Hay cierto morbo en el ambiente, como también cierto peligro, pues esa niña —que está aprendiendo apenas a cantar— no es ciega; imposible no relacionar este episodio de pésimo gusto con aquello de que las palabras y los símbolos tienen poder (no quiera algún retorcido dios que esta niña termine perdiendo más adelante la visión). Como imposible asimismo no imaginar la sensación de vergüenza que la niña podría experimentar años después, al mirarse (si es que para entonces conserva la vista; roguemos porque sí) haciendo el ridículo, ciega y supuestamente adulta cuando apenas empezaba a colorear la vida. En todo caso, no hay nada como burlarse de uno mismo para persistir en calamidades artísticas. Ese es el mejor aprendizaje de todos. Sin duda, gestores bobalicones como esos merecerían la cárcel. ¿Cuál sería el delito? ¡Muchos! El más grave: abusar de la inocencia de una menor de edad, exponiéndola a situaciones bochornosas. Los papás de la niña deberían acompañarlos un rato tras las rejas por prestarse para tal idiotez. Figuran hoy en redes niños con algún talento para cantar, cuyos padres se dedican a promocionarlos como sea con tal de lograr rápido renombre y la anhelada monetización. Porque de explotar es que más se trata. Voces sin proceso formativo, chillonas, desentonadas, desafinadas; estrellitas repletas de tonterías escolares y sobreactuadas a más no poder. Cantar no es gritar ni hacer gestos desmesurados. Mucho por vivir y aprender para poder pensar en escenarios. Éxitos, además, efímeros. Como todos los de esas sociales amarguras. Al crecer, crece también lo que se va perdiendo. Voces que no sobreviven o que tienen que desenvolverse ya sin el infantil encanto. Hubiera sido preferible que esa niña  cantara un par de canciones de la entrañable intérprete, Lucía Inés González  Bedoya, sin tener que representarla (¿a quién se le ocurriría el adefesio de irrespetar a los ciegos y de pretender embaucar al auditorio?); o, mucho mejor, invitar, para cerrar el conversatorio, a un cantautor monteriano que le compuso una canción fuera de serie a esa artista de canto portentoso que fue Lucy González, aproximándose con letra y melodía exquisitas al corazón de su nostalgia. Pero no. Lo importante para esos gestores era conmover, manosear la cultura, volverla un trapo sucio, enlodar la terneza con orgullos baratos. Se comenta que los organizadores del evento cultural en el marco del cual se presentó ese acto, no dan puntada sin hilo, aseguran en las contrataciones sus tajadas y obligan a los grupos locales a recortar músicos para ajustarse al nimio presupuesto que les ofrecen. Cuando la cultura se vuelve propiedad y negocio de unos pocos y, por ende, de sus más cercanos amigos, repitiéndose una vez más los convenientes y estrechos enfoques, nada hay en realidad de lo cual vanagloriarse. Ese cuento chino de creerse ciudades culturales. Ninguna ciudad lo es. Con la estética no se juega. Que Lucy los perdone.

ARRASAMIENTO. Qué terrible eres, escritor. Arrasas con todo sin el menor recato; criticas, ofendes, te vengas y te pitorreas, viendo únicamente el lado negativo de las cosas. Sí que eres un tipo despreciable. Adjetivas en demasía y te divierte hacerlo, calificando una o dos veces cada sustantivo que te provoca torpedear. Nunca te detiene el considerar las consecuencias de tus actos. Por eso te quedas sin amigos, porque no te aguantas las ganas de escribir lo que debieras, por instinto de provechosa hipocresía, más bien callar. Y aquello filial que tanto quieres te saca igualmente de su vida. Ignoras esta vez el porqué, pero está en tu naturaleza dañarlo todo, mi lamentable compañero. Ya para qué parar. Sigue escribiendo y metiéndote en más líos, cosechando, con tus desparpajos, nuevas antipatías. Tú también eres víctima de tu victimaria escritura; te das muy duro, dicen, ese asunto insistente del fracaso. Un sentido práctico de la vida nunca estará de más. Es fracaso, no frustración. Es lo que afirmas para medio defenderte. De inocente no tienes ni un pelo, eres tan culpable como todos los santos juzgadores que te rodean. Ni modo: eres escritor, y quien escribe cuenta con la posibilidad de construirse un mundo alternativo en el que la soledad le sirva de consuelo. Cada uno calibra su propia desventura. Y, a fin de cuentas, no eres tan devastador como tus detractores dicen. Ni contigo. Ni con nadie. Lo tuyo es regodearte en el anónimo y cotidiano bienestar de los silencios.

MATERNAL. Mi madre, desde la eternidad de su sueño, me visita en la finitud del mío para reclamarme otra vez por ese tono triste y pesimista siempre tan presente en mis versos, prosas y canciones. Todo porque me escucha cantando un fragmento de una de las que he compuesto para ella. ¿Has leído a Vallejo?, le pregunto. ¿Qué tiene que ver?, me responde preguntando. Que son poemas humanos y tristes, le explico, y, sin embargo, no le faltan lectores que creen diferenciarse de su amargosa existencia. Ese tono dulzón de la poesía no va conmigo, esos finales esperanzadores sí que menos. Ser realista es quizá mi más encantadora fantasía; para qué engañarse a sabiendas de que el destino del hombre es el despojo. Nada tampoco tan letal como para no comprender que la vida, larga o corta, puede llegar a ser escandalosamente placentera, y que su extinción no es más que la lógica necesidad de un ciclo. Tan fácil de entender, tan difícil de asimilar. Sin muerte, lo vital no existiría. Un pesimismo que te haga fuerte, un optimismo que no te desmorone. Es aquí donde mi madre y yo volvemos a ser inmortales y felices.

SOMBRERO. Fotos que lastiman heridas. Intercambio de sombreros. Aplausos, vítores, ovaciones. Revolución por la vida. Perdón social. Entrega o restitución de tierras. Una universidad pública que continúa en vilo. ¿Qué festejan? Sí, está bien reconciliarse en pro de la vida y de la paz. Es mejor darse la mano que matar. Y es con enemigos que se firman acuerdos. Pero ¿reconciliaciones afrentosas en una ciudad aún sitiada por el hampa proveniente de la cómplice laxitud de gobiernos anteriores? Basta con aventurarse por ciertos barrios, de día incluso, para conocer en verdad quiénes los siguen gobernando. Campaneros, así les llaman hoy a los que rondaban antes armados, intimidando e imponiendo su ley en la ciudad de las extraviadas andorinas. Solo quienes vivieron esos días de descomunal terror, los que increíblemente sobrevivieron a atentados, los que terminaron padeciendo de enfermedades nerviosas, los que tuvieron que huir para salvar sus vidas —para no tener que hablar de los que no lo consiguieron y de sus familiares o amigos que los siguen de vez en cuando sin lágrimas llorando—, entienden, mejor que nadie, la inconveniencia de un acto mediático de tal magnitud. Buenas intenciones de un mandatario que se ven empañadas por equívocos funestos. Se puede (y es, sin duda, loable) trabajar por la paz total y discursos afines, pero sin bombos y platillos. La paz, cuando se politiza por cálculos electorales, se vuelve más violenta que la guerra. Ay, Montería, a estas bajuras mejor te sigo cantando. A mi atípica manera, claro. Como en ese “Volví a cantar” que obtuvo un segundo puesto en tu festival “Perla del Sinú”, despojado (a propósito de despojos) del primer puesto porque era paseo y no porro, tal como me lo confirmaron meses después dos de los tres jurados que tuvo en el concurso. Y como en “Mi ciudad”, otro paseo que pronto saldrá al ruedo, concursando sin concursar, para que lo evalúe el pueblo (perdón por arrogarme la impostura de un presidente efectista venido a menos), salvándolo así de ser masacrado por una junta organizadora miope e incapaz de abrirse a voces y visiones artísticas sustancialmente contrarias a las de esas mismas canciones turísticas, saturadas de zalamerías y trivialidades, que año tras año vuelven a premiar. Sombreros que se prestan para ser lucidos con regional presunción, o para protegerse del sol de la sangre vilmente derramada.

FBA

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