MARÍA JOSE

La recuerdo bien. Ayer, 5 de abril, cumpliría setenta años de todo y nada, de poblados sueños juveniles, de crudas realidades padecidas. Bien lo advertía Leopardi que en todo nacimiento está la muerte. Y esta temida dama, el 23 de agosto, cumplirá diez años de haberla visitado.

Se reedita su libro para honrar sus fogones, saberes y sabores del glorioso Caribe, memorias de una vida, de ella, de su gente. Yo la recuerdo más como socióloga, intelectual, docente y activista que como chef famosa o experta en culinaria.

Cómo te amaron y aún te extrañan, Pepina, tus amigos. Mi infancia y mi adolescencia estuvieron surcadas por seres asombrosos que frecuentaban la casa, esa casa paterna, grande y generosa, en la que las ausencias de vivos y muertos son tan fuertes que acuchillan a veces el alma o abren antiguas cicatrices.

Gracias a mi madre y a mis hermanos conocí a Raúl, el poeta hoy tan celebrado, y a María Josefina Yances Guerra, hija de Rafael Yances Pinedo, aquel abogado, escritor, periodista y columnista extraordinariamente sarcástico de El poder costeño. Recuerdo que mi padre, siendo yo apenas un mozuelo estudiante de primer año de Derecho, me cedió su columna en dicho semanario. Una vez nos encontramos, mi padre y yo, con Rafael Yances y Guillermo Valencia Salgado en la Casa de la Cultura de Montería, mi padre le comentó a su conterráneo de Ciénaga de Oro que mis artículos eran todavía etéreos, demasiado abstractos, Rafael se lo quedó mirando con picardía, sonrió y, mirándome, le dijo: el tiempo, es cuestión de tiempo para ir aterrizando. Sospecho que, cuarenta años después, sigo igual de confuso y elevado. O peor, mucho peor. Esta abstracción mía no tiene ya remedio. Quiero creer que Rafael Yances, sabio y zorro, deseaba para mí todo lo contrario: que siguiera como iba, que nunca aterrizara. Mi espíritu crítico quizá provenga de él. Yo miraba su pipa, su corbatín, su guayabera, y me decía, silenciado por una aplastante timidez, que algún día escribiría como él: con humor, con perspicacia.

María Jose era una risa fresca y sólida que removía los cimientos de la casa, como la de Raúl, también potente y misteriosa. Qué tiempos aquellos. Leo los textos que mis dos hermanas escribieron para el homenaje de la reedición de su libro. De veras que estremecen. No estoy autorizado para divulgarlos. Ambas escriben bien, cada una narra a su manera lo vivido. Coinciden en unas cosas, en otras no. La mayor tuvo más cercanía con ella en idearios y andanzas. En ambas fluyen el amor y la gratitud. Mi hermano se abstuvo de atender la invitación a escribir el suyo, por lo que sus memorias de ella (como las que guarda con recelo sobre su otrora amigo Raúl) continuarán silenciadas por la rotunda y salvadora distancia que se ha impuesto. Una vez escuché a María Jose y a mi hermano conversar sobre sus viajes y, en especial, sobre Barcelona. Mudo yo, me deleitaba oyéndolos, y pensaba: cuándo podré viajar como ellos, cuándo podré conocer el mundo. Heme aquí todavía sin poder hacerlo, inmerso en un par de pueblos entre los que oscilo durante la semana como si se tratara de una condena interminable, más atado que nunca a la tremenda verdad de un viajar imposible.

En otra ocasión mi hermano celebró en casa de una de mis hermanas la acostumbrada exposición pictórica que realiza cada vez que regresa a Colombia desde el sur de Francia. Yo me encontraba escondido en la casa paterna, huyéndole al alocado peligro que se había apoderado de la ciudad por aquellos días. Salí después de medianoche a saludar a los invitados de más confianza y a acompañarlos un rato. Solo quedaban mi hermano y María Jose en la terraza, bebiendo y riéndose como siempre, chispos ambos. Los tragos de mi hermano ponderaron esa noche mis atributos intelectuales y artísticos, ante lo cual ella no dudó en reivindicar la portentosa inteligencia de mi hermana mayor, “la única mujer viva en el Valle del Sinú”, tal como la catapultó Raúl en una dedicatoria manuscrita de su primer poemario. Así de inmensas y felices eran aquellas amistades.

María Jose rebosaba de vida y alegría. Así la recuerdo hoy, con cariño de hermano menor de sus dos amigas entrañables, mis hermanas; releo las palabras de estas y pienso en todo lo que pudo haber sido y no fue, pero mejor en lo que sí fue, aunque también en cómo los años se nos van convirtiendo en aislamientos y pérdidas, si bien en los corazones más firmes no importarán jamás el encierro, la soledad, el dolor, la angustia, el silencio, la ausencia, la vejez, el deterioro. Mucho menos la muerte. Personas que se quisieron tanto se merecen vidas significativas y buenas, y gratos, muy gratos y fértiles recuerdos.

La última vez que la vi fue en La Heroica, por los lados de la Universidad de Cartagena. Nos saludamos, conversamos en una esquina y en ese momento pasó la viuda del poeta Jorge García Usta por ahí. Se abrazaron, me la presentó y cuando la viuda se despidió y se fue, María Jose me contó una historia triste…

Con una de sus dos hermanas me veo de vez en cuando en un bar salsero frente al río Sinú. Gozándose la vida, como lo hacía ella en constante plenitud. Sesenta años, cuatro meses y dieciocho días muy bien vividos, pese al tormentoso desenlace. Recuerdo otro día en Cartagena, hora crepuscular, fui hasta su apartamento a llevarle una muestra fotográfica de pinturas de mi hermano para una eventual exposición, me abrió la puerta, le entregué el paquete, no me invitó a entrar, se excusó, música suave, velas encendidas, aromas varios, María Jose en todo su esplendor, en íntimo romance con su forma de vivir y trascender.

María Jose: viento y risotada, nobleza y sencillez, arte y sazón, mucha sazón, chocho de ají, cálida, dicharachera, bohemia, visionaria, ferviente y juvenil, eternamente juvenil.

Cocinarás por siempre en espacios y tiempos en los que sí fecunden aquellas primeras esperanzas.


FRANCISCO BURGOS ARANGO

(FBA)

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