PRECES DEL OLVIDO

Poemario escrito en 2012, publicado en Amazon en abril de 2020 (primera edición, libro electrónico). He aquí su parte final, después de una chorrera de ciento diez páginas de versos:

Este libro fue escrito con la intención de no llevar proemio, capítulos, citas (excepto dos iniciales y otra vinculada estrechamente a la historia del pasaje que antecede), estructuras, ni nada que se les parezca. Pero el surgimiento de varios episodios coincidentes (la lectura de un libro arrollador extraído, de ocultis, de la biblioteca de una hermana; la misiva de un amigo; la conversación con un hijo lejano; la preocupación de una madre, y la visita de un hermano viajante) obligó a escribir, sin pretensiones explicativas o laudatorias, lo que sigue y cierra su curso.

EPÍLOGO…

TODAS LAS GRANDES VERDADES del hombre, con independencia de su entorno, ya están dichas y añejadas. ¿Qué puede aportarle la poesía a la vida que hoy vivimos? A lo sumo, más confusión y pesadumbre… ¿Y qué decirle a un hijo, luego de atravesar uno cincuenta años de dudas y quimeras, que le pueda servir para arrostrar las vicisitudes de su propia vida, cuando el pedestal de los veinte años empieza a quedarse atrás? No sé qué quiero, me dice mi hijo mayor con un océano de por medio que la red informática se encarga, para bien o para mal, de rebasar. Todavía, yo tampoco lo sé, le respondo sonriente, suponiendo como supongo que ello más que una desventaja conlleva infinitas posibilidades experienciales. Pero —me replica— tú tienes al menos la música y la poesía que te llenan y apasionan... Si supieras, hijo mío, lo difícil que ha resultado transitar con tan pesadas prendas. Quisiera un padre poder facilitarle a su hijo la fórmula mágica que le permita recorrer este pavoroso, complicado, pero también encantador mundo, de manera exitosa y apacible. Nunca feliz, pues la felicidad es incompatible con nuestra condición de seres extinguibles e incompletos. Lo cierto es que nadie nos reemplaza ni se pone en nuestro lugar cuando de vivir y de morir se trata. No queda otro remedio que el de dejarse ayudar por cierta benevolencia que el paso del tiempo, casi siempre en forma inexplicable, nos entrega cuando estamos llegando al punto de considerar —aceptándolo o no— que todo está perdido. Un viejo y querido amigo de época universitaria (en aquella inefable Medellín de los Ochenta) me escribe en estos días con la solidaridad de una angustia existencial que, sin duda, nos hermana y compartimos, pero que, ignoro por qué razón (aunque tengo mis sospechas, al parecer fundadas), no se manifiesta hoy en mí con similar denuedo. Temeroso de un futuro que él, haciendo gala de cruda certeza, asocia con la enfermedad y la muerte, y dolorosamente consciente de esos espacios cotidianos en los cuales se malogró, según informa, su juventud y hasta su mediocridad (es la crisis de la vida, sentencia en su carta electrónica), remata, valiéndose de un tono entre sincero, alentador y melancólico: “… por lo menos tenés a tus hijos y a Q, tenés los ríos y la brisa de un mar cercano, los olores de la aldea…” … Si supieras, amigo mío, lo que cuesta tenerlos a sabiendas de que el tiempo prosigue su implacable marcha, afinando cada vez más la puntería de un desenlace inapelable. Por supuesto que la vida se hace más llevadera y respirable si se cuenta con el amor y la naturaleza para contrarrestar sus estragos, pero, asimismo, mientras más bella se muestra más se profundiza el sufrimiento que intentamos olvidar y que, sin falta, algún día, entrará por un impensado lugar de nuestra casa. Pienso, por ejemplo, en la hermana mayor, que ayer nomás lucía preocupada, casi desesperada, ante la posibilidad de que alguno de sus dos extraordinarios hijos pudiera convertirse en el huésped infortunado de una espantosa enfermedad. El dolor de una buena madre no tiene límites, como tampoco su amorosa previsión, que llega a transmutarse en coraza y garantía de que nada de eso ocurrirá. Pero no deja entonces de martillar la terrible idea de que tarde o temprano, en condiciones normales, la muerte de esa madre ejemplar será para esos maravillosos hijos prueba irrefutable, martirizador registro de nuestra triste y pasajera realidad. Lo ideal sería poder acompañar y ayudar a los hijos hasta el fin de sus días, y luego, entonces sí, desaparecer de este macabro embrollo por arte de birlibirloque, o por alguna estupenda, disparatada y milagrosa eclosión que opere al revés del tan publicitado canto del vivir. ¿Y la Poesía? ¿Qué puede hacer la poesía en semejante escenario de fracaso y devastación? Hay algo que se me ocurre puede y debe hacer: no permitir en su ámbito mensajes dulzones y acartonados, no hacerse eco de patológicos optimismos. Pese a su inutilidad intrínseca, es deseable empotrar en ella la asombrosa vitalidad que entrelaza lo efímero con lo duradero, ese no sé qué aterrador que con los años se apodera de la conciencia para, con inusitada festinación, concluir los proyectos aplazados, porque esos versos malhadados, esa prosa intranquila, cuentan al menos con la posibilidad de, mal que bien, sobrevivirnos. No escribir poemas de amor, aconsejaba Rilke en 1903. Contentémonos entonces con saber y decir, al mejor estilo del amigo F (jurista consumado y cínico trunco atrapado hoy por una Medellín enferma de aparatosa poesía y alérgica a la salutación de los grises recuerdos), que en este juego de la vida tendremos que perderlo todo. Pronto arribará, desde la artística Francia, el hermano mayor al Sinú, y a la alegría de este suceso que ocurre cada tres o cinco años es inevitable conectarle la ausencia de los seres que desaparecen entre uno y otro viaje: el padre y la madre, a cuyas pérdidas no ha podido asistir el Poeta, pero que han cobrado después presencia y cobijo en textos de punzante alivio; un tío, también Poeta, quien no espera ya, con felicidad grande, el retorno fugaz que compensaba la lucidez de una subsistencia indecorosa. Pensar trágicamente es quizá la única de las cualidades de la juventud que permanece intacta. Sin lugar a duda, porta también el vivificante abrazo de la llegada el beso letal de la despedida, y obliga a sus protagonistas a hacerse una pregunta poderosamente inquietante: ¿quién sigue? Dejemos hasta aquí el agobio, salvemos a la poesía de tener que optar entre la experiencia, la emoción, la alteridad o la resistencia a ser codificada, para creer y sentir que, si no podemos aspirar a vivir solamente un día como las cachipollas, es preferible hacer de este regalo inconcebible que es la vida, oportunidad y regocijo para atender la súplica final del amigo que dista y rememora: “Cuenta conmigo, no me abandones, aprovechémonos que esto se fue”. Y en eso ando.

Montería, 20-21 de mayo de 2012

FBA


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