Más palabras del libro PALABRAS QUE SON TAMBIÉN LA VIDA

SABROSURA. Vida sabrosa la mía. Me he propuesto ir un rato, cada sábado, a un bar monteriano diferente. Popular. Nada de élite. Cero discotecas. Troto tres veces por semana (lunes, miércoles y viernes, diez kilómetros, a distintas velocidades, sin parar) como preparación para resistir este reto. No salgo temprano, para no sobrepasar la dosis reglamentaria (máximo diez frías). Ando hoy en uno del cual no identifico aún el nombre. Me esperaba “Fuego en el 23”, pero cambio es cambio y se trata de arriesgar. Diagonal a otro que se llama “Provenza”. En media hora estaré allá. Lo asocio con Karol G, hay algunas canciones de esta chica que han empezado a gustarme. Un viejo amigo, vendedor de rosquitas y diabolines, se me acerca, le compro y le pregunto: dame razón de un sitio en La Principal de La Granja que se llama “La Bichota Bar”. Me lo recomienda. Era hoy mi destino, pero un asunto familiar hizo que cambiara de rumbo. Está en la lista. Pronto iré. No me importa la música. Me importa la vida, la explosión. Y tengo una cómplice que me sirve de escolta y me controla. Incondicional y tan fugitiva como yo. Vida sabrosa y feliz la mía. Me la paso dando tumbos los fines de semana por ahí. Llegará el día en que ya no pueda hacerlo. Antes eran las tiendas, ahora son los bares. Y nunca me emborracho, aunque arrastro una borrachera eterna en mi forma de concebir la vida: con fluidez y consistencia. Como debe ser. Mientras la brisa sople.

FBA. Tres letras que no conforman palabra alguna. Ni siquiera son un nombre. Mucho menos una persona. Tres letras sin oficio ni beneficio. A lo sumo, un personaje que va de sábado en sábado acumulando vivencias y publicándolas en una red social chismosa… un extraviado opinante de tres letras atípicamente juntas (f, de fatalidad; b, de belicoso, y a, de amoníaco). Tres letras infames y agresivas, y un dolor silencioso guardando la distancia.

ENERO. Mes de brisas en cielos despejados. Era todo y nada: diciembre y febrero. Y después se convertía en marzo y abril, las lluvias llegaban, en mayo se parecía a noviembre, porque en mayo nació la madre y en noviembre su hijo, un 17, siempre un 17, y cuando enero se volvía junio (ni verano ni invierno), julio se encargaba de arrastrarlo hasta agosto. El calor se hacía insoportable y en septiembre no había nada que sirviera para llegar a octubre. Pero enero era capaz de ser enero, o sea, nada y todo, febrero y diciembre, se saltaba entonces octubre y aterrizaba en noviembre, cerca de volver en diciembre a ser enero, enero, enero, enero, mes de brisas en cielos despejados, mes de ausencias, de llantos, de simples alegrías.

IDONEIDAD. Usuaria va a su oficina y al no encontrarlo pregunta por el paradero del doctor. La secretaria le informa que el doctor se encuentra en cita médica, de psiquiatría, y para espantarla más (abogada litigante que le ha resultado engreída y antipática) le exagera: el doctor sufrió un infarto y está atravesando por un fuerte episodio de ansiedad. La abogada se avispa: ¿sí será idóneo para atender el caso? Al día siguiente regresa el doctor a su oficina y la secretaria le cuenta lo ocurrido. No digas esas mentiras, le aconseja el doctor. Fue maldad mía, responde su secretaria, y le explica el porqué. El doctor se ríe y consiente. Y piensa: triste señora, no ha pasado jamás por la felicidad de una depresión. Quien la sufre es quien la goza. Lo suyo es un leve trastorno cognitivo, terapias para intentar mejorar lo dañado. Los locos que ignoran que son locos se contentan porque nunca han tenido que ir donde un loquero. Se privan de uno de los grandes placeres de la vida: tertuliar con psiquiatras. Al doctor le toca frecuentarlos porque está cuerdo de remate. ¿Idoneidad? Idónea solo es, si acaso, la dama nívea, de bruna guadaña, que al final lo resuelve todo. ¿O no?

PROFE. Reencuentro con él en un centro comercial de la ciudad. Abrazo más que pendiente. Temas inevitables. Aquellos años de valerosa movilización estudiantil. Los discursos. Las sombras. Las fugas. Los miedos.  Las cartas. Mientras conversamos, el profe, profesor titular de universidad pública, es saludado, con afecto, por varias personas que circulan por el pasillo donde nos encontramos. Se nota el aprecio, se palpa el prestigio. Un profe querido es una buena noticia. Soy un profesor sin asignaturas y sin alumnos. Soy un profesor que escribe. Que jamás enseñará. Que medio entiende que cada quien deberá intentar deformarse como mejor pueda. El profe. Gran amigo, cuántas historias, una vez me defendió de una acusación infame cuando él era apenas estudiante y se ganaba la vida como modesto carpintero. Recuerdo que el trago le hacía daño, lo transformaba por completo, perdía orientación, explotaba irreconocible. Quizá sea por eso que hoy prefiere un buen café, conversar sin emborracharse, sumergirse en libros de filosofía. Del profe soy su amigo. Su incondicional aliado. Se precia de no haberse corrompido. Y yo le creo.

CARA. Varias son las personas que, para saludarme, me dicen profesor. O profe, con más cariño. O sea: tengo cara de profesor. Al menos no tengo cara de abogado, lo cual sería terrible. Mucho menos de doctor. Ni de literato. Y, gracias a Lucifer, tampoco de poeta. Esto último sí que sería el acabose. Qué tal uno con cara de poeta yendo por ahí, impunemente, como si nada. ¡Profesor!, soy un profesor, y es algo que no sé por qué diablos me gusta, si ser profesor en este país de cafres en el que vivo no tiene importancia alguna. O debe ser por eso: porque ser profesor es también ser un fracasado. Y el fracaso es lo mío. Necesito más bien una cara que sirva para indicar lo que en realidad soy: NADIE.

SILENCIO. Un puto mutismo efervescente.

ÁRBITRO. No recuerdo ahora su nombre. Era odontólogo. Y árbitro de fútbol. Lo mataron una mañana, saliendo de su casa, ubicada en un populoso barrio de la ciudad. Allá vivía. En su juventud había militado en un grupo revolucionario. De eso hacía bastante tiempo y no quería saber ya nada. Sicarios en moto. Disparos. Cadáver en plena vía pública. Pacto entre paramilitares y guerrilleros desmovilizados. Una semana atrás el excomandante de la organización de izquierda a la que alguna vez había pertenecido lo llamó a su oficina, situada en sede gubernamental. De ahí salió maldiciendo, enojado por tan insólita e injusta amenaza. Lo metieron en la lista del negocio criminal, sapos de una poderosa autodefensa a cambio de protección. En eso terminaron aquellos desalmados guerrilleros: al servicio de quienes fueron sus más encarnizados enemigos antes de reinsertarse. Y dieron nombres. Muchos nombres. Ciertos y falsos. Los que eran. Los que no eran. Los que dejaron de ser. Nada les importaba, solo salvar su pellejo. Y todos fueron cayendo, uno por uno, sea ultimados, sea desaparecidos. Árbitro de fútbol, padre amoroso, calle 29 en la que calzaba dientes y muelas un ser excepcional. No era de la tierra donde fue asesinado. Y en esa tierra miserable y desagradecida en la que tantos partidos de fútbol pitó, ya nadie lo recuerda. Uno más del montón. Uno más de tantos héroes caídos, héroes anónimos en urbes viles, y sombras que todavía suplican. Nadie. O casi nadie. Solo quizá esta palabra inútilmente cruenta que hoy no arbitra nada: ÁRBITRO. De lo que no tendrá jamás perdón. De otra historia triste que nunca debió ocurrir.

SEÑORA. La señora K. Dice la poeta Ana Lucía que le encanta esta manera de nombrarla. Me suena. También me gusta. De aquí en adelante me referiré a ella como la señora K. Antes le decía K, a secas, y con esa sola letra deambula por algunos de mis libros inéditos. Mi señora K, y yo supongo que seré para ella algo así como su señor F, un melenudo jovencito cargado de años que aún suspira en la profunda Z de la señora K.

ENTRESUEÑO. Sin callejear y beber también se escribe. Qué mejor bar que el de la fascinante duermevela.

FBA

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