¿DÓNDE ESTÁS?

El 14 de junio de 1969, día de su cumpleaños, mi padre, Enán Burgos Perdomo, se regaló un soneto que dedicó a mi madre con estas luminosas palabras: “Para Amparo, que me siente y me comprende como yo la siento y la comprendo”. Dicho soneto fue publicado veintidós años después en su libro póstumo La luz brilla en las espinas. Lo tituló: “¿Dónde estás?”. Lo transcribo.


“He resuelto gritar: ¿Dónde estás Cristo?

¿Acaso, conforme en la Catedral?

¿Fuera de sus portones, no eres tal?

Quienes así te ven, jamás te han visto.


Con mi fe desbordada, me resisto

a no regar en la tierra la sal

mientras renace por doquier el mal.

¡De tu cabal doctrina no desisto!


Por eso, te busco en los extramuros,

a la intemperie, donde esté el dolor,

entre los justos y entre los perjuros.


Por todas partes, donde más te hieren,

donde te acecha el odio y el rencor,

donde están los que sufren y te quieren”.


No soy religioso, no milito en ninguna iglesia, no asisto a misas ni a cultos. Pero tampoco puedo afirmar de manera tajante que sea ateo o agnóstico. Tengo algo profundamente espiritual que me hace creer en fuerzas monstruosas capaces de crear explosiones y universos. Observo a veces tanta perfección en el mundo natural que me resulta impensable que todo ello no sea fruto de algo superior y fabuloso, llámese como se llame, aunque me asalte de inmediato la más implacable duda existencial. ¿Cómo puede un ser supremo o un Dios de tal magnitud consentir tanta crueldad en lo por él creado? Basta con detenernos en la esencia guerrera y criminal del homo sapiens. ¿Cuántas guerras bárbaras y mortíferas a lo largo de su perversa historia? Y nada aún que se detiene.

Una creación así no tiene nada de perfecta. Además, ¿qué creación lo es? El arte y la perfección son enemigos acérrimos. Si hay arte es porque este no es perfecto, no puede serlo. El día que lo sea se extingue el misterio que lo nutre. No es un argumento para justificar las acciones u omisiones destructivas del gran Hacedor. Uno pensaría que ese Dios imperfecto debería ser al menos como el arte: brutal, pero inofensivo. ¿Estaremos entonces habitando un planeta espiritualmente desolado, sujeto solo a los vaivenes e intereses del hombre vil que lo gobierna? Los hombres buenos no son amantes del poder.

Otra pregunta se me acerca demasiado: ¿qué sentido tendría la muerte si más allá de ella nada nos espera? Tiene que haber algo. Porque si no, este vivir tan triste y alegremente luchado sería un fenomenal absurdo. ¿Qué? ¡No sé! Pero sí sé que la respuesta no tendría que ser obligatoriamente religiosa. Quizá se trate de un largo e infinito paseo por senderos oscuros, que de vez en cuando se iluminan por la gracia de incendios inefables. Como una milagrosa vida de pájaros eternos, cantando día y noche sin descansar. Y al final, cuando el cansancio por fin llegue, un silencio igual de largo e infinito. Y bello, terriblemente bello.

Soy dado al positivismo, a la razón, a la lógica, a la ciencia, pero me han pasado cosas que me ponen a pensar en esas manos descuidadas del Dios de Rilke (el hombre es su principal frustración). Manos, en todo caso, sensibles y prodigiosas. Me muevo, además, en la irracionalidad de ciertas experiencias estéticas, intuiciones y abismos. Supongo que el misticismo está más cerca de esto que de lo racional.

¿Es perfecto el hombre? ¿Lo es (perfecta) la naturaleza? ¿Puede ser perfección un voraz y sangriento equilibrio dizque ecológico?

Me acuerdo de dos canciones: “Ciegos nosotros”, de Adrián Villamizar, ganadora del Festival Vallenato por allá en 2011, dedicada a Leandro Díaz. Y “Un nuevo canto”, de mi cosecha, premiada en un Festival de Sahagún en el que Adrián Villamizar estuvo asimismo en el podio. Canciones con carga espiritual, la de Adrián más que la mía, y no deja de parecerme increíble que hayan podido figurar en festivales vallenatos y sabaneros. Así de jodida es la música. Y el arte es mucho más jodido cuando intenta acercarse a Dios. Reto enorme. ¿Cómo no dejarse absorber por aleluyas?

¿Todo esto para qué o por qué me lo cuestiono ahora? Es que he estado pensando en estos días a raíz también del soneto de mi padre en esas personas que aseguran haber recibido o sentido de repente el llamado de Jesús. Tocó mi corazón, dicen. Y hablan con tanta convicción y bondad que da como cosa no creerles. Confieso que mi desconfianza persiste. Por lo general, son personas con un pasado de drogas, alcohol, desórdenes, delitos, cárcel, maltratos, vida conflictiva y disoluta. Entonces, de la noche a la mañana nos cuentan que cambiaron, se convierten, reciben al Señor, devienen ejemplares. Si son músicos o cantantes, renuncian a la música mundana y comercial y se dedican a cantarle solo a Dios, a ese Jesucristo del que parecen olvidar que fue humano (con todo lo que esto significa) y, ante todo, un fervoroso revolucionario. Tal vez sea ello más valioso. Pero no sé por qué se me da por pensar que creería más en alguien que se entregue a Cristo sin ese pasado turbio, con menos sombra de fanatismo, con menos aroma de radicalidad, y más cerca, mucho más cerca de lo que todos en realidad somos: complejos, contradictorios, ni buenos ni malos, repletos de defectos y virtudes. ¡Hombre que pontifique es hombre falso!

Ese llamamiento del que tanto se habla, ¿cómo diablos será? Quisiera poder experimentarlo algún día, pero, al parecer, carezco de la desprevención y de la ingenuidad que se requieren. Claro está que he invocado esos poderes invisibles en determinadas circunstancias y me han dado resultado, visibilizándose incluso. He sentido esa fuerza monstruosa a la que me refiero. No soy, pues, del todo cerrado a ese tipo de manifestaciones, digamos, mágicas. Voy a admitir, con sana envidia, que esos afortunados personajes que son tocados por el gran mago del universo y se transforman, tienen su mérito. Sin embargo, he conocido a dos o tres inescrupulosos que se valen de estas artes religiosas para engatusar, intimidar y enriquecerse. Una vez uno de ellos me dijo que yo era un profesional incompleto porque me faltaba Dios, y cuando supe días después de sus tramoyas, contadas por uno de sus feligreses, me alegré de seguir siendo yo este individuo trunco y anodino, incapaz de maquinar bellaquerías. El pastor fue expulsado de su rebaño, se mudó de barrio y se consiguió otro. Todo un visionario el tipo. Recuerdo que, invitado por él, lo visité un par de veces en su apartamento y se extasiaba mostrándome sus adquisiciones tecnológicas.

¿Para qué cambiar si así estoy más o menos bien?

Hay algo que nunca entenderé. Todos estamos sentenciados a la gran derrota por más que nos llenemos de esperanzas. Se le pide a Dios que nos ayude, pero este, tarde o temprano, nada más podrá hacer. ¿Qué sentido tiene postergar lo ineluctable? ¿Para qué engañarnos? Prefiero aferrarme a entender la vida como una transición en la que se pueda, pese a todo, ser medianamente feliz. Es esto lo que habría que pedirle. No se le puede pedir que nos proteja por siempre de lo que, supongamos, él mismo decidió para nosotros: la gloriosa y definitiva muerte. No hay lógica en esto. Corazón, tal vez… Dando, a lo mejor se reciba más (tengo mis taras espiritosas por ahí).

En fin, qué tema este. Yo, al igual que mi padre, intento siempre hacer el bien, o al menos no causarle daño a nadie, y busco a Cristo (más al que vivirá que al que vivió) en extramuros y a la intemperie, en medio del rencor y el sufrimiento, y lo busco humano, mortal y, por ende, limitado, generador de luchas perdidas y milenarias capaces de cambiar una historia que propicie esta vez menos persecución y sangre. Me ubico en aquella época rupturista y, sin duda, hubiera acompañado más al hombre que al presunto hijo de Dios, hubiera amado más su rebeldía, su locura, su absoluta insurrección.

En un mundo como el que habitamos nunca será fácil creer en seres de carne y hueso que provienen de orbes que no vemos. Cuestión de fe, pero de una fe ciega y muy parasitada. Disfrazarse de hombre no es el mejor recurso para salvar al hombre. El hombre, por naturaleza, está perdido. Inventarse virginidades que conciben es más de artistas que de dioses. Y los artistas suelen ser embelequeros. Me imagino más bien a Dios viniendo al mundo vestido de poeta fracasado. Yo sería uno de sus más frenéticos apóstoles.

En medio de todo este maremágnum de ideas, se me ocurre que los escritores quizá sirvamos para algo. Retomé hace unos días la lectura de un libro que me ha parecido tan doloroso que no quisiera terminar nunca de leerlo: Los escritores vagabundos, de Philippe Ollé-Laprune. Había dejado inconclusa su segunda parte, y en esta segunda parte me encontré a un Victor Serge afirmando que “el escritor es por definición un hombre que habla por una multitud de hombres callados”, y a César Moro conservando “de manera intacta la fuerza rebelde que hace único a un autor”. Ambos se apartaron de su nombre de pila para moverse en el sórdido mundo de las letras.

La literatura como deber. La palabra del mudo, según Ribeyro. Otro berenjenal que da para muchas discusiones.

Así pues, es en ese Cristo artista, rebelde y fiel a su insumisión, y que da voz a quienes no la tienen, en el que de veras creo. En el Dios de mi padre, ese que dos o tres milenios después podría aún volver para decirnos que sus templos no son negocios, que su ideario no debe conducir a la persecución y la violencia, y que el amor fraterno y divino se expresa mucho mejor en albañales y miserias: “donde están los que sufren y te quieren”.


FRANCISCO BURGOS ARANGO 

(FBA)

 

Comentarios

  1. Uffff, es una reflexión profunda, la misma que ha dado origen a muchas corrientes filosóficas y desde ellas a diversos pensamientos artísticos, religiosos y culturales, en medio de los cuales cada uno construimos muestras ideas, juicios, valores, imaginarios, visiones, ilusiones, utopías, racionalidades o idealismos; en fin nuestra postura personal con la cual enfrentamos nuestras inefables e inevitables incertidumbres y dilemas; sin ninguna posibilidad de resolverlas en términos objetivos. Sólo quienes renuncian a la objetividad encuentran en la fe y en sus subjetividades dicha certidumbre, mediante las cuales resuelven, quizás sus angustias existenciales personales, dejando intactas las grandes preguntas para las cuáles nuestra pequeñez e insignificancia en el universo nos impide una respuesta mínimamente comprensible. Solo nos queda aferrarnos a nuestra convicciones y vivir de acuerdo con ellas hasta la hora final.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario