A PROPÓSITO DE CABAÑUELAS…

Se leen y escuchan advertencias sobre una pandemia más mortífera que la de 2020. Una nueva variante del virus COVID-19 empieza a causar estragos. De eso habla el mundo en estos días. Lo cierto es que acabo de pasar por una fuerte gripa que me postró casi una semana y aún no concluyen sus secuelas. Debo volver a usar tapaboca; durante todo el tiempo que lo usé, de este tipo de malestares me había preservado.

A propósito de pandemias, hay muertes de las que uno se entera varios o muchos años después. Me ocurrió el sábado seis de enero, que tuve otro reencuentro con un viejo amigo de infancia: Juan Manuel C. Vive en Atlántico y me había anunciado días atrás que llegaría al Sinú, a su tierra de ensueño, a principios de enero; nos habíamos visto en la Semana Santa de 2023 cuando teníamos como cuarenta y cinco o más años de no vernos. Fue aquella una visita muy agradable en mi casa paterna.

En esta ocasión lo esperé en “El Tumbaito”, llegó en taxi, nos saludamos con un abrazo, pedimos cervezas, hablamos un poco del sitio, le gustó, bar de salsa que está de moda en la ciudad. Estando ahí nos encontramos con un conocido de ambos: Miguel A., asiduo del lugar. Juan Manuel y Miguel conversaban sobre personas que les son comunes, oí mencionar los barrios Colón y Balboa y le pregunté a Miguel por Omar P., residente durante toda su vida en ese sector de la ciudad. Se murió, me dijo. Cómo va a ser, no sabía, hace cuánto, de qué, le pregunté a Miguel. Hace como tres o cuatro años, creo que fue por el virus, respondió él.

Omar P., todo un personaje de la calle 41 en las tres últimas décadas del siglo XX. Sin estar nombrado, era el secretario de la Inspección Primera de Policía que quedaba a un lado de la Cárcel Municipal, y de los Juzgados Permanentes contiguos a la Inspección, que despachaban en las noches, por turnos, como también en domingos y festivos, en una pequeña y macabra oficina que abría su puerta cuando la Inspección cerraba la suya. Más bien su reja, porque ni puerta tenía. Estuvimos una vez en una diligencia en zona rural de Santa Isabel, nos ordenaron ir por un cadáver para hacer el levantamiento de rigor, los funcionarios del turno anterior no se atrevieron, era domingo, una patrulla destartalada de la SIJIN, sin llanta de repuesto, pasó por nosotros, zona roja con presencia guerrillera, los agentes iban asustados, no querían ir, en el kilómetro 15 compramos una botella de aguardiente para llenarnos todos de valor, éramos solo cinco personas contra todo un probable frente de guerrilleros, nos dieron un revólver de seis tiros a cada uno, Omar P. me miró con el suyo en la mano, tremendo pistolero, nos sonreímos, yo me metí el mío en la cintura del pantalón y me desencajé la camisa para cubrirlo, el cadáver estaba a la orilla del río, íbamos por una vía estrecha y destapada, una de las llantas traseras se reventó, tuvimos que bajarnos del vehículo y distanciarnos unos de otros para no caer todos a un tiempo en caso de una emboscada subversiva. Yo miraba a Omar desde lejos y él a mí como preguntándonos: ¿qué hacemos en caso de un ataque?; por fortuna, como dos horas después de estar ahí varados, sin saber qué hacer y esperando lo peor, vimos venir un carro en sentido contrario al del nuestro, tomamos posiciones, Omar y yo imitábamos lo que hacían los tres agentes de civil, el carro frenó al llegar al sitio donde nos encontrábamos y sus ocupantes se identificaron, eran familiares del muerto y traían el cadáver, a su vez nos identificamos y les explicamos nuestra misión, su llanta de repuesto le sirvió a la camioneta de la SIJIN y fue así como pusimos el cadáver en la parte de atrás de la camioneta, donde se ponían también  los capturados, el cadáver estaba en estado de avanzada descomposición luego de varios días de estar flotando en el río y de haber sido sacado y puesto a la intemperie, emprendimos la marcha de regreso y el carro de los familiares del muerto nos siguió. En el kilómetro 15 compramos otra botella de aguardiente, ya no para envalentonarnos sino para celebrar que nada lamentable nos había ocurrido. En la morgue del hospital hicimos la diligencia de levantamiento. Por la noche, de nuevo en la oficina de la 41 para terminar el turno que iría hasta las 8 a.m. del día siguiente, le pregunté a Omar P. qué hubiera hecho él en caso de enfrentamiento. Su respuesta todavía me hace reír: les tiraba el revólver y me hubiera ido corriendo. Así que Omar P. también ha muerto… ¡Qué vaina!, muchos años sin verlo, cuántas historias juntos.

Estos reencuentros con viejos amigos después de tantos años, parece que fueran como muy propios de la entrada triunfal en la vejez. Como si entendiéramos que la vida está por culminar y es hora de pasar revista, de devolvernos en el tiempo para saber qué ha sido de nosotros. Como si no nos pudiéramos ir sin conocerlo. Como si fuera necesario reencontrarnos tardíamente para acabar de despedirnos. Es un modo pesimista o irónico de mirarlo. Habría otro, optimista y más consciente de las dificultades de comunicación que antes se daban, y, por tanto, franca y alegremente presentista: Qué bien vernos de nuevo, tenemos mucho todavía por vivir y compartir. ¡Pues sí! ¿Por qué no?

A propósito de guaros, veo en Facebook un video de un joven médico, especialista en pediatría, que es, además, músico y compositor (muy bueno, por cierto). Con frecuencia le preguntan por qué no bebe alcohol, dice que asiste a fiestas, toca guitarra o bajo, canta, acompaña, pero no se bebe un solo trago. Argumenta así su respuesta:  “El licor no tiene ningún valor nutritivo, representa un perjuicio, afecta la salud, no tiene beneficio alguno, lleva a actuar de una manera que en condición de sobriedad no se actuaría, la gente se torna violenta bajo los efectos del alcohol, se sienten todopoderosos, asumen condiciones o acciones de riesgo, entonces yo represento un peligro para los otros y represento un peligro para mí, es un mandamiento de Dios que no debemos tomar y es esta la razón más poderosa, el licor no da felicidad porque la felicidad tiene que ser duradera en el tiempo, al día siguiente, además de las acciones anómalas realizadas durante la ingesta de bebida, tienes guayabo, te enfermas, vomitas, dolor de cabeza, eso no es felicidad, resaca moral, sientes que te persiguen y que un toro te persigue y que un duende te persigue y tienes nervios y cargos de conciencia, si yo necesito de una sustancia para ser feliz yo cuestiono mi felicidad, yo no necesito una sustancia para ser feliz, yo necesito muchas otras cosas, intangibles, a Dios, estar en paz con mi esposa, con mis hijos, con mi familia, con mi comunidad, y no tomen esto como un juicio”.

Me quedo pensando en las palabras del doctor. Repienso más la cosa y se me da por responderme la pregunta que él nos hace al comenzar su video: ¿Por qué bebes tú? Si me das una razón válida y convincente, agrega el médico, te acompañaría en todas tus borracheras. El doctor aclara que anteriormente sí bebía. ¿Por qué aún bebo, así no sea en exceso como antes? Buena pregunta. En verdad, cuántas cosas se dejan de hacer por estar bebiendo y trasnochando los fines de semana. Seguramente, muchos proyectos de vida y de familia se postergan o quedan inacabados. Literarios, incluso. Ya se sabe que la literatura requiere de sacrificio, encierro, soledad, tiempo y disciplina. Al respecto, valga traer a colación aquello de Hemingway: “Los enemigos de un escritor eran el alcohol, la fama, el dinero, las mujeres, y la falta de alcohol, de fama, de dinero y de mujeres”.

Múltiples son las respuestas. Supongo que nada sabe ese bienintencionado médico de santos bebedores como Malcolm Lowry, ni de que la bebida es un método para escribir como lo enseña Ribeyro, ni que a mi amigo Héctor C., en lugar de ponerlo violento, lo ablanda por completo, lo enamora mucho más y hasta se deja regañar y pegar de su mujer, ni de que el licor puede llegar a ser científicamente recetado y asunto igualmente de autoterapia para combatir, mediante dosis bien reglamentadas, la depresión y la ansiedad. Lo he contado en otros escritos: yo, por ejemplo, tengo mi fórmula cervecera, suscrita por un prestigioso psiquiatra que es lector de Joyce y amante de la buena bohemia. Tampoco sabe el doctor que, con licor o sin él, no existen felicidades duraderas, que la dicha es una fatalidad transitoria, que la vida tiende a ser triste, y su frío, pálido, rígido, oscuro y podrido desenlace ni que decir tiene. Así que una borrachera que otra para contrarrestar o amortiguar estos golpes no estarán nunca de más. Desdoblarse o dejar salir de vez en cuando los demonios puede llegar a ser muy bueno para el espíritu. Hay que tener algo de comprensión y solidaridad con los borrachos. Sin locos y sin borrachos este mundo sí que estaría perdido de remate. Además, cuántas ideas geniales no han surgido de la psicodelia artística. Tal vez el doctor sí lo sabe y por eso se refugia en Dios.

A propósito de salud y enfermedad, pienso ahora que la literatura solo ayuda mientras se escribe o se lee, después esa ayuda se evapora, lo escrito pierde toda su eficacia personal y la mayor parte de lo leído se olvida. Así que esta doble actividad, para que sea sanadora, debe ser constante. Leer y escribir todos los días, sin descanso, manteniendo la mente activa y ocupada en universos más ficcionales que reales. Es esta literatura la que, estando en permanente movimiento, medio salva. Aunque hay restos de lecturas que siguen prodigando salvaciones.

A propósito de ansiedad y depresión, veo a la gente caminar por las calles como si nada, inmersos y felices en sus rutinas, como si no supieran que tarde o temprano tendrán que morir. Qué idea tan extraña la que me surge a veces. Quisiera poder acercarme y decirles: por qué no se suicidan, no ven que todos somos seres extinguibles, para qué correr tanto, para qué trabajar, para qué tantas luchas y esperanzas. Pero también he pensado que es posible que en muchos de ellos se crucen pensamientos idénticos a los míos, y que me ven a mí caminar igualmente como si nada, inmerso y feliz, y desearían poder acercárseme para preguntarme por qué no me suicido. De silencios cotidianos como estos está repleta la vida.

A propósito de literatura, voces que me acompañan en estos días… “Hay en la actitud de Victoria ante la muerte una profunda y admirable serenidad, como si sospechara que lo más importante, tal vez lo único que realmente cuenta en la vida, sea prepararse para morir con dignidad” (Enrique Vila-Matas, Suicidios ejemplares); “Dediqué tantos esfuerzos a la literatura y ella no es hoy día capaz de asegurarme un mínimo de independencia material, un mínimo al menos de dignidad personal. ‘¿Escritor?’ ¡Qué va! ¡En el papel! Pero en la vida… un cero, un ser de segunda categoría. Si el destino me hubiera castigado por mis pecados no protestaría. ¡Pero me ha aplastado por mis virtudes!” (Witold Gombrowicz, Diario argentino); “Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo he hecho. La escritura nunca me ha abandonado” (Marguerite Duras, Escribir).

En un tiempo anhelaba no tener que trabajar más para poder dedicarme de lleno a la literatura. Sentía que mi trabajo le quitaba valioso tiempo al oficio de escribir. Pero la cosa, pese a todo, me ha literariamente rendido, y ahora, habiendo adquirido el derecho pensional, tal vez me dedique (cuando, en efecto, me pensione) más a vivir que a escribir.

Así que, a propósito de cabañuelas… ¡Mierda, así será mi año!


FRANCISCO BURGOS ARANGO 

(FBA) 

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