DICIEMBRE, MES DE ALEGRÍA…

Plácido murió de noche, en soledad, como mi madre. Sospecho que a la misma hora: poco antes de amanecer. El veintiséis de diciembre cumplió años mi hijo mayor y estuve acompañándolo en su festejo hasta las tres de la mañana. Mi hijo me insistía esa noche en que bebiera con él, me había tomado solo tres cervezas y no quería beber más, desde hace tiempo rehúyo trasnochos y guayabos, él trató de molestarse, mi fama de bebedor me precede y su argumento me resultaba dolorosamente categórico: hoy, precisamente hoy, es que se te va a dar por no beber; es un solo día, padre, una vez al año, reclamaba mi hijo azuzado por el licor. Eso le parecía hipócrita e insólito de mi parte, como si yo estuviera ahí solo por cumplir. Así de franco y directo es él. Le expliqué que no, cómo se le ocurría, simplemente no me sentía bien para ebriedades. Me acordé de que a él no le gusta verme borracho, así que entendí sus justas razones y supuse que él comprendió las mías, complaciéndolo con un par de cervezas más. No quise contarle mi más secreta y poderosa razón: tenía a Plácido en la cabeza desde el veinticuatro de diciembre, su final se acercaba y no quería tener que afrontarlo en medio de una resaca nerviosa. Necesitaba estar en plenitud de condiciones para poder resistirlo. Llegué a casa, fui a la cocina y me comí parte del arroz de atún que K había dejado en el caldero para mí. Mientras comía pensé en Plácido, en su dificultad para alimentarse la tarde anterior, en el amoroso cuidado de K ayudándolo a comer. Esa imagen me estremeció de nuevo. ¿Cómo puede uno comer mientras se piensa en eso? Además de su ceguera, Plácido no podía ya sostenerse, sus patas no le servían, se iba de lado, se notaba sin fuerzas, temblaba, y a nuestros silbos respondía con estertores de trinos de mejores tiempos. Un símil sacudió a esa hora mi estado de sereno abatimiento: las atenciones de K para con mi madre durante su larga enfermedad. Mi madre y Plácido, qué relación tan bella, ella enferma, él cantándole, y K apoyándolos a ambos, catorce años antes, catorce años después, cada uno en su lucha infructuosa contra el deterioro y el dolor. Plácido enfermo, nosotros trinándole apesadumbrados, imitando esos gorgoritos que tanto lo alegraban, respondiendo a ellos con su gorjeo sublime. Subí, me acosté en la hamaca, no podía dormir, al fin lo logré y en el sueño vi a Plácido en su jaula derrumbándose con lentitud, empeorando, resistiendo, prolongando su agonía. Horas después K, al entrar en el cuarto y verme despierto, me soltó lo temible, lo esperable: te tengo una mala noticia, me dijo. No tuvo que agregar nada. Yo mismo me la dije: se murió Plácido. Ella asintió con la cabeza. Esperé dos horas para salir del cuarto, un pensamiento tras otro, todos atizados por la peor de las angustias, debo frenarlos si no quiero enfermarme, me decía, la depresión está siempre al acecho, esto sí que lo sé, llenarme de valor ante la exactitud de lo que no tiene remedio, resignado y con ánimos me levanté entonces de la hamaca, fui al baño, oriné, me lavé la cara, cepillé mis dientes, la muerte no impide que estas rutinas continúen, y minutos después bajé. Plácido estaba dentro de una pequeña caja de madera envuelto en un pañal, encima de una mesa contigua al patio. Me acerqué, K no quería que lo viera, abrí la caja, saqué el pañal, desaté el nudo que ella le había hecho, saqué a Plácido, lo vi, sí, lo vi, ahí estaba nuestro querido personaje, muerto, muy muerto, increíblemente, de verdad, su canto apagado del todo, los ojos abiertos, lo llevé al patio para verlo mejor, trabajé alguna vez como Juez Permanente y me tocó hacer más de ochenta levantamientos de cadáveres, debería estar familiarizado con la muerte, conocí sus distintos rostros, experimenté sus múltiples formas y situaciones, pero no, ¡qué va!, eso fue hace mucho tiempo, reparé sus ojos, creí encontrar la causa de su ceguera en una especie de nata amarillenta, intenté cerrárselos, no pude, luego su pecho, acaricié su plumaje, regresé a la mesa, lo besé en la corona, luego en la espalda varias veces seguidas, aún no estaba rígido pero su temperatura empezaba a enfriarse, y se lo entregué a K para que lo guardara otra vez en su pequeño ataúd. Mi hermano B estaba trabajando y pidió que no lo esperaran para el sepelio, él fue el que antes de irse a trabajar lo encontró muerto en su jaula, pero no quería verlo enterrar. Mi hermana Meba pidió que la esperaran, había salido a una cita médica o algo así, fue lo que le entendí a K en medio de mi turbación. Salimos K y yo a una cafetería cercana a tomarnos un tinto. Los dos en silencio, yo pensando y pensando mil cosas hasta que le pregunté: ¿se moriría despierto? Volvimos a casa y al rato llegó Meba con don Luis. Se murió el compositor, dijo don Luis. No supe qué decirle, su canción, mi canción, nuestra canción, Sigue cantando, sigue en tu jaula, veintisiete de diciembre, cumpleaños de mi hijo menor, ni modo de celebrarlo por la noche en casa como él quería hacerlo con algunos de sus amigos, fuimos todos al patio, el hueco ya estaba hecho, a un costado del fantasma del mango que se murió treinta y cinco meses atrás, los árboles también se mueren, don Luis metió la cajita en él, Meba autorizó el inicio de la ceremonia y don Luis comenzó a llenar el hueco con la tierra removida, todos los entierros se parecen, pensé, no hay uno solo que no duela, hombre o pájaro, ¿qué diferencia hay?, al menos los pájaros vuelan, qué insensible y patético soy, habiendo tanto sufrimiento humano en este mundo injusto yo lagrimeando por un turpial, mi hermana Meba le agradeció a Plácido su compañía durante tanto tiempo, veinte años más o menos, todo en la vida culmina, añadió, mencionó mi canción, el canto de Plácido, la enfermedad de nuestra madre, el fin de esta triste y alegre historia familiar, y yo me quedé sin palabras, pensando en todo lo que se me moría con Plácido, cuántos entierros tendría que hacer y por cuántos lutos o duelos tendría que pasar para intentar aliviarme, imposible seguir cantando por él tal como se lo prometí si se marchaba primero, postrados como me han quedado el alma y el corazón ante esta ausencia plumífera, Plácido se merece otra canción, me había sugerido un amigo al leer “Plácido y Nochebuena”, artículo dominical en el que daba parte de su mejoría, no sé, es mejor cantarle a la vida que a la muerte, le contesté ese día al amigo, difícil superar esa canción que Plácido contribuyó a crear, puesto que sin él no tendría jamás el mismo vuelo, mi hermano B compone y quizá sea su turno de cantarle a Plácido; sin embargo, sentí en ese momento que un trozo de melodía comenzó a rondarme, en este patio yacen Campeón, otro turpial longevo, señalé el lugar, y Mota, aquí mismo, más debajo, atropellada hace treinta y cuatro años por un carro en la esquina de la casa, yo mismo la enterré, fue lo único que pude decir después de que mi hermana Meba terminó de hablar, ese mediodía del veintisiete de diciembre, la lluvia cayendo, y más tarde, al día siguiente, llovería mucho más, como llovió durante interminables días y noches cuando mi madre murió, y yo mirando cómo esa cajita canora se iba cubriendo de tierra, y la tierra dejando sin luz lo que estaba escrito en la tapa de la caja que, al empezar diciembre, mi hermano B había ubicado igualmente para adornar la casa: ¡Feliz Navidad!

(a modo de minicuento)

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

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