SOBRE HIJOS Y SUEÑOS

“Dos hijos tengo yo”. Así empieza una canción que escribí y compuse hace siete años. La titulé: Un solo dolor. Fue mi intento de hermanar en ese momento lo imposible. A mi amigo e intérprete, Fernando Mendoza Santos, le gusta mucho esta canción y quiere que la presentemos en algún festival. Para mí, es brutalmente dolorosa. Continúa inédita, en un audio casero que grabé yo solo. No creo que exista un festival para ella, o más bien es una canción de esas que se deben considerar sagradas y no someterse, por tanto, a juicio alguno. Ponerla a competir sería un contrasentido.

Pero los años pasan y, cuando hay buenos sentimientos de por medio, todo se va superando, todo se va volviendo cada vez más racional y comprensible, desaparece la culpa y el amor prospera. Nunca será tarde para recomponer la vida. Deberíamos tener siempre presente que es la única oportunidad con que contamos, antes de que la dama negra (o blanca o pálida) se encargue de nosotros, definitivamente y para siempre.

Leí semanas atrás un texto breve de Nelson Castillo que me pareció atinado. A cierta edad uno se frena y se dedica a esperar a quienes vienen detrás, cargando estos su propia acumulación de años. Después de ciertas edades todas terminan encontrándose y pareciéndose. Perviviendo juntas. Cuarenta o sesenta, da igual, juventud y vejez, vejez y juventud se igualan, se complementan, se acompañan. Dice el profesor Nelson que “uno se estaciona en una edad. Soy estacionario. Aquí demoro largos años. Aquí espero a los que vienen detrás de mí hasta cuando sean mayores que yo”. No lo puedo escribir mejor. Lo venía pensando desde hacía rato, desde antes incluso de mis doce lustros.

Es cuando los hijos comienzan a darse cuenta de que tienen padres, de que estos envejecen y ellos también. Digamos que de algún modo todos acabamos acoplándonos, nivelándonos. La conciencia de ser seres imperfectos y extinguibles se hace menos agresiva, más tolerable. Vi ayer una noticia de una madre de noventa y ocho años acompañando y cuidando a su hijo de ochenta en un ancianato. No sé si sea cierta, pero démosla por tal. El hijo se ve más deteriorado que ella. A unos les llega la vejez más temprano que a otros. Lo cierto es que las distancias se acortan y todos esos que nos van alcanzando se vuelven coetáneos nuestros. De aquí en adelante el problema será quién envejece menos o a quién se le acelera más el desenlace. En esto me acuerdo siempre de mi hijo FJ, quien una vez me dijo que cuando se ponía a comparar su edad con la de quienes tenían muchos más años que él, sentía un fresquito. Confieso, entre risas, que yo también lo hago, pero ya el fresquito no es igual, se ha vuelto más frío a medida que el tiempo, sin esperanza alguna, se me agota.

Los lectores de mi libro Tiempos grises saben de ciertas tensiones familiares, de ciertas preocupaciones complicadas.

Y, sin embargo, hoy me siento fatalmente feliz. Sí, esa fatalidad de dicha de la que hablaba Rimbaud. Mi hijo menor, EJ, volvió a casa, se consiguió un mejor trabajo que le permite estar cerca de nosotros, trabajar incluso sin salir de su cuarto, en una multinacional que le ha enviado todo lo que requiere para laborar con decencia y dignidad. Compitió y se ganó su puesto en forma meritoria. Obviamente, la mano de obra calificada es más barata por acá, pero el salario no está mal. Yo llevo treinta años batallando sindicalmente para ganar lo mismo. En todo caso, lo noto motivado y feliz, y su alegría me alegra. EJ es alérgico a recomendaciones, cree en el mérito, en un país en el que el mérito es menospreciado. Y mi hijo mayor, FJ, se acaba de ganar un concurso docente en una prestigiosa universidad pública ocupando el primer puesto, compitiendo a escala top. Se lo he dicho: su nivel es de excelencia. La docencia, la investigación y la extensión es lo suyo, y en la región que lo espera logrará la plena satisfacción que necesita, superando, además, algunos problemas que lo inquietan. Nunca dejo de aconsejarle que desacelere un poco. Cosas de la empatía en la que él y yo nos afincamos. La empatía nos ha permitido aproximarnos. Es que de ansiedad nadie sabe más que los ansiosos. Bueno, no siempre será plena, algo nos quedará faltando, y en esto radica el gusto, la belleza, lo inconmensurable y paradójicamente más vivo del vivir.

Me agrada que mis hijos puedan progresar sin necesidad de palancas, solo por sus capacidades intelectuales y académicas. No es orgullo lo que siento. Es algo más pendejo. Sé que, ante todo, se han abierto campo por sí mismos. Porque son buenos y estudiosos. Porque se exigen. Porque les ha costado. He sido testigo de desesperanzas y sufrimientos. Y merecedor de las embestidas de un resentimiento inextricable.

Sí. No he sido un buen padre. No soy afectuoso. Soy terriblemente distante y pensativo. Culpa tal vez de la bellaca poesía, del fracaso que me devora, y, sobre todo, de esa visión fatalista que me afectó desde niño, esa presencia mental de la muerte a cada rato. Mis padres nunca lo fueron conmigo. No es culpa de ellos. Ni mía. Ni de nadie. Tal vez tenga una mejor explicación para todo esto: sigo siendo hijo, sintiéndome hijo, un hijo ya huérfano y mucho más desorbitado.

No nos pongamos trascendentales. Solo quería decirles a estos dos únicos hijos que tengo en la redonda pequeñez planetaria donde habitamos, que por ellos soy capaz de volverme románticamente cursi. Algo inaudito en mí. Porque, aunque no soy dado a expresar sentimientos, debo confesarles que he estado siempre cerca, muy cerca, desde el pensamiento y el corazón. Todos los días, a todas horas, mezclando angustia con tranquilidad, masticando paciencias, aguardando con fe. Hay distanciamientos que nunca se distancian. Muchas causas conspirando, ninguna verdad a flote. Todo tiene una explicación, así la explicación sea afirmar que no la tiene. Nada sucede porque sí. Quien busca culpas no encuentra soluciones. Aspiro a permanecer en ellos más allá de mi física extinción, que me recuerden con alegría, con mucho amor y sin rencores. Eso que, pese a todo, pudo mantenerse intacto y verdadero no se llora: se celebra. La reconciliación nos ha dado el sosiego que necesitábamos. No es nada fácil tener un padre como yo, un padre que no ha dejado nunca de ser hijo: un hijo complejo y taciturno. Por eso, me gusta mucho escuchar a FJ cuando me habla de su principal propósito de vida: por encima de todo, ser feliz. Lo está logrando. Y me ha enseñado (a mí, que soy un escéptico empedernido) a creer que sí se puede…

Cuando mi amigo Jaime Gracia leyó mi libro “Cantando a Destiempo” (publicado en 2010), llegó al lugar donde trabajaba y, sin mediar saludo, me dijo: ya te puedes morir. Me hablaba Jaime de que no me había quedado tema por tratar, y que lo mejor de todo era que lo había hecho poniendo distancia, como si yo mirara mi propia vida desde arriba, desde afuera. O desde alguno de mis muchos esconces. O escondido, por ejemplo, detrás de una cortina. Tuve muchos escondrijos durante la adolescencia y la juventud. He hablado en otros escritos de los árboles. El mejor refugio. Mi guarida más segura. ¿Hace cuánto no me trepo a uno?

Gracias, Jaime, pero trece años después no es tiempo de morirme todavía. Aunque esto que estoy escribiendo se asemeja en parte a una despedida, huyo de cualquier intención premonitoria. Son, simplemente, cuestiones importantes que se deben manifestar a tiempo. Siento que me falta mucho por hacer… En especial, porque quiero seguir viendo triunfar a mis dos hijos. Son hijos de un fracasado (hasta hace algunos días me percibía como fracasista, que es, en sustancia, distinto, pero acontecimientos recientes me impulsan al declive y a tener que aceptarlo), de alguien que no es amigo de realizaciones, y por eso son también tan exitosos. Porque son ganadores y más vibrátiles que yo. No nacieron para repetir mi historia. Tal vez a mí me domine esa dejadez geográfica de la que he pretendido inútilmente liberarme.

Lo cierto es que he llegado a la sana conclusión de que mis derrotas, una tras otra, obedecen a deficiencias mías y no a factores externos. Es la verdad. Nada de lo que emprendo fructifica. Me adelanto a quienes en este instante de la lectura estén pensando en mi supuesta inclinación a maltratarme. No. No hay nada de eso. No sufro al decirme estas cosas ni estoy pensando en crisis o en suicidios. Tarde o temprano debemos ser realistas y pragmáticos. Aterrizar, sin apuros, en la clarísima crueldad del mundo.

¿Suicidio? Admito que la idea me ha tentado, que a veces me ronda y me preocupa, pues, tal como se lo precisó a K un psiquiatra en medio de una espantosa depresión que me duró un mes, su víctima nada puede hacer al respecto, no depende de su voluntad, no hay cómo controlarla desde lo anímico. Así pues, cabría pensar en la posibilidad de un minuto en el que tal idea se vuelva imperativa y actúe por sí sola. Que no necesite de mí para acabarme. Todos los días me levanto pensando en eso. Soy un tipo triste, sí, digamos más bien tristón para matizar, pero no depresivo. No debo descuidarme, es una línea muy delgada y podría, con facilidad, romperse. Saberla recorrer es un gran reto. La caída podría ser irreversible y desastrosa. Pero en lo mínimo, en ese mismo minuto puede estar, además, la salvación. Si puedo escribir esto y continúo leyendo libros que a otras personas las deprimen y a mí, en cambio, me fortalecen, es porque la depresión está algo lejos. Cuando la depresión se apodera de nosotros, solo un milagro o una voluntad inconcebible nos saca de ese infierno. En semejante situación no hay libro que valga y me es imposible el escribir.

No obstante, prefiero creer, con firmeza, en que siempre se podrá luchar. Recuerdo que aquella vez pude salir del hueco gracias a un ímpetu de voluntad inesperado, una mano que me ayudó a levantarme y a empezar a caminar en el patio de la casa, como aprendiendo, como si lo estuviera haciendo por primera vez. Poco a poco fueron desapareciendo el mareo y la debilidad, recuperé el apetito y los cinco o siete kilos que se me habían fugado. La medicación, por supuesto, aportó lo suyo. Desde entonces, sé mucho mejor que en esto de escribir, componer canciones, concursar y perder, insistir, bregar, abrazar la felicidad de lo infelizmente cotidiano, el tinto, la tarde, el río, el sudor, la incondicional e inseparable compañía, en todo ello encuentro razones poderosas para seguir viviendo. Debo sí despojarme de ciertas terquedades y desprenderme de ciertas conjunciones. Fracasar, claro que sí, bienvenido otra vez el fracaso, pero con variedad. Dicen que en la variedad está el placer.

Bien. Me suelto ahora de mis prevenciones existenciales y pesimistas, del pensamiento trágico que se me pegó en el alma o sabrá Dios dónde desde que leí a Nietzsche, para festejar, cerveza sabatina en mano, en libación solitaria, los logros de mis hijos, brindar por ellos y por su ojalá completa felicidad, antes de que se asome el llanto y a este se le dé por extasiarme.

ADENDA 1: Swedemborg. Soñé con este apellido hace unos días. Al despertar tuve la sensación de haber leído sobre él. Investigo un poco, siglos XVII y XVIII, Del cielo y del infierno, el más allá, sus secretos, sueños y visiones, espíritu y razón, conversaba con ángeles y demonios, tenía permiso para visitar sus dominios, ciencia y revelación, locura y felicidad. Sueños que vaticinan…

ADENDA 2: Viajando de Sahagún a Montería observo, mientras conduzco, la habilidad de un gato para atravesar la vía. Sutil, desconfiado, se agacha, avanza de reojo, va midiendo el riesgo, y, en el momento indicado, se abalanza veloz. Me acuerdo de los perros y, en especial, de las iguanas. Pienso: este gato debería ser instructor de perros e iguanas para enseñarlos a cruzar la carretera. Pero recuerdo enseguida un libro de Haruki Murakami (De qué hablo cuando hablo de correr) en el que el escritor japonés cuenta que cuando corrió por la peligrosa carretera industrial que va de Atenas a Maratón contabilizó tres perros y once gatos muertos. Más gatos que perros. Parece que los felinos no son tan expertos como yo creo y acabo de ver. En verdad, duelen tantos perros e iguanas aplastados en la calzada. Más iguanas que perros. Hay que adoptar medidas. No pueden seguir muriendo iguanas y perros como si nada, qué dicen las candidaturas políticas sobre esto, un buen tema para las campañas, o será que no les interesa, las iguanas no votan, los perros parece que sí, maullidos salvadores, miau, miau, brego por librar a las iguanas de tan injusta muerte. Sueños que protegen…

ADENDA 3: Leo, estudio, indago, escribo y, por último, todo lo leído y escrito se me olvida. La verdad de una vida. Su mentira más sólida. Sueños que pululan…

ADENDA 4: Más dolores vitales. Un amor que extirpó su belleza. Otro que llamó un día, voz preocupada, un problema en curso sobre el que no quiso hablar. Nunca más llamó. ¿Truncaría también sus desamores? Flores que aún perfuman la omisión censurable. Sueños que mutilan…

ADENDA 5: Dos o tres culebras debajo de la cama, hilos sinuosos, busco a K para que me acompañe a verlas, K está en una piscina, le pregunto si la piscina está limpia, ella responde que sí, sale del agua, gotas resbalándose por el cuerpo desnudo, el deseo las mira, la ausencia se las bebe, una puerta, entramos o salimos, da igual, ella se agacha con cuidado, las ve, les tira la colcha encima para resguardarse, intento matar a la que logra evadir el cerco algodonoso, no lo consigo, la culebra se acerca, viene hacia mí, son inofensivas si no se les ataca, esta no lo es, se dispone a estirar la cruz de su veneno, grito, me despierto, veo a K en la cama agitando sus manos, la llamo, la toco, la sacudo para que deje de dormir, le pregunto si las vio, si las mató, abre los ojos, me contesta qué cosa, tus manos, qué les pasaba a tus manos, por qué las movías, no sabe, se me duermen dormida y en el sueño me toca despertarlas, debió ser eso, y tú, por qué gritabas, por miedo, lo de siempre, conviví tanto con ellas, duérmete, le pido a su entresueño, regresamos cada uno a la soledad peligrosa del misterio onírico. Sueños que fabulan…

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

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