LA LITERATURA Y SUS RIESGOS

Mis redes sociales permanecen desiertas de domingo a jueves. Los viernes empiezo a medio moverlas, y los sábados, por lo general, reaparezco en forma. Entonces tuiteo (dardos puntiagudos que dan en el blanco), publico en Solo para fracasados y escribo dos o tres “¿qué estás pensando?” en mi muro de Facebook. Hay sábados en los que el turno es para mis creaciones musicales y todo transcurre de manera más tranquila. Subo el video a mi canal de YouTube, al blog y al libro de caras, con una nota relativa a la historia de la canción.

Así que el sábado es un día especial para mí. Me siento vivo de nuevo, y luego de publicar en el blog salgo a caminar, sin meta fija, hacia algún lugar donde tomarme la dosis reglamentaria de frías que tengo recetadas, lo que aprovecho para escribir en el Word del celular dos o tres textos más del proyecto que tenga en curso, actualmente de Lasitudes, poemario que continúa en proceso de escritura. Con este método que requiere de lo que Julio Ramón Ribeyro llama “en libación solitaria” he escrito poemarios enteros y casi todas las prosas de mis tres libros de Prosas para romper la felicidad.

Pues bien, hasta aquí todo normal. Lo anormal surge cuando alguna de mis noctámbulas o trasnochadas publicaciones en Facebook recibe al día siguiente reacciones negativas por parte de personas que se sintieron aludidas. Me toca volver a explicar que se trata, ante todo, de ejercicios literarios sin ningún tipo de personalización, que son publicaciones que me sirven, básicamente, para ejercitar la pluma y medir de algún modo la fuerza de lo escrito, su nivel de aceptación y la solidez del personaje que construyo. Porque de eso también se trata, la voz que ahí respira no siempre es necesariamente la mía, sino la de un personaje de ficción a través del cual puedo o no expresar mi propio pensamiento. Comprendo que lo hago en una red social en la que quien escribe y publica se expone a ser señalado como autor y responsable directo de lo escrito. Sin embargo, muchas veces es un presunto poeta borrajeando poemas para un nuevo libro, o un prosador que, en primera o segunda persona, intenta lo de él. En suma: instancias textuales. No olvidar que, en ocasiones, le presto el muro a Martín del Castillo para que haga de las suyas. Ah, y que es, en esencia, eso: un muro, una pared en la que la rebeldía del anonimato reclama igualmente su lugar.

La última publicación en Facebook del sábado pasado, por ejemplo, fue uno de los tres textos que escribí esa noche para Lasitudes. Empero, alguien se sintió molesto y se tomó para él algo que iba dirigido en general, que lo podía incluir o no, eso lo sabrá cada lector, no yo. Tocó hacer lo que no debe hacer un escritor: explicar su escrito. Sí, explicarle, contextualizarlo, y las cosas no pasaron a mayores. La polémica se desató por WhatsApp, le envié a mi contradictor una larga respuesta que se terminó convirtiendo en un texto autónomo que bien podría publicarse en algún otro libro. Recibí de él un par de audios solicitándome que lo disculpara.

Los riesgos de la literatura. Hay sábados que los dedico es a escribir letras de canciones o a perseguir ideas sueltas a ver qué sale. Cada escritor tiene su método, sus rutinas, sus horarios, sus manías. O no tiene ninguno. En mi caso, me gusta escribir en las noches de los sábados, las ideas me fluyen alimentadas tal vez por el ambiente, la música y el licor cuyo consumo controlo (ni mucho ni poco, término medio). Se me ha vuelto ello parte importante del oficio. Otros prefieren los cigarros y el café. Para no hablar de drogas o de grandes y destructivas adicciones, excesos y obsesiones enfermizas. Llega entonces un momento en que la tentación aparece, el temor se envalentona, los nervios se relajan, la pluma se desinhibe y el placer le da confianza a la imaginación. Escribes y publicas, llegas a casa, te duermes y horas después, día siguiente, empiezas a preocuparte en pleno sueño, qué hiciste, otra embarrada, te despiertas, nervios otra vez en acción, te vuelas a leer lo publicado, mierda, reacciones a favor, te tranquilizas, debes sujetar más las riendas de ese doble o triple tuyo al que se le da por publicar de una vez con varias rojas artesanales en la cabeza.

No quiere decir lo anterior que no escriba en otros días de la semana. En realidad, creo que escribo todos los días y a distintas horas, mucho más sin alcohol que con alcohol. La gran diferencia es que estando sobrio no se me da por publicar de inmediato. Por el contrario, la sensatez y el pavor me ordenan sepultar lo escrito o guardarlo quién sabe para qué futura publicación inexistente. De todos modos, cumple su cometido, que es ayudarme a vivir y a resistir. Su utilidad es ahora y aquí, en este sitio, en este tiempo, en este día a día en que me juego la única vida de que dispongo. Lo que sobrevenga después podría ser importante o no, pero ya de nada me servirá.

En tiempos de juventud escribía fumando en pipa, pero era más lo que me asfixiaba por el humo que lo que la escritura me rendía, y en pandemia, durante aquella larga cuarentena de 2020 (parece que hubieran pasado ya siglos de eso) escuchaba a Chet Baker mientras escribía. Su trompeta y su lentitud me resultaban profundamente inspiradoras; esas noches de los sábados, en casa, encerrado en mi modesto estudio de grabación, se hacían felizmente interminables. Nada de canciones cuya letra estuviera en español para no distraerme; en especial, jazz, blues y fado, música que no me avivara mi espíritu parrandero. A veces fumaba cigarrillos con mentol o desempolvaba la pipa y me pegaba una elevada del carajo. Una que otra cerveza, por supuesto. Hace rato no releo todo lo que escribí como resultado de aquel embrujo. El tercer libro de Prosas para romper la felicidad es de esa época, el final, sobre todo, una gran fiesta de despedida con varios de sus personajes en medio de aquellos meses apocalípticos en los que todos éramos recíprocamente peligrosos, mortales enemigos unos de otros, mucho más los que vivíamos bajo el mismo techo.

Sé escribir también en sobriedad, aunque debo reconocer que con ciertos tragos y en determinadas atmósferas la magia surge y la oscuridad se ilumina de repente, algo muy hondo se dispara, chispazos que quizá sin tales estímulos no saldrían. Es todo un misterio esto de la creación. No me considero un escritor beodo, hace mucho tiempo que las borracheras y yo no congeniamos, huyo de las amanecidas y de las resacas. Cuando salgo a cumplir con el sagrado deber que tengo formulado, prefiero por eso hacerlo solo. Beber con amigos hace que el control desaparezca. Así que ese mito del escritor y la bohemia no me es del todo aplicable.

Leo en estos días un libro sorprendente que me encontré en un outlet de libros. Un ensayo titulado Los escritores vagabundos, de Philippe Ollé-Laprune, sobre la literatura nómada. Me reencuentro en él con Malcolm Lowry y Julio Ramón Ribeyro, prototipo este último de “un hombre cuya vida se confunde con la literatura”, me detengo en los sufrimientos y las búsquedas de Antonin Artaud en México, la literatura y la vida de nuevo íntimamente relacionadas, sigo con la errancia de otros dos peruanos, César Vallejo y César Moro, en París. Por ahí voy. Leo que Vallejo “ubica el arte tan alto que no puede estar al servicio de un éxito pasajero; su obra no puede expresar más que su rebeldía”. Tremendo. Y catorce páginas atrás releo lo siguiente: “Los riesgos son grandes. El territorio alcanzado es el espacio de las tinieblas, pero también el lugar de la luz. El trabajo del autor consiste en aprender a moverse ahí; su papel se revela en la escritura de estas luchas inevitables”. Listo. Eso es todo. Cómo no estar de acuerdo. Me dan ganas de cerrar el libro y buscarle puesto en la biblioteca. No quisiera decepcionarme de él más adelante.

Claro está que no es primera vez que me tropiezo con tan contundentes afirmaciones en mis lecturas. Sábato vuelve irremediablemente a mi cabeza: su Abaddón el exterminador, La resistencia, Antes del fin

Los riesgos de la literatura son, pues, enormes. El escritor es un caníbal, a lo mejor el más peligroso. Y un denigrante traidor de siete suelas. No es amigo de nadie. Ni se salvan de sus garras sus seres más cercanos y queridos.

Dicho esto, quiero agregar que en verdad soy inofensivo. Al igual que Raúl en su Conjuro, “sólo a mí suelo hacer daño”. No respondo, en todo caso, si de vez en cuando se me sale el tigre. Como cuando es sábado, por la noche, y con cinco pintas de Monserrate encima se me da por provocar la ira de algunos desalmados.

Un sábado más. Un riesgo menos.

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

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