EL PORRO VIAJERO

En Montería se realiza desde 2015 un festival en el que solo ganan las canciones en aire de porro por más que sus organizadores digan abrirse a otros ritmos musicales en el proceso de inscripción. Y, para colmo de males, un porro en particular: el porro laudatorio (lambón, diría el camarada Martín del Castillo), repleto de lugares comunes. Un porro publicitario que sirva para vender turísticamente la ciudad. Y entonces aparece en sus letras lo de siempre: el libreto consabido. No hay que detallarlo, ¿para qué?

Pues bien, días atrás, pensando en eso (no en concursar) se me dio por romper con ese esquema. Un porro con un toque literario sustancialmente diferente. Un porro que fuera sujeto de turismo y no su objeto. Un porro que fuera él el turista y se dedicara a recorrer el mundo y también su país, interactuando con otras culturas, lugares y músicas. Un porro que no adulara nada ni a nadie y tampoco oficiara como embajador de orgullos desmedidos. ¿Sombrero vueltiao y abarcas tres puntá como atavío? No. A lo sumo gorra y tenis para caminar como loco. Un porro sin idiosincrasias. Un porro que, por qué no, se fume un porro y se beba la más explosiva de las cervezas en el bar del destiempo. Un porro con morigeración de espía. Un porro atípico.

Así nació El porro viajero. Su musicalidad oscila entre la tonalidad menor y la tonalidad mayor, portando variaciones armónicas que enriquecen su universo melódico. El error fue haberlo puesto a concursar, sobre todo a sabiendas del estrecho contexto en que lo haría. A veces mi terquedad se vuelve ingenua. Clavo pasado.

Sus jurados tendrían que haber sido cosmopolitas y (me da cosa decirlo) cultos. Que supieran quién fue el Pepe santiaguero al que me refiero, qué representó para la cubana trova tradicional (entrar incluso con ese verso a la Casa de la Trova por la Calle Heredia), que se preguntaran cómo pudo el porro trovar con el pasado, que sintieran la añoranza del son habanero y comprendieran por qué brilla el porro en él, que tuvieran alguna idea de qué son las peñas (no piedras grandes sin labrar) y por qué las sitúo en Barranco, ese distrito bohemio de Lima en el que se escuchan marineras y donde terminó viviendo Julio Ramón Ribeyro. Que supieran asimismo qué son las marineras (no marinos con faldas), a qué aludo con aquello de “danza de las olas”, por qué es lento el pasillo que pongo a competir en el Mono Núñez (espero que hayan al menos entendido que se trata de Benigno Núñez Moya y del Festival de Música Andina, no de alguien de apellido Núñez al que apodan el Mono), por qué es doloroso y embrujador el percutir del bullerengue, a qué expresión concreta del bullerengue rindo honores, por qué es feliz el mapalé, por qué el Finzenú del verso final, y que fueran, además, capaces de relacionar por qué fado, por qué sinfonía, por qué poeta. Estos jurados tendrían que haber leído a Saramago y a Enrique Vila-Matas, haber visto a Ricardo Reis en un hotel de Lisboa o caminando por las calles de dicha ciudad durante el año de su muerte. Y saber de adagios, de experimentación artística más allá del meloso discurso del folclor y la tradición. Saber que la belleza del Sinú no es tan bobamente bella ni tan obvia.

¿Se habrán pillado la hipérbole y el sagrado sacrilegio de uno de los versos? Lo dudo. Los estaba poniendo a prueba y no lo sabían. Ni modo de profundizar con ellos sobre fados, saudades y suicidios.

Algunos allegados me han sugerido simplificar las letras, decir lo que la gente del común se supone quiere escuchar, de fácil entendimiento y patética emoción. Ni de fundas. No se trata de ganarse un premio con efectismos desechables, sino de intentar trascender, así sea hacia la indiferencia y el olvido.

En esta versión suprimo de la letra los dos únicos versos efectistas relativos al festival en el que concursó. No merecen quedar en el texto definitivo. Fueron cambiados por un par de versos mucho más acordes con el espíritu rupturista de la canción.

Lo confieso: cuando el último día de inscripciones cometí la estupidez de someterla a concurso, me tranquilizó la idea de ponerlos a todos en evidencia. A lo mejor sospechaba lo que iba a ocurrir, y me dije: vale la pena el riesgo si la burla sale airosa. Vaya maldad la mía. ¡Lo logré! A lo Jotamario Arbeláez en Santa Librada College Two, este porro viajero era de antemano eso: un “sacarse el clavo y volver a clavarlo del otro lado”.

Esta canción fue finalista. No obtuvo premio. ¿O sí? Ustedes lo dirán…

Recuerden que no soy cantante, pero me gusta interpretar yo mismo mis canciones, ponerles el sello que, al parecer, me identifica. Aunque no creo tampoco en el discurso ideológico de la identidad. Mientras menos identitario sea uno, mucho mejor.

¿Pedantería? No. Solamente humor. Lo más lejos que he viajado es al corazón de la tarralí en territorio cuyabro. Y a propósito de humor, las burritas que animan el intermedio instrumental son un jocoso recuerdo juvenil de una vez jugando fútbol junto al río Sinú, de repente uno de los equipos quedó incompleto, empezamos a verificar quién faltaba, el Bodega, falta el Bodega, bajamos hasta la orilla a ver si se había ahogado, pero no, sí estaba ahogado pero de placer, detrás de una simpática muchachita de cuatro patas. Fajado y con los ojos salidos de las órbitas. La chuleada fue fenomenal, no se inmutó, nos mostró los dientes cariados y siguió en lo suyo. Lo esperamos arriba, en el peladero que servía de cancha, hasta que retornó por fin al partido. Aquel día hizo tres goles. Piernas más rápidas y felices. No paraba de reír.

Bien. Esa es la historia de El porro viajero. Si se merece salir en hombros o mediante una patada en el trasero, ambas opciones son bienvenidas. Mal que bien, este porro viajero se volverá siempre a ir de Montería. Y sin plata, para más joder.

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

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