Hace catorce años fui río de lágrimas durante varios días: puro e incontenible; sigo siendo ese río, solo que su fluir se hace cada vez más profundo y silencioso.

Cómo olvidarte si ese llanto seco que no cesa te revivió anoche en un sueño y me dictó de madrugada estas oscuras palabras que, luego de tanta tinta que he derramado, pensé nunca más escribiría.

¿Quieres que te cuente qué ha pasado desde entonces? Mejor no. La vida, solo la vida y su enmarañamiento de siempre, un dormir y un despertar que se repiten, algunas enfermedades dando vueltas, unos tragos de más, unos amigos de menos, una que otra distancia al parecer insuperable, quizá lo que temías… Lo único que no cambia es tu turpial amado, viejo y ciego, cantándonos a veces, desde el mismo balcón de tu ventana, la plenitud de una ausencia feraz como la tuya. “Hay sensación en las casas antiguas de que algo queda de quien las vivió”. Eso dice Pedro en su canción. Y sí, la tuya es portentosa. Está en cada pétalo de luz que se disipa…

Ay, Amparo, ¡cuánto desamparo quedó flotando en el dolor infinito! Increíble haber podido sobrevivir a ello. Nada fácil vivir arrastrando un vacío de tanta magnitud.  

Qué bello y significativo nombre el tuyo. Primera vez en seis décadas que así lo percibo. Tenías que ver con amparar, con protección, con refugio.

Pero hoy, extrañamente, hay una calmada alegría deletreando tu nombre mientras espero mi turno de ingresar a una primera terapia neuropsicológica de cinco que me fueron ordenadas para mitigar los efectos de una cicatriz encontrada en una resonancia cerebral. Porque sí, la vida no se detiene cuando alguien muere, por más importante que este sea, y toca continuar en faenas que incluyen tanto mejora como deterioro. No se detiene, pero no vuelve jamás a ser la misma. Querámoslo o no, seguimos apegados (unos más, otros menos) al vértigo de la pérdida. En el fondo, hay algo perfecto y mágico que sí se detiene. Y esto es, paradójicamente, lo que nos permite, con relativa felicidad, seguir viviendo.

Nosotros también moriremos. Y nuestro recuerdo dependerá de otras sensaciones, de otros vacíos y misterios capaces de advertirlas.

Me había propuesto no escribir nunca más sobre ti. Notaba, en eso de conmover, una insinceridad aborrecible. Un escritor aprovechándose de temas sentimentales para, con los instrumentos del oficio, garantizarse lectores. La literatura emocional es mi fuerte y, por ende, mi debilidad. Sin embargo, descubro hoy que no es necesaria ni exactamente así. Son deudas que hay que seguir pagando, y a la vez maneras, muy válidas, de sofocar tristezas. Vaya cosa: hay dolores que alivian.

Así que estos catorce años sin ti han sido asimismo inolvidables. ¡Qué poder tienen algunas muertes! O, a lo mejor, el poder de la muerte esté más bien en la vida que la sigue teniendo muy en cuenta. No es un culto enfermizo sino todo lo contrario: una vital conciencia, un concluir que, después de todo, ese largo instante que es la vida puede resultar maravilloso. Y esto, por supuesto, hay que aprovecharlo al máximo.

No sé qué más decir. Alguien grita mi nombre. Mi turno de estar en escena patológica. Quisiera poder llorar de nuevo como antes. Quisiera. Pero no. No puedo. No me salen lágrimas. Me sales tú, madre, con más poder que nunca, dándome la eterna bendición que aún protege mis días. Y mis noches. Y mis miedos. Y mis luchas.

FBA

Comentarios