NOSTALGIA, EXILIO, AMISTAD, CANCIONES, FAMA, CODA SINDICAL, PREGUNTA INQUIETANTE…

La nostalgia es, sin duda, una grave enfermedad. He aprendido más o menos a evitarla, como cuando me privo, por ejemplo, de regresar a ciudades y sitios donde he vivido, y de reencontrarme, por consiguiente, con viejas y queridas amistades para no tener que despedirme otra vez de ellas. Una de las ciudades que más daño me hace es Cartagena; allá viví tres años, siempre que voy me tropiezo con lo extático pero todo se me termina revolviendo, el regreso a mi lugar de origen se me hace especialmente doloroso, la constatación del paso del tiempo y de sus pérdidas se dispara, duro varios días medio enfermo, por momentos postrado. Así que, evado al máximo cualquier emoción, feliz o no, que me la remueva. Hasta tal punto que opto por preferir la ausencia definitiva de un hermano a tener que vivir otra vez su feliz retorno y su triste partida. Ya acostumbrados, para qué lastimar viejos vacíos.

He aprendido asimismo a frenar la mente cuando se le da a esta por acordarse hasta de lo más mínimo y lejano. Esta nostalgia tiene también que ver con el tiempo transcurrido, y no siempre se siente nostalgia por lo bueno. A veces me hace sufrir rupturas que en su momento fueron afortunadas.

Una de sus trampas más eficaces es la depresión. He aprendido también a detectarla. Se anuncia a través de algunos vértigos, un revuelo angustiosamente físico, una claridad repentina y repleta de recuerdos. Entonces la escribo (como ahora) y se me va pasando, o me la llevo a trotar para que se canse, o la paseo por los lugares de siempre, intercalándolos, mientras me bebo un tinto y pienso que el final no está lejos, que debo ser capaz de vivir el día a día con plena conciencia y aprovecharlo al máximo. La idea de viajar, de salir del país ha vuelto a rondarme. Lo de Lima sigue vigente, aunque no he leído más a Julio Ramón.

Nostalgia, además, por el terruño. Como cuando muy joven me fui a estudiar y me pasé varios años en medio de una soledad y un silencio apabullantes. Cometí errores y pagué con creces sus consecuencias. De ahí provienen mis tics y mi constante nerviosismo. Un sacerdote me lo advirtió. No le hice caso. Estaba en mi naturaleza. Obstinación genética. Nada que todavía me curo.

Y cuando me creía a salvo, habiendo por fin vuelto, mientras derrochaba tragos y luchas llegó el exilio, forzoso y complejo, diez años tremendos en los que la ansiedad, sumándose a la nostalgia, me hizo trizas. Infló mis ojos y desajustó mi corazón. Un cambio de destino, gracias a una Acción de Tutela, me ayudó. Poco a poco me fui recuperando. Evidenciar, sin embargo, que del exilio nunca se sale, que empeora cuando hay regreso, pues nada está ya en su lugar, y toca enfrentarse a una ciudad distinta y hueca en la que nunca nos volvemos a encontrar.

En cuanto a la amistad, tengo una teoría bastante extraña acerca de ella. A los amigos los prefiero lejos con el fin de conservarlos. La mejor forma de querer a un amigo es no saturándolo de sentimientos empalagosos. Ellos tienden a creer lo contrario: que soy mal amigo porque no los llamo ni frecuento. No. Para nada. El objetivo es preservarlos de mí, pero, sobre todo, de ellos mismos, de las decepciones y peligros inherentes a la amistad. De esos animales siniestros que alguien (no recuerdo quién, Sartre tal vez), con toda razón, dijo que somos los humanos. Y así me he ido quedando, inevitablemente, solo. El aislamiento me seduce cada vez más. Quizá acabe como Julien Gracq (Louis Poirier), discreto, en un segundo plano, escondido y vigilando desde la terraza de su casa el paso de su río Loira. Yo, el curso del Sinú, este río de mi infancia, aún cercano, que conozco y no conozco.

Culminé anoche la lectura de El barrio, de Gonçalo M. Tavares. Sus páginas me llevaron a Andy Warhol y a Marin Sorescu. A Warhol, personaje polémico, se le atribuye aquello de: “en el futuro, todos serán famosos mundialmente por quince minutos”, o: “en el futuro todo el mundo será famoso durante quince minutos”. Sorescu llenaba estadios de fútbol con sus recitales y, en torno a su poesía, irónicamente afirmaba: “así como no puedo dejar de fumar porque no fumo, no puedo dejar de escribir porque no tengo talento”. Ambos murieron por problemas cardíacos (arritmia e infarto, respectivamente). Pienso en ellos, en sus vidas, las leo un poco, voy pensando en la mía, en mi absoluta inexistencia, en la innegable verdad de mis fracasos.

Una nueva canción me surgió el 8 de junio. Un porro con cierto o incierto sabor de cumbia. Le puse título: El porro viajero, y me dije: caramba, yo huyendo de los festivales y estos acechándome. Qué canción más festivalera esta sin habérmelo propuesto. Una perversa idea salió de mi cabeza: ponerla a concursar a nombre de un amigo, a ver si por fin me gano ese festival en el que he concursado cuatro veces, llegando tres veces a la final y dos veces al podio (dos veces segundo puesto). Ese sábado me cité por la noche en la BBC de la 41 con quien sería su testaferro. Le hablé de la canción, le expliqué algunos fragmentos de su letra, le revelé su origen e intención, se la canté en voz baja y a capela, le gustó, se mostró entusiasta. Esa misma noche le envié la letra por WhatsApp y quedamos en que el domingo o a más tardar el lunes le enviaría un audio de la melodía. Pero el lunes llegó, y, después de pensarlo y repensarlo mientras trotaba por la tarde junto al río, me arrepentí. Desistí de la idea. El propósito era revindicar más tarde mi autoría, era solo un préstamo, y esto pondría en calzas prietas al amigo. Peor si la canción lograba figurar. Además, nunca lo he hecho, nunca juego sucio en festivales. ¿Concursará? No creo. La grabaré y la publicaré en mis desoladas redes, le cambiaré el único verso que aludía al festival.

Más canciones: grabadas ya las voces de Tristezas e Yvonne; los arreglos de esta última son preciosos, una canción que embruja. Falta limpiar voces, nivelar volúmenes y afinar. Luego Juan Miguel Martínez le pondrá su sello instrumental y la magia que requiere la mezcla. Se fue el amor cambió de título. Se llama ahora Se fue tu amor. Entre un “el” y un “tu” hay notables y polvorosas diferencias.

La fama. Tiene mucha razón el escritor Naudín Gracián cuando se dice para sí mismo fuertes verdades aplicables a muchos. No es que se dé duro, es pragmático, nos aclara. Arremete entonces contra esos escritores que, con tufo romántico, se las dan de no valorados e incomprendidos y que renuncian, por tanto, a la fama confiando en una posteridad que sabrá reconocerlos, cuando la realidad les indica, con crudeza, que no lo son ahora ni lo serán nunca, y no pasarán en vida de autoeditarse raquíticamente (como diría el amigo Naudín), sin más alternativas. Confieso haber padecido un poco de semejante engreimiento, hasta que caí en la cuenta y me convencí de que no soy nada más que un escritor fracasista y escurridizo; continúo escribiendo solo para mí, por desahogo y autoayuda, y para un puñado de “seguidores” que, no me explico por qué, continúan siéndome fieles. Decidí no autopublicarme más, excepto, de pronto, en coedición (como Tiempos grises) o en modalidad electrónica (como varios libros que están en Amazon y otros, en verso o en prosa, que deberán llegar ahí, algunos tan extensos que se dificulta considerar que puedan ser publicados en físico, como el tríptico de Prosas para romper la felicidad y el Dietario del resto de una vida). Lo importante es intentar vivir una vida modesta y tranquila, acorde con el verdadero tamaño de nuestra pequeña realidad. Así de simple. Así de cruel. Y así de feliz. Con angustia incluida.

Coda sindical: cuatro meses de permiso sindical, negociando un pliego de solicitudes con el ente ministerial en el que en enero de 2024 cumpliré treinta años de servicio. Hace tres días se firmó el Acuerdo Colectivo en Bogotá con presencia de una ministra que nunca se dignó asistir. Acudió únicamente a posar y firmar. Para el aprovechamiento político. Y las mayorías sindicales se prestaron, lamentablemente, para ello. No asistí. No firmé. Mantuve una posición radical hasta lo último, intervine en momentos críticos cuando nadie más lo hacía, elevé el nivel discursivo y sostuve el temple que en determinados momentos se requirió. Al final, a la hora de la estocada, no hubo eco. Tocó cerrar. Comprobar que otros se llevan los méritos de los escasos logros, gente que ni siquiera hablaba o cuando lo hacía era para favorecer a la administración o argumentar de manera tibia, calculada y conveniente. Escasas fueron las excepciones. Ojalá prosperen. Muy mal anda el sindicalismo en esa entidad. Y comprobar, además, que el Gobierno del Cambio está lejos de serlo en verdad. Al menos en ese ministerio a cuyos negociadores me tocó enfrentar, cuál de todos más conservador, retrógrado, reaccionario y legalista. Qué lejos sigue estando la existencia de una auténtica negociación colectiva en el sector público en Colombia. Esto de batallar sindicalmente es otra de mis facetas. En noviembre de este año arribaré al derecho de pensión y pensaré si me quedo o no un tiempo más a ver si mejoran las condiciones laborales, si el trabajo digno y decente deja de ser carreta, si se cumplen acuerdos económicos incumplidos, si se acaba el culto a la tecnocracia y al formalismo, si vale la pena seguirle apostando a la utopía.

Lo inquietante. Una amiga de K le preguntó hace poco por qué yo, con la inteligencia y otras capacidades que tengo (palabras de ella), no aspiré nunca a cargos representativos y de poder que me hubieran otorgado mejores perspectivas económicas y algún reconocimiento público. Vaya pregunta. No me la había hecho. ¿Por qué no progresé? ¿Por qué me quedé estancado en un modesto cargo oficial de mediana remuneración? Mi respuesta: porque sí; porque, pese a las limitaciones funcionales, he podido cumplir una labor social interesante y útil que en ocasiones me ha dejado satisfecho; porque ante tanta desigualdad prefiero vivir como viven muchos en Colombia, honestamente, de su sueldo, pagando arriendo y alcanzado a fin de mes; porque me ha permitido seguir teniendo alma de trabajador y defender sus derechos; porque me mantiene activo sindicalmente, y, porque nada me repugna más que gobernar o dirigir. Eso de ser jefe o mandamás no va conmigo. K, mirándome con ojos risueños, me dijo: tienes razón, buena respuesta. Fue la que se me ocurrió darle en el momento. Lo seguiré pensando. Aún puedo ser alcalde de algún pueblito olvidado, a nombre del partido político del fracasismo.

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

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