TOP SECRET

Para cuando mis pasos volátiles dejen de mirar los cielos de este mundo, cabe desear que algún ser sensible y cuidadoso revise el disco duro del computador en el que reposa almacenada mi obra poética y literaria (en su mayoría inédita), casi todas las letras de mis canciones (las primeras no están digitadas y se encuentran, impresas, dentro de un maletín), sus audios (no de todas, pues buena parte continúa sin grabar), melodías de las que no cuentan con versiones de estudio (en la memoria del celular también tienen su carpeta, incluso de fragmentos para eventuales usos), otros ejercicios en prosa, lo divulgado en redes sociales y en blogs, mi participación en festivales, crónicas, polémicas y un largo etcétera de asuntos varios.

Pero en lo que más deberá tener especial cuidado ese espíritu amoroso es en una carpeta que aparece rotulada como: lo impublicable. En ella está un texto tal vez poético titulado “…” (lo suprimo para no dar pistas), que es como una radiografía bastante ácida y “franca” de un amigo. Se supondría que uno a sus amigos debería decirles de frente lo que piensa de ellos, al igual que ellos a nosotros, que para eso es precisamente la amistad. Pero no. Imposible. Más de una amistad se perdería. Esas apologías dulzonas que exageran los dones de la amistad poco en realidad saben de ella. Desconocen, por ejemplo, que uno de los más grandes y definitorios rasgos de la amistad es la hipocresía. Sin esta, hasta la amistad que se dice más fiel y verdadera se derrumbaría. A la hipocresía le debemos que las buenas amistades se conserven. Es una hipocresía digamos que atípica: no finge, simplemente calla, disimula. Ocultar es su mejor verbo. Aplausos para ella.

En esa carpeta de lo impublicable está, además, la letra de la que podría ser apreciada como la mejor de mis canciones. Su melodía (tremendamente triste) está guardada en el celular. No menciono su nombre para eludir indicios. Es de las canciones más putamente sinceras y personales que he hecho. He estado tentado muchas veces de grabarla e incluir su audio en la carpeta, pero me preocupa ocasionar un resentimiento adicional e innecesario. Fue mi respuesta a una agresión descomunal que me quebró el alma. Hoy, por fortuna, su contexto ha cambiado para bien. Tal vez ese era el propósito real de la canción: catarsis capaz de intervenir en el destino de amores que están por encima de razones terrenales ¿Para qué mostrarla si ya logró su cometido? Pensando en la posibilidad de hacerlo un día, he querido cambiar un poco su letra, matizarla, despersonalizarla, pero qué va, no es posible ni deseable, puesto que la canción perdería su más traumática belleza.

Así que, persona inquieta que husmearás en mis cosas más adelante, te prohíbo difundir lo impublicable. En el caso del amigo es probable que para entonces él haya muerto, y qué tal que me lo encuentre en algún bar bohemio de ultratumba. En el caso musical, la mejor forma de demostrarle a un ser querido la grandeza de un afecto es manteniéndolo a salvo del lado oscuro de ese afecto.

Aclaro que no soy amigo de moralinas, mas debo reconocer que me afecta un sentido del arte y de la ética bastante estricto. Como cuando considero que el talento no debe jamás prostituirse ni siquiera en situaciones de extrema necesidad, o censuro que el atributo de la creación se vista, quiérase o no, de patética jactancia, o me abalanzo contra el artista que juguetea menospreciando su poder. A veces cuestionamos a los demás sin caer en la cuenta de que somos propensos a peores expresiones del animal humano. Lo más decepcionante es comprobar que las redes sociales están repletas de áulicos a favor del fraude y la impostura, sin gota de conciencia y dignidad. Pero, sobre todo, me decepciona más comprobar que soy una partícula anacrónica que merece ser eliminada. A fin de cuentas, no deberían incendiarme actitudes como esas, cada uno es libre de hacer con su ingenio lo que le plazca. Debería más bien ser como muchos de mis prójimos, que están facultados para vivir en un mundo desprovisto de conceptos inamovibles, a la caza del elogio, del reconocimiento y del atajo, sin nociones de arte sagradas y desesperanzadoras, sin vértigos, sin ansiedades, sin fracasos.

Ah difícil y complejo que es esto de lidiar con el amor, la familia, la amistad y demás plagas sentimentales por el estilo. Hermanos que no se hablan, amores que no son tan confiables como creíamos, amigos que hacen y dicen unas cosas que mejor dicho, y yo que soy esclavo del arte de criticar debo hacer un esfuerzo sobrehumano para evitarme más problemas, rupturas y enemistades, retirándome de los espacios físicos y virtuales en los que se me pueda alborotar el habla y su jodedera, alejándome de todo cuanto me signifique zozobra y contratiempo. En tal caso, solo el aislamiento me podría garantizar algo de refugio, aunque sigan explotándose en él mis clásicas angustias. Finalmente, solo requiero del arte para medio salvarme de ellas, y me consuela no exponer a mis semejantes al violento vaivén de mis defectos neurológicos. Vaya contradicción la que me asiste: un asocial redomado dizque con redes sociales.

Un amigo poeta (poeta que se niega a sí mismo no por una visión romántico-trágica del arte sino por la comprensión y aceptación de sus hediondas limitaciones, sin pasar por alto que en la autocrítica más despiadada también suele camuflarse la autoestima), opta por no poetizar el río y el amor (poéticos per se, afirma), prefiere no ser poeta “y, en cambio, tener al verdadero río y al verdadero amor”. Como diría un amigo de gruesas lecturas, el amor es tan cursi que lo peor que se puede hacer con él es convertirlo en objetivo poemático, a no ser que la muerte y lo fatal se atraviesen en sus versos (añado yo, plagiando en parte a un poeta que ya se fue). Del río, no sé, no estoy seguro de que no se pueda poetizar o ser objeto de gran literatura. Poetas y escritores perseguidos por sus ríos han dado buena cuenta de lo bien que los conocen. Claro está que el río de este poeta amigo que dice no ser poeta tiene unas peculiaridades que dan a sus observaciones validez indiscutible. Bueno, ¿por qué traigo esto a colación? Ya sé; por lo de top secret, porque son temas espinosos sobre los que tampoco debería opinar o hacerlo, si acaso, con destino al subdirectorio no divulgable. A las amistades literarias igualmente se les aplica lo de guardar silencio. Este poeta que dice no ser poeta está destinado, muy a su pesar, a ser un poeta mayúsculo, más allá del verdadero río y del verdadero amor.

Somos normales, del montón (¡cómo no estar de acuerdo!), nos asegura un amigo escritor al demostrar, con datos históricos, un catálogo de características negativas que han sido las propias de la condición del verdadero artista; en efecto, la grandeza y la excepcionalidad tienen sus personajes engreídos, odiosos y problemáticos. Cerebros defectuosos o dañados, como los adjetiva el amigo. Leer biografías de grandes artistas lo confirma. Pienso en Mayakovski, Chet Baker, Poe, Melville. No todos, sin embargo, han sido así. A lo sumo, huraños. Han sido también vidas difíciles, tristes, distantes, apagadas. Pienso en Ribeyro, en Kafka, en Felisberto. Y sigo todavía pensando en la de Malcolm Lowry (por fin terminé de leer Bajo el volcán, una novela poética y simbólica sobre un gran amor fracasado) y ando recorriendo ya las páginas de Las ilusiones perdidas (otro libro inmenso sobre fracasados y para fracasados), de Balzac. Frente a estos gigantes, la montonera es un buen lugar donde vivir. A la postre, de gente anónima se nutre por igual, misteriosamente, el arte. ¿Cuántos hoy consagrados no fueron en vida, en su momento, ignorados o sepultados como del montón y cuántos de quienes, creyéndose superiores, así los trataron, fueron borrados por la historia? La vida de Schubert es significativa al respecto, no habiendo pasado, medianamente, de su Viena natal. Por supuesto, no es algo que opere de manera general. Los casos seguirán siendo muy excepcionales. Valdría considerar, además, que hay bastantes hijos de puta entre la pila de seres corrientes, y que, como están hoy las cosas con el predominio de la decadencia comercial sobre lo estético en ascenso cada vez más hacia lo efímero y desechable, ni siquiera los talentos singulares, psicópatas o no, tienen garantizada la gloria artística. Ni vivos ni muertos.

Un buen libro para ahondar en este caos: El peligro de estar cuerda, de Rosa Montero. Algo no funciona bien en el artista, un circuito averiado o cortocircuitos que no lo hacen apto para vivir en sociedad. Pero está asimismo el que goza de perfecta salud mental, se relaciona muy bien con su entorno y se sirve del arte sin la visión fatalista del romanticismo, o el malogrado que no llega a extremos perniciosos. Hay de todo en el arte. Las preguntas continuarán siendo válidas: ¿son excepcionales?, ¿están llamados a trascender?, ¿es arte lo que producen? Yo sí creo que se requiere de cierta anormalidad y hasta de cierta adversidad, si bien no indefectiblemente en perspectiva escandalosa y trágica. En la vida sencilla y ordinaria de todos los días la genialidad del arte puede apacentar también sus excepciones.

En todo caso, no hay que hacerse muchas ilusiones ni aspirar a aquello para lo cual no se poseen cualidades extraordinarias. Todo lo que no se calibra y sopesa se vuelve dolorosamente nugatorio, y es preferible asumirse normal, del común, a estrellarse después contra el espejo de la propia mediocridad. No hay nada más engañoso que los premios, al igual que esos éxitos que se cimentan en un orgullo desmedido. Para no hablar de la peor ilusión de todas: la de quienes se autoproclaman poetas. ¡Qué tema este! Otro más que no debería salir del archivo de los secretos.

Balzac, en su prefacio de la segunda parte de Las ilusiones perdidas, escrito en abril de 1839, expresa su temor de no lograr con esta obra “destruir las ilusiones de las gentes felices”, sabedor, como lo es, de que “la juventud tiene en su contra a la juventud”. Su predicción no podía sonar más alarmante: “… todos esos tipos quedarían agrandados por la grandeza de nuestro siglo, en el que el soberano está en todas partes menos sobre el trono, en el que cada cual trata en su propio nombre y pretende hacerse centro en un punto de la circunferencia o rey en un rincón oscuro”. Faltando solo dieciséis años para que este prefacio cumpla dos siglos de haberse escrito, su vigencia, en plena era virtual, es mucho más abrumadora.

¿Por qué me gustan tanto los libros que fertilizan el fracaso? Porque se me parecen más a la vida real (e ideal), y porque entre fracasados, como en el mar de Carlos Argentino y Osvaldo Farré, la vida es más sabrosa, más feliz.

Bien. Me esfumo. Perdóneme todo aquel que se sienta de algún modo aludido. No ha sido mi intención. En una segunda o tercera lectura se sentirá menos implicado, y al final podrá reírse conmigo de toda esta sarta de barbaridades que la desilusión me hace escribir.

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA) 

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