SERES QUE NUNCA SE VAN…

Publico hoy, en día domingo, por variar. Sobre este escrito, huelgan los comentarios. Decir únicamente que es la prosa No. 165 de la Parte II (escrita en 2016-2017) de mi libro aún inédito “Prosas para romper la felicidad (tríptico en yo menor)”. La foto lo cuenta igualmente todo. Y esto que escribí para él, para ese compañero entrañable e indeleble, no es otra cosa que mi modo de seguir queriéndolo entre las ruinas de aquello en lo que alguna vez creímos. Pero es, ante todo, un ejercicio literario (aclaro esto, por si las moscas). Por los tragos eternos en las nocturnidades donde nuestra utopía también anduvo correteando albas…

165

Querido Álvaro José: hoy encontré a tu hijo. Lo vi en una red social a través de un contacto en común, leí su comentario a uno de los estados del amigo informático y, dejándome llevar por el nombre y la intuición, arribé a su muro. Al igual que a ti, le interesan esos temas difíciles que segaron tu vida. Han pasado veinte años desde que, empezando enero, te sacaron de tu casa los dueños del espanto, te desaparecieron raudamente las bestias de lo infame. Te faltó poco para coronar el patio vecino, cuando te disponías a mover de nuevo tus alas para volar paredes. Dicen que te devolviste por pudor, al advertirte huyendo en calzoncillos. Dos horas después tu mujer tocó a mi puerta y su rostro aterrorizado no ha dejado nunca de trasmitir aquella noticia lamentable. Y a los pocos días me correspondió el turno de volar. Y milagrosamente lo logré, aunque desde entonces perviva entre altibajos. Pero hoy vi a tu hijo y de alguna manera un llanto de tranquilidad supo abarcarme. Te cuento: es maestro como tú, siguió tus pasos, tiene una novia encantadora, y es fácil imaginar que lo valora y cuida con esmero. Se detecta en las fotos que ella es consciente de lo que él ha sufrido (y sufre) por tu ausencia, desde aquella noche voraz en la que contigo desapareció también su infancia. Sonríen, se miman, sospecho que les va bien y son (hasta donde se puede) felices. ¿A dónde van los desaparecidos? se pregunta ahora tu hijo citando a Rubén, hablando contigo con la emoción apretando por dentro. Una imagen tuya acompaña la angustiosa pregunta: apareces en tu rol de profesor de primaria detrás de veintidós alumnos medio uniformados con lo que esté al alcance, y tú como el gran padre de toda esa pobreza esperanzada. ¿Qué se habrán hecho todos esos niños que recibieron tan honroso aprendizaje? ¿Qué habrá sido del monito que cruza los brazos sobre una camiseta raída que le acredita ser orgullosamente colombiano? ¿Qué estará mirando hoy el ojo extraviado de la segunda a tu izquierda? Y el menos uniformado de todos, el que sonríe con suéter de color azul petróleo, ¿seguirá siendo tan alegre y simpático como aparece en la fotografía? ¿Y la que sacó la cabeza para no quedarse por fuera? ¿Y la morenita que en el otro extremo bajó la suya para esconderse? ¿Y el que optó por posar mal encarado? ¿Y aquella que se ve detrás, a medias, como espiando? ¿Y la escuela? ¿Qué será de esa escuela y del aula que simboliza el imperdonable abandono del Estado? Pero tu hijo se pregunta por otros desaparecidos y se rebela exigiendo tu presencia, prometiendo buscarte hasta la muerte y más allá. Y te asegura: no vas a desaparecer, pues quiere verte, no volverte a perder… Y yo, mi valiente y leal amigo, le tengo mi respuesta: no hay que buscarlos en el agua ni en matorrales, los desaparecidos… nunca se van. O si no, ¿por qué sigo escuchándote defenderme con absolutas claridad y contundencia en aquella encerrona estudiantil orquestada por supuestos amigos cuyas mediocridades y traiciones no tardarían en cristalizarse al servicio de nuestro más fétido oponente? Jamás entendieron la magnitud intelectual de la verdadera lucha, nunca estuvieron del lado de las causas puras, ni siquiera por haber vivido más cerca del corazón de la carencia. ¿Qué quieres que le diga a tu hijo en caso de tropezarnos? Me gustaría mejor ilustrarlo sobre los muchos guaros ideológicos; acerca de la mutua admiración y la amistad imperecedera; hablarle de aquella vez que nos salvamos de un conductor enloquecido que, ignorando el stop, golpeó con su carro la llanta delantera de la moto en la que nos movilizábamos hacia alguna reunión de futuros camaradas, contarle que gracias a tu contrapeso de robusto parrillero pudimos resistir el choque y continuar la ruta serpenteando, y que, más tarde, repensando con serio humor el hecho, le atribuimos el episodio a un posible atentado fraguado por los entreguistas de la época; precisarle tu sonrisa perenne y sus días infantiles cuando tú y yo departíamos en aquella terraza triste que lo vio jugar. ¿O prefieres que le hable de otras cosas?: de tragos amargos, guerras perdidas, exilios indecibles, borrosas militancias… Ay, amigo mío, te confieso que no sé si quiera encontrarme físicamente con tu hijo, no sé si pueda resistir la emoción de poder abrazarlo en tu lugar, y mucho menos si podría volver a vivir otra partida, este huir sin huir de quien escribe, del que aún porta la llama del vencido y, que al igual que el desaparecido, tampoco se va, tampoco se va…

Postdata (días después): ayer fue tu sepelio, la persistencia de tu hijo por encontrarte alcanzó su objetivo, le entregaron tus despojos en un hotel del centro de la ciudad (extraídos de una fosa común ubicada meses atrás en zona rural bastante previsible), durante acto privado según leí en la prensa. De aquel entierro oprobioso a este adiós inconmensurable. Del lleno de la incertidumbre al vacío de lo vilmente cierto. No supe de tu entierro, pero prometo visitarte pronto, llevarte flores, no sé, leerte esta carta o dejártela guindando, a tu alcance, del árbol de almendro más cercano. Y prometo seguir cargando tu desaparición eterna, no conformarme nunca con los restos de la infamia.

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

 

Comentarios