PODER, EMBRUJO Y ESCRITURA

No hay nada que me fastidie más que tener que usar el poder de la escritura para cuestiones ajenas al oficio literario, como cuando me toca, por ejemplo, proferir un acto administrativo, una larga resolución para decidir algún asunto de trabajo que me compete. Esto me resulta altamente desgastante, hasta que, superada la mecánica de los antecedentes, se me empiezan a ocurrir argumentos que pertenecen más al campo literario que al jurídico, y es entonces cuando el fastidio se ve asaltado por ramalazos imaginativos que sobrepasan el compromiso funcional. Empiezo escribiendo sin saber exactamente adónde me dirijo ni qué decisión en concreto habré de tomar, y es curioso cómo ese cúmulo de elaboraciones sutiles se va entretejiendo para despejar palmo a palmo el panorama. Como si en lugar de estar produciendo un texto del servicio público estuviera escribiendo el capítulo crucial de alguna delirante novela. Atribuyo esto al poder embrujador de la escritura, que, escriba lo que escriba, tiene su particular atractivo. Cuando coge vuelo, no hay cómo detenerla, así se trate de un tema tan aburrido como el de hilvanar preceptos jurídicos.

Durante el trajín laboral toca pausar lecturas para estudiar expedientes, consultar normas y jurisprudencias, relacionar doctrinas y dejarse absorber por la terminología propia del aplastante mundo del Derecho. Culminada la tarea, debo esperar unos días para desintoxicarme del argot jurídico y volver a los brazos de la flamígera palabra literaria. Terminé, pues, ese trabajo dispendioso y fue cuando pensando en mi publicación anterior sobre la encrucijada electoral que se aveciname sobrevino, como tema subsiguiente y cercano, el del poder, que, como el de la escritura, tiene también su encantamiento brujeril. El poder del poder asume la política como empresa o negocio familiar, eso está claro, y es tan bueno y lucrativo que no importan los riesgos, los costos, el deterioro de la imagen, las denuncias en contra, los líos, las intrigas. Nada de escatimar recursos, ninguna inversión es suficiente a la hora de seguir succionando la teta del Estado. No hay en esto ninguna desinteresada vocación de servir, se persigue el poder porque tiene sus jugosas frutas, porque se obtienen de él múltiples provechos.

¿Sacrificar vida, familia y tranquilidad por fines altruistas? ¿Habrá políticos así? Tal vez se trate de algunos predestinados que fulguran como gloriosos salvadores de la patria desde ideologías extremas y contrapuestas. El poder del poder tiene en ellos sus máximos exponentes. Insisten tanto en alcanzarlo o mantenerlo en medio de la más implacable adversidad incluso que no queda otra que pensar que el poder les atrae de manera enfermiza. Persiguen el poder, independiente de que sus metas sean nobles o innobles, porque por encima de ellas está el culto a la personalidad, poder y ego conviven en estos especímenes de modo irremediable. Está bien jodida una patria cuya terrible situación fuerzas diametralmente contrarias se proponen al mismo tiempo cambiarla. Todos, a la postre, quieren el cambio, un cambio que finalmente no cambie nada, excepto los peculios o la prosopopeya de sus afortunados. El discurso del cambio solo se lo creen quienes aspiran a que dicho cambio los beneficie en uno u otro sentido. No hay nada más corroído, inicuo y anodino que proponer un cambio y creerse vanidosamente su portador. Cuando un político habla de cambio hay que estar mosca.

Tema trillado, sin duda. Un tópico del afamado Boom literario latinoamericano tuvo que ver con las novelas sobre dictadores. Nuestro escritor insigne, idolatrado por los bacanes del Caribe orgulloso y excluyente, tuvo igualmente la suya, en la que otoñales hipérboles y experimentalismos sofocantes mostraron todo su esplendor. Valorada por su genialidad musical y poética, pero ah difícil que es sobrevivir como lector a su primer bloque narrativo. Son bastante conocidas las apreciaciones del Nobel de Aracataca acerca de la soledad del poder y la soledad del escritor derivada de la incomunicación que trae la fama. En El olor de la guayaba, con su amigo Plinio, sentó cátedra al respecto.

Y en esas andaba yo, divagando alrededor de ese apetito desaforado por el poder, cuando retomé lecturas pendientes que había suspendido para explayarme en el compromiso del Derecho. Acostumbro a leer varios libros a la vez, alternándolos según las circunstancias, no me jacto de ello, simplemente es mi indisciplinada realidad, necesaria, además, ante tanto por leer, y del lugar donde los apilo agarré uno al azar, y vaya coincidencia, aterrizo en el capítulo quinto de La loca de la casa, de Rosa Montero, en el que, al inicio, de su segundo párrafo, me encuentro con lo siguiente: “Todos los humanos nos pasamos la vida buscando nuestro particular punto de equilibrio con el poder. No queremos ser esclavos y en general tampoco queremos ser tiranos. Además, el poder no es un individuo, no es una institución, no es una estructura firme y única, sino más bien una tela de araña pegajosa y confusa que ensucia todos los campos de nuestra existencia”.

Tratándose de escritores, dice Rosa Montero que el conflicto con el poder es más notorio, hasta tal punto que buena parte de ellos termina acomodándose o vendiéndose a él sin resquemor alguno. Nombres y ejemplos como los de Zola, Henry James, García Márquez (¡sí!, el GABO que tanto embrutece a algunos y que no es tan intocable como ellos creen) y Goethe desfilan en la agudeza de sus páginas. Y si el poder corrompe fácilmente a los escritores, el fracaso y el éxito también los contamina. Más nombres pone Montero a desfilar cuando aborda las consecuencias negativas del fracaso: Herman Melville y Robert Walser. Que el fracaso enferme y mate no es algo con lo que podamos estar plenamente de acuerdo, sobre todo si una de sus fuentes es el Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas, o si observamos que en las páginas de Montero nos encontramos varias veces con el nombre de Julio Ramón Ribeyro, el gran escritor del fracaso. El fracaso del que hablamos los partidarios del fracaso no es el fracaso pernicioso contra el que nos previene Montero. Hay muchas formas de fracasar. Unas más exitosas que otras (espero que noten aquí el emoticono). Como prueba de los efectos lesivos del éxito en los escritores, le dedica Rosa Montero varias páginas a Truman Capote, tempranamente bendecido por el éxito literario.

Lo cierto es que el amancebamiento entre gestores culturales y poderes oficiales (municipales, departamentales o nacionales) es indiscutible. La única manera de figurar es confabulándose con los poderes culturales. Voces independientes, rebeldes, críticas y distantes sellan con su actitud el rechazo o la indiferencia de las élites que viven del erario cultural. Y uno acaba entendiendo cómo es que funciona todo este fértil entramado. Quédate por fuera y estarás muerto, no le rindas pleitesía a nadie y estarás frito, nadie te tendrá en cuenta, ni siquiera tus encopetados y poderosos amigos. De ahí que los escritores terminen siendo más intelectuales y políticos que escritores. Posicionarse como sea, tener siempre muchas ubres a su disposición. Y a repetirse, evento tras evento. Y a presentar proyectos, de cuanta bazofia se atraviese, que plata anaranjada es lo que hay. Venderse al poder es algo de lo que pocos escapan, pues sí que son bien pocos los que están dispuestos a quedarse por fuera del reparto, comprendiendo, además, que son más bien muchos los que necesitan de tales menesteres para solventar sustentos. Quedarse por fuera tiene su saludable contrapartida. Gloria, éxito, fama… Todo eso al final se revuelve en un etéreo caldo de mediocridad y olvido. Los escritores a los que les gusta el poder como tema y como modus vivendi saben bien que las relaciones lo son todo. Estar inmerso en los círculos del poder tiene sus ventajas. Y sentirse poderosos eleva su autoestima, adoran embelesados aquello que significa mando, influencias y celebridad.

¿Casualidades? Todo en la vida se encuentra encadenado, y no estoy hablando de un destino ya trazado e inevitable, sino de cosas que se nos ocurren o nos pasan, y con respecto a las cuales somos nosotros mismos tal vez los responsables, los causantes de determinadas asociaciones o los actores de increíbles giros. Cada uno tiene su pequeño poder a su servicio, y yo tengo obviamente el mío, el menos obvio de los poderes, el más útil e inservible de todos: el de esta pluma libertaria que escribe y publica cada ocho días su ardor en el vacío.

Haber sobrevivido recientemente al contagio de la pandemia ha sido una buena noticia, que K y mi hermano Bernardo lo hayan también logrado me trajo felicidad en medio de una gran angustia. En esos días me agobió mucho la idea de la muerte, no podía quitarme de la cabeza el hecho de que no hacemos más que aplazarla estultamente. Hasta que por fin decidí revivir y colocarme la vieja coraza que se me ha ido quebrando con los años. Todavía no logro el rendimiento deportivo que traía antes de que el virus se metiera en mi cuerpo, pero ahí vamos, supongo que esto de la resistencia física empieza a depender también de la edad y toca irse esforzando menos, aceptar limitaciones, no hacerse muchas esperanzas. Quizá deba más bien hoy, en sábado de siempre, irme de farra con Martín a reconquistar nuestro submundo.

Se acerca el lanzamiento de “Borracho”, una especie de blues ranchero de mi cosecha, ya en proceso de mezcla definitiva. Espero poder darlo a conocer en la próxima entrada de este blog. Un puente para volver a la música y a la poesía.

Así que el poder atrae y fascina, la escritura igual, pero… ¿por qué mezclarlos? Sería mucho mejor dejar que la palabra escrita se reviente sola contra la verdad del tiempo.

Brujesca vida cotidiana repleta de anónimos placeres.

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA) 

 

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