¿GIROS INEXPLICABLES?

Cómo cambia la vida de un momento a otro. El 31 de diciembre de 2021 me encontraba con buen ánimo, extrañamente optimista y celebrando algunos hechos positivos ocurridos durante el año que concluía, y el 2 de enero de 2022 una nueva y repentina crisis de un viejo mal se apoderó de mi entusiasmo.

Una primera semana de enero pasada por dificultades y con los exámenes finales de la maestría en literatura encima (14, 15 y 16 de enero), sin poder continuar con su estudio iniciado en diciembre, lo cual acrecentaba los malestares y las preocupaciones de la crisis. Tocó retomar la medicación de septiembre de 2020 y en esas todavía ando, pensando en miles de cosas acerca de la delgada línea que separa lo patológico de lo no patológico. Lo cierto es que me venía dando uno que otro aviso vertiginoso desde hacía dos o tres meses, lo que en su momento atribuí al enorme esfuerzo para avanzar en el trabajo de grado (de fin de máster). Exceso de lecturas y de computador. Con los vértigos convivo desde hace mucho tiempo y sé más o menos cómo torearlos. Y con los nervios, ni que decir tiene…

Debe ser la edad, pensé después entre afirmativo y resignado. Pero qué va, al rato caí en la cuenta de que la edad no da para tanto, de que la angustia existencial ante el paso implacable del tiempo (con sus irreversibles secuelas y sus paulatinas pérdidas) me viene golpeando desde aquellos días no tan felices de la infancia, y, mal que bien, he aprendido a sobrevivir a ella. Depresivo nunca he sido, nervioso y ansioso sí, uf, más de lo que quisiera, lidio con tics desde hace más de cuarenta años y conozco la causa que los originó. Lo peor es que, pese a ser así, me meto en unos líos tremendos, me subo a tarimas a concursar en festivales, se me da por estudiar de nuevo, lidero causas sindicales y laborales, en fin, hago un montón de cosas que están contraindicadas y prohibidas en relación con la ansiedad. Tal vez porque a veces pienso que es peor evadir sus embates. Durante un tiempo largo opté por un aislamiento radical, y desde entonces mi estrategia de subsistencia tiene que ver también con desaparecerme del mapa de vez en cuando.

¿Será entonces algo genético y no hay nada que se pueda hacer, desde la voluntad y la autoterapia, para combatirlo, ni siquiera llevando una vida sana, saludable, disciplinada y deportiva como la que vengo haciendo desde noviembre o diciembre de 2020, habiendo recuperado incluso el peso ideal acorde con la estatura? Será que esta verraca enfermedad que me fue diagnosticada a principios del nuevo milenio como “trastorno de ansiedad crónica generalizada” tarde o temprano siempre reaparecerá… En resumidas cuentas, toca seguir conviviendo con ella, hacerla más bien amiga y aplicarle la literaria concentración de esa zona mental o espiritual del milagro de la que hablaba Julio Ramón Ribeyro, que le permitió a este vivir dos décadas más después de su primer cáncer, cuando le anunciaron que le quedaban, a lo sumo, seis meses de vida. Por mi cabeza ha pasado también la idea de que quizá deba volver a mis andadas, a ciertos vicios y pecados celestiales, no a lo que están pensando (bareta y afines), sino a las calles, a las tiendas, a las cervezas, a desordenarme un poco los fines de semana, a ponerme a hablar de nuevo paja y eme con algunos amigos que son más locos y desaforados que yo.

Lo cierto es que los psiquiatras sí que están más orates que uno (que nosotros). Para ellos, como que el mal es incurable, está en la sangre o tatuado y ya imborrable en nuestra mente y lo único que se puede hacer es controlarlo a fuerza de medicación. Uno de estos profesionales es bien curioso: intelectual, amigo, cuando voy a su consulta me saluda tildándome afectuosamente de poeta, hablamos de todo un poco, de literatura, por supuesto, la última vez él estaba fascinado leyendo por fin el Ulises de Joyce y yo, casualmente, acababa de salir del Dublinesca de Vila-Matas, pero cuando mi mujer lo ha llamado (preocupada y sin yo saberlo) a su celular para consultarle, en un par de crisis, algo urgente, la trata mal y con displicencia. ¿Bipolar? Bueno, lo perdono, pues sé que es de los míos (o yo de los de él) y que, al igual que yo, debe atravesar en ocasiones por senderos renegridos y borrascosos.

Como pude, me enfrenté a los exámenes finales de la maestría (aún no salen las notas; después les cuento cómo me fue). Entre tanto, en plena crisis me leí La conjura de los vicios, un ingenioso, divertido pero muy triste libro que había comprado en diciembre, del paisa David Betancourt, adquirido a ciegas o porque supuse (y no me equivoqué) que algo tenía que ver con el Ignatius Reilly de La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Para quienes hemos vivido en Medellín y algo conocemos del parlache, es toda una fiesta volver a caminar con sus personajes por sitios inolvidables, así muchos de esos recuerdos no me resulten en realidad tan gratos. En diciembre, ese mismo día, compré también La loca de la casa, de Rosa Montero, y días después un admirado sobrino me regaló El milagro Spinoza, de Lenoir.

El de la escritora y periodista madrileña lo empecé a leer hace poco y sus dos primeros capítulos me han sorprendido, y, a propósito de Baruch Spinoza, le he estado dando vueltas en estos días a la idea de Dios. Una psiquiatra, en consulta reciente (segunda cita con ella en el transcurso de un año), volvió a preguntarme si creía en Dios. Le contesté que sí, sin darle ninguna explicación sobre el Dios en el que creo. Hay amigos que me señalan de ser ateo o agnóstico, pero la verdad está bastante lejos de transitar por ahí, aunque se me dificulte relacionarme con la divinidad como lo hacen muchos creyentes (aún más si son de aquellos que rezan y pecan a la vez), lo que adjudico a una inclinación racional, lógica y hasta medio positivista que me llevó a creer políticamente en la modernidad de los grandes discursos paradigmáticos del cambio social. Pero como, finalmente, estoy hecho más de emoción que de razón, y mis embadurnadas en el terreno del arte sí que lo comprueban, tengo varias historias espirituales que me llevan poderosamente la contraria.

Como la de la Virgen que desata los nudos, la Virgen Desatanudos que me regaló mi madre meses antes de morir. En esos días nos movilizábamos K y yo en moto tomando los viernes la ruta Sahagún-Montería y los lunes a la inversa. Uno de aquellos lunes se fue la Virgen Desatanudos con nosotros bien resguardada en la mochila y al sacarla nos percatamos de que las manos de yeso de la Virgen se habían estropeado durante el viaje. Recuerdo haber pensado con algo de preocupación en que con las manos así destruidas difícilmente podría ayudarnos a resolver conflictos y contrariedades, desatando milagrosamente sus nudos. Así que el fin de semana siguiente regresamos con ella a Montería y se la llevamos a un especialista en restauración de imágenes religiosas. Mi madre lo supo y cuando la tuvimos de nuevo con nosotros, cuidadosamente arreglada, se la mostramos para que posara otra vez, sobre las manos de la Virgen, el poder amoroso de las suyas. Cualquier día, de nuevo en Sahagún, se me dio por moverla de sitio y ponerla sobre el escritorio, a un costado de la pantalla del computador. Cuando terminé de escribir y apagué el equipo sucedió lo extraño: la imagen de la Virgen Desatanudos estaba como fondo de pantalla en el monitor y ahí seguía, no la había visto estando este encendido, ni modo de pensar que se trataba de un reflejo o efecto especular, pues la Virgen estaba en la misma línea del monitor y, además, de frente. Incrédulo, la observé desde diversos ángulos para descartar espejismos, alucinaciones, delirios o campos visuales ilusorios, y ahí seguía la imagen despejando con su magnificencia cualquier duda. Con un resquicio de desconfianza prendí el computador, esperé un rato y lo volví a apagar a ver si ocurría lo mismo, pero la Virgen ya no estaba. Sugestión o no, son cosas que de veras ocurren… Como la anciana vendedora de lotería que se me apareció en un pequeño y abarrotado centro comercial de la ciudad a los pocos días de haber muerto mi madre, su mano tocó mi espalda y al voltearme una calma intempestiva me ofreció un billete y se esfumó en el acto. Decidí seguir creyendo que era mi madre, y ello me inspiró a escribir el relato Brisas del más allá.

He intentado conversar con la psiquiatra, pero su discurso no pasa de lo superficial de su profesión y se diluye siempre en fácil recomendación religiosa, y al ver ella sobre su escritorio un libro que me acompañaba me dijo a modo casi de advertencia: ¡ahí está el mal!, sin leer siquiera su título ni interesarse en saber de qué trataba. De haberlo leído, se hubiera quedado perpleja: Una vida absolutamente maravillosa, los ensayos selectos de Enrique Vila-Matas. Cuando le conté de mis rutinas deportivas, reaccionó igual, viendo también en la actividad física una obsesión sucedánea de la ansiedad.

Ay, por Dios, qué no hiciera conmigo esta loca ansiedad si yo no me defendiera de sus cuerdos desastres a punta igualmente de leer y de escribir. La lectura ha contribuido a sacarme de las crisis, así el calibre de ciertos temas (que son, para colmo de males, los que más me gustan) no sea el más apropiado en momentos de tanta debilidad existencial. La terquedad es otro de mis grandes defectos, y a la terquedad le debo el levantarme en medio de la adversidad, el persistir en la lectura, el volver a teclear irrealidades, el salir a caminar o a trotar contra vértigo y disnea. Es la misma terquedad que no dejó de leer ningún día, prácticamente con un solo ojo, cuando un desprendimiento hemorrágico del humor vítreo de su ojo derecho la dejó menoscabada visualmente durante meses. No niego que lo del ejercicio pueda, en exceso, llegar a volverse (paradójicamente) enfermizo, pero de ahí a satanizar sus obvias ventajas hay un largo trecho.

Con los psicólogos la cosa tampoco es que haya funcionado mucho. Sin duda, me es difícil hablar de ciertas vainas sin que se me quiebre la voz y sin derramar una que otra lagrimita que, por instinto de conservación, se me secan, por fortuna, de inmediato. Pero uno quisiera poder encontrarse contertulios de la mente y del sistema nervioso capaces de sumergirse en los recovecos más profundos y oscuros del dolor humano, una especie de psicoanalista colosalmente dotado de ciencia, de filosofía, de arte, de pasión, de humildad y hasta de cielo e infierno poéticos, alguien que respete y comprenda que esto del vivir no es tan bello y feliz como todos quisiéramos, y que en todo recetario debe haber al menos una mínima dosis de cerveza. Algo así como un dios verdadero y prudente, recursivo y solidario. Sospecho que lo mío es más de psicología que de psiquiatría, si bien de la última psicóloga que tuve terminé siendo yo su psicólogo y ella mi paciente, como a la larga debería ser la relación terapéutica, de mutua y eficaz ayuda.

Todavía me acuerdo de otra K cercana a mis afectos, amiga incondicional a la que ponía a llorar con mis trasnochadas historias pasadas por alcohol. Y al día siguiente, su tocaya me contaba las barbaridades que yo le había dicho y nos reíamos a rabiar de nuestra dulce amiga.

Queda así explicado mi silencio de los dos sábados anteriores. Como bien lo manifestó en un comentario a mi publicación del 24 de diciembre de 2021 el doctor Ángel Massiris Cabeza, esto es algo así como el libro de mi vida, el que estoy escribiendo con ustedes y para ustedes sábado tras sábado, cuyo fin espero se encuentre todavía lejano.

La literatura está hecha de frases, en principio, aterradoras, que luego, con otro lente, pueden resultar siendo incluso prodigiosas. Como las de las tres páginas finales de Abaddón el exterminador (Ernesto Sábato), o estas de Rosa Montero en su mezcla de novela, ensayo y autobiografía: “Uno escribe siempre contra la muerte. De hecho, me parece que los narradores somos personas más obsesionadas por la muerte que la mayoría; creo que percibimos el paso del tiempo con especial sensibilidad o virulencia (…) el tiempo es un dragón de piel impenetrable que todo lo devora. Nadie se acordará de la mayoría de nosotros dentro de un par de siglos: a todos los efectos será como si no hubiéramos existido. El absoluto olvido de quienes nos precedieron es un pesado manto, es la derrota con la que nacemos y hacia la que nos dirigimos”.

Duro leer esto, ¿o no? Pero en el envés de su verdad terrible, si lo pensamos mejor, late una verdad gloriosa asimismo de a puño: en lugar de abandonarnos en la desesperanza, habría que aprovechar la vida al máximo de sus misterios infinitos, exprimir sus placeres y bondades, y, sobre todo, buscar en la nada la fuerza de ese Dios que se muestra excepcional y envidiablemente presente en algunos corazones.

Así que, amigo lector, si llegaste hasta aquí te agradezco desde la plenitud del alma tu resistente lectura.

¡Qué raro!, no hablé esta vez de la música, esa otra gran compañera de mis tiempos grises.

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

 

Comentarios

  1. Anoche mismo me devoré la última página que has agregado al libro de tu vida, y como en todas las anteriores, me sentí transportado en un viaje por tu interioridad, en el que vas mostrando diversos micromundos del pensamiento y de la vida social, familiar y espiritual que constituyen tu existencia. Hacen parte de estos micromundos elementos físicos, sicológicos y sociales de cuya interacción resultan distintos estados de ánimo y de salud, los cuales transmites de tal manera que produces una conexión empática con lectores que como yo somos sensibles frente a las vivencias y emociones de nuestros congéneres. Se trata de un contacto vivencial, sinérgico, profundamente humano con tus lectores, a manera de catarsis o desahogo para depurar las energías que mueven tu espíritu y elevar tu resiliencia física y emocional frente a los embates de la vida, en los que confluyen, por un lado, elementos debilitantes: miedos, incertidumbres, soledades e imaginarios y por otro elementos edificantes: música, literatura, cerveza, K, amigos... Mucha suerte en tus estudios de maestría y en el restablecimiento pronto de tu salud y que la literatura, la música, la cerveza, K y tus amigos sigan presentes en tu vida. Un abrazo.

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