HABÍA UNA VEZ UN POETA DIZQUE TOTAL QUE CAMINABA UNAS CALLES…

Hoy no pensaba escribir ni publicar nada. Más bien ni siquiera lo pensaba, pues ando en una carrera contra el tiempo a ver si logro tener listo el trabajo de grado de la maestría en literatura el próximo 16 de diciembre. Me faltan dos capítulos para concluirlo y sigo en eso, sumergido en los fracasos y en el espíritu del dolor de Julio Ramón Ribeyro. Ayer, para poder terminar el segundo capítulo necesitaba precisar la faceta humorística del escritor peruano, y vi entonces el video en el que el Instituto Cervantes le hace un homenaje el 5 de noviembre de 2019 en Madrid. Estaban Luis García Montero, Renato Cisneros y Sara Mesa (la prologuista de la edición conmemorativa de “La palabra del mudo” de Seix Barral) conversando sobre su obra, pero antes había pasado Alida la viuda matrimonial y literaria de Ribeyro por el escenario, leyendo, profundamente conmovida, una carta de su hijo Julito con destino al acto. Veinticinco años después… Lloré con ella, porque este trabajo de investigación que he estado haciendo sobre Ribeyro está lejos de ser para mí un compromiso curricular. Saliéndome un poco de la rúbrica exigida o manteniéndome algo equilibrado en sus límites, el largo oficio poético y literario ha ido dejando huella en algunos de sus párrafos. Quizá más adelante se convierta en otro de mis libros inéditos. Creo que valdría la pena, pues se deja leer más allá de la frialdad, la distancia, las estrecheces y los acartonamientos académicos.

Y por la noche, aún con la emoción de haber visto a Alida Cordero casi llorar, tantos años después, por su grandioso muerto, tremenda sorpresa... Otro flaco. Otro escritor. Y grande. Y alto. Y bebedor, como lo era Julio Ramón. Entré a Facebook por averiguar qué era de la vida del Martín informático y me encontré con esto de Jorge Berdugo Hernández que por poco me mata de susto. Ya lo había leído cuando me envió el enlace por WhatsApp sin saber yo todavía cómo reaccionar ante semejante miedo. Dos o tres horas después le respondí por esa misma aplicación con el mensaje que va publicado aquí, enseguida de su escrito (lo dejo como se fue, con uno o dos “esto” de más). Sí, porque el turno hoy en este blog, por primera vez, no es para mí (al menos, no del todo), sino para alguien que conocí en las calles monterianas, que después he ido leyendo cada vez con más picardía, complicidad y satisfacción, y de quien estoy convencido es uno de los grandes escritores que este Sinú tiene para mostrarle al mundo, aun contra su voluntad, y hasta poeta (qué peligro, pobrecito, nada podrá hacer contra eso), con perdón del mismo Jorge, que si me manda a la mierda o al carajo por esta tajante e infame afirmación me lo tendré más que merecido.

Hace unos días escribí para el libro “Versos lesos e ilesos” un texto-poema en el que converso con una de mis pocas fotos de la infancia. Verme hoy retratado por el lápiz brutal de Jorge me ha significado experimentar una reacción parecida. No deja de mortificarme un poco aquel muchacho oscuro y cabizbajo de la foto, como tampoco este loco viejo que camina suelto, en la prosa de Jorge, por las calles de Montería o de Córdoba creyéndose poeta, aunque odie serlo, si es que en verdad lo es. Pero bueno, lo suscribe Jorge, independiente de versos buenos y malos, y yo le creo (lo de total, no sé, a lo sumo un peatón, como Sabines, o menos que eso, lo que, paradójicamente, tal vez me acerque más al poeta que sí me gustaría ser y del que Jorge habla: el transgresor; el de cotidianas, totales y anónimas rebeldías). A propósito, Jorge se llama uno de los personajes de varios de mis cuentos y de un proyecto de novela desde mucho antes de conocer a Jorge. Ahora me he preguntado si, como me pasó con K (que llegó a mi vida primero en la ficción y meses después se hizo real), no será el Jorge de esta historia otro invento mío que se hizo bellamente realidad.

Gloria, mi hermana mayor, me escribe esta mañana para contarme una anécdota que la une con la madre y el padrastro de Jorge. Dice haberlo visto crecer, al igual que a su hermana, y expresa hacia todos ellos una admiración, un sentir y un agradecimiento que me conmueven. ¿Por qué será la vida tan infinitamente buena y alegre, a pesar de tantas maldades y tristezas? Algo muy extraño pasa de verdad en la vida de seres raros o atípicos como Jorge y yo que, coincidentes o no en tiempo y espacio, provenientes o no del mismo mundo, acabamos siendo como tejidos por alguien muy poderoso (sabrá el diablo quién sea) que se encarga de cruzar nuestros caminos. Y cruzar viene de cruz. Y cruz tiene que ver con dolor. Y dolor con Ribeyro. Y Ribeyro con una amistad más allá de la amistad. Ribeyro es mi hermano. Y Jorge también.

Ni una sola palabra más. Lean a Jorge (no solo este texto; búsquenlo, es absolutamente necesario para constatar que la puta y gran literatura sigue viva, muy viva). Ahí les va:

El único poeta total que camina mis calles.

Yo era poeta. Como lo era, en aquel entonces, Jason, René, Ricardo. Conocí a otros atropellados por la poesía, pero no eran poetas. Es el caso de Alonso, que para mí nunca ha sido un poeta, sino un profeta. Una profesión más desdeñada que la otra. Es ilusoria, romántica, la idea de que un poeta no deja de serlo; que por su cabeza corren las imágenes y por su sangre la pasión en todo momento del día. No. Los poetas se secan, se disecan y hasta se evaporan. Conozco varios como yo que podríamos ser, casi literalmente, la sociedad de los poetas muertos, como la película del difunto Robin.

Ustedes no lo saben, no lo sabían, pero yo fui poeta. Mi tristeza, mi ira y mi soledad eran ocasión para los versos. Algo me ha quedado de esas épocas o algo ha despertado por la necedad de las nuevas lecturas. Creo poder reconocer a los poetas. Voy distraído por las calles entre los transeúntes y un rostro me perturba. Me detengo, lo analizo y le digo: oye tú, tú eres un poeta. Y créanme, nunca fallo. Sé reconocer los poetas a la distancia. Y no solo eso, puedo reconocer a los que podrían ser poetas y, con mayor facilidad (por la abundancia de estos tipos), a los que creen serlo.

Hay grandes poetas que nadie podría negar. Aquellos cuya magnificencia está por encima de los tiempos. Casos aparte. Yo quiero hablar de estos poetas cercanos que caminan mis calles. De los que se visten de poetas cuando les entra en gana y de los que lo son a todo momento. No sabe nada de esto quien cree que la poesía es de anaqueles gigantes y reconocimientos. Yo conozco a Ela, por ejemplo, una mujer que varias veces vi pasar por mi barrio o me la encontraba fortuitamente en el transporte. Siempre nos saludábamos fríamente, o sencillamente no lo hacíamos. De mi parte había una razón: siempre me parecía profundamente solitaria pero a gusto con ello. Yo nunca quería molestarla. Pensaba, puede ser una poeta, y no me equivoqué. Más allá de los versos que la respaldan, Ela no es una poeta permanente. Según lo veo, el árbol de la poesía no le crece por la boca como a Raúl (afortunadamente), sino que se sabe arrimar al árbol y recibir su sombra. La imagino poeta en su habitación, la veía poeta mirando por la ventana del bus, la sabía poeta con su mirada tímida por las calles del barrio (los verdaderos poetas lo son antes de agarrar el lápiz). Sin embargo, sospecho que a veces se levanta siendo solo Ela.

Con ella me sucedió que sus libros me confirmaron lo que intuía. Con Francisco, en cambio, me pasó al revés, bastó con tratarlo un día para reconocer que era un poeta. Francisco o Martín (ya ni él sabe cómo se llama) es un poeta permanentemente. Coincidimos de golpe en un concierto en Montería. Francisco o Martín, sabrá el diablo, es un señor de mochila terciada, viste con camisas blancas y su cabello largo tiene un tinte como de ceniza clara. Lo recuerdo mirando el piano como quien lee un verso. Disfrutaba genuinamente y, después de algún sorbo de su cerveza, lo escuché hacer apuntes de la presentación propios de alguien de gran sensibilidad. Lo supe: este tipo es un poeta.

Coincidí con él, después, algunas dos veces más. Encuentros realmente fortuitos, no creo que sea su amigo o algo parecido, a pesar de las buenas frías que compartimos. Nunca lo había leído, pero tenía la certeza de que era un poeta total. Es en vida un poeta hombre, de carne y versos; y es, en sus libros, todos los poetas: adopta, a veces, un tono reflexivo como Watanabe, algo filosófico como Juarroz o Pessoa, de voz al viento como Whitman, misterioso como Borges, romántico como Gustavo Gutiérrez, metapoético como Nicanor. Debe ser por eso que no sabe ni cómo se llama. Francisco o Martín no es, a pesar de estas comparaciones, un poeta excepcional en todo momento. Sus versos fallan y aciertan, pero un poeta no deja de ser poeta por un mal verso, como nadie se vuelve poeta por un buen verso. El poeta es un ser y para ser poeta, ya lo he dicho, no hace falta el lápiz porque allá se llegará por destino. Hace falta la voluntad de lidiar con una sensibilidad especial, una fuerza muy individual que después, en las palabras, se vuelve un compromiso colectivo.

Dejemos el tono académico. Francisco o como se llame, es prolífico como pocos poetas que transitan mis calles. Cuando no está escribiendo poesía, está escribiendo sobre poesía; y cuando no está escribiendo está, me lo imagino, hablando con alguien sobre este poeta o aquel poema. Semanalmente publica algo en su blog y después sigue en su perfil bajo. En Córdoba, porque no sé exactamente dónde vive, anda un poeta. Se mueve en silencio y en las sombras, pero no es poca cosa precisamente porque los poetas totales son gente de otros siglos. Quién mierda decide ser un poeta en este tiempo, a quién mierda le importan los poetas. La poesía es el género más desdeñado de la literatura y por eso me atrevo a referirme a Martín o como se llame, al que sé que no le gustan las venias ni las menciones especiales, como poeta. Esto no es para nada una venia. ¡Quién mierda se enaltece de que lo llamen, hoy por hoy, poeta!

Yo fui un poeta de a ratos, como les decía. Mis versos, que algún día verán la luz, los conocen un par de amores y algunos amigos. Y termino hablando de mí porque ayer, mientras escribía unos versos, no me sentí poeta. Entonces pensé en Francisco o en Martín, pensé en la valentía tan bárbara que hay que tener para andar de poeta en el tiempo de las conferencias virtuales. Y yo, que siempre he concebido la vida con rebeldía, pensé que ser un poeta total hoy sería el acto más transgresor que alguien puede hacer; y más en una tierra que no es de poetas, o de grandes poetas. Mientras pensaba en Francisco o en Martín me dije, este no es mi amigo, es mi hermanazo, porque los poetas son de todos, como los dioses. Dejé mis versos que no querían fluir y pensé: voy a ser un poeta de mierda.

JORGE BERDUGO HERNÁNDEZ


Nojoda, hermanazo, quedé como los mudos de mi admirado Ribeyro, a la espera de que alguien me diera voz y dijera algo por mí, alguna mínima cosa sobre esta medio incómoda mezcla de ego, descontrol y sentimiento. Y me acordé de Martín. Y este de Francisco. Y ninguno de estos dos hideputas fue capaz de salir a dar la cara. Me dejaron solo, pensando, a la deriva, en qué lío me habrá metido Jorge. Vi tu publicación y empecé a leerla sospechando que esa vaina tenía que ver conmigo, y qué susto tan bárbaro cuando vi al Francisco y al Martín dándose pantalla en tu escrito. ¡Mierda!, en qué terminará esto, pero seguí leyendo, me armé de ese valor callejero que se me ha perdido un poco, y al final una malnacida lagrimita por poco me destroza. ¿Qué habré hecho para merecerme esto? ¡Ya sé! Las calles, los barrios, las tiendas, las frías, los amigos… Me inventé una ciudad para caminarla y bebérmela solo y en silencio, creyendo que nadie me vería, y escribí versos entre malos y buenos (¡cuánta razón tienes en esto!) en la alta noche, sin saber que podía haber poetas sagaces por ahí, con visión nocturna, mente excepcional, pluma de embrujo y corazón de siglos. Tienes mucha razón hermano mío: hay conexiones intemporales que están por encima de la amistad. Ribeyro las llamaba “familia espiritual”, refiriéndose a Kafka y a Svevo como miembros de la suya. Kafka es mi hermano, eso decía. Ahora más que nunca debo volver a las calles, aunque con más precaución, dios nos libre a todos (a ti y a mí) de esa mirada interestelar o volcánica de los poetas. No faltarán quienes te pregunten: ¿Dónde está ese único poeta total que camina tus calles? ¿Dónde lo podemos ver? Me pondré de acuerdo con Martín y Francisco para despistarlos.

Posdata: un abrazo, qué mierda tan bien escrita, salud por eso (ojalá mañana, en noche sabatina)

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

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