DICIEMBRE 24. UNA SENSACIÓN EXTRAÑA.

Hoy tenía para ustedes (mis pocos, pero fieles y queridos lectores) una de las piezas literarias que conforman mi libro (en reconstrucción) Santo remedio. “Amarga Navidad” es su título; fechada en Montería el 8 de noviembre de 2020, se trata de una historia en la que recuerdo cómo era esta fecha cuando vivían mis padres y nuestra casa se llenaba de luz, de vida, de alegría; fiesta de Navidad que convocaba a familiares, amigos y vecinos, y que duraba toda una larga noche que incluía la gran cena, música, versos, y, por supuesto, tragos. Nada queda ya de aquellos años, excepto esto que escribí para medio exorcizar su ausencia y otro texto-poema (“Antes la Navidad era una fiesta”) que circula (circular es un decir) en mi poemario Sobre mojado.

Pero no quise entristecerme ni entristecerlos, si bien no es que sea en verdad un relato triste, sino más bien un hecho atípicamente sufrido, narrado por la soledad de lo que queda cuando la fiesta apaga sus cohetes. “Esa tristeza que sentimos al final de las mejores fiestas de nuestra vida”, como diría Vila-Matas, aunque, en mi caso, jamás fue una de las mejores, pero sí la más grande. Lo dejo en reserva para el libro, cuando este concluya y quede listo para ser publicado o desconocido (como tantos otros de los que ya me he ido desprendiendo). Para entonces podré otra vez decir: ¡un libro más, un peso menos! Versos lesos e ilesos pasó de cien páginas el sábado anterior y parece estar más cerca de su fin...

Una sensación extraña tengo desde ayer, luego de asistir a la última clase virtual de la maestría en literatura impartida por un profesor extraordinario. Nunca había visto a alguien que amara tanto la poesía y la literatura. Se le notaba en su voz y en sus ojos, en su risa infantil, y en esa manera más poética que didáctica de asumir el proceso de enseñanza-aprendizaje. Se despidió de nosotros, sus estudiantes (de los pocos que resistimos durante meses asistiendo en directo a casi todas las jornadas académicas), como cuentan que se despidió Goethe del mundo: “Más luz, más luz”. Una sensación extraña se llama un libro de Orhan Pamuk que leí en 2015 o 2016, en el que la pregunta por el lugar, el ser, el anhelo y el destino está hondamente presente en un vendedor callejero de boza en Estambul, deambulando y pensando siempre alrededor de ella.

De dicha sensación pasé a la memoria de un viejo texto de mi cosecha publicado en Cantando a Destiempo en junio de 2010, titulado “Justo y necesario”, en el que creo reflejar bien este conturbado sentimiento. Cuántos mundos, cuántas personas a las que vemos o nos aproximamos solo una o muy pocas veces en la vida y de ahí en adelante nos marchamos, nos perdemos, morimos recíprocamente, cada uno con su poder de olvidar al otro y de seguir viviendo sin él como si nada, y si después, mucho más adelante, se produce algún (¿circunstancial?) reencuentro, este no hace más que restregarnos lo injustos que somos al ver en el otro el deterioro implacable del paso del tiempo, culpa también, seguramente, de nuestro perverso olvido. Pero el otro, con su propio derecho a ser malvado, ve también el nuestro, y es cuando llega, sanadoramente, el consuelo mutuo. ¡Sí!, todos a la postre hemos vivido, cada uno en lo suyo, con su gente, con sus calmas y afanes, con sus alegrías y tristezas, con sus vivos y muertos, en su geográfico encierro, envejeciendo en su pequeña vida. Esta sensación siempre me ha agobiado y he intentado varias veces dilucidarla en distintos textos, en unos con más acierto que en otros.

Saber que hasta ayer llegó este nuevo periplo académico mío gravitando entre profesores y estudiantes, me hizo pensar en algo sobre lo cual no recuerdo haber escrito mucho: capto hoy, con mejor claridad, que todo lo que he estudiado curricularmente por notas y logros ha estado marcado por el compromiso, la obligación, intereses de otras índoles, pero nunca por el placer, el amor, la fantasía, hasta ahora, que, por primera vez y a destiempo como siempre, se me dio por estudiar lo que debí haber estudiado hace cuarenta años en claustros  presenciales, así este gusto actual me haya implicado obviamente un enorme sacrificio del cual todavía no salgo, pues me faltan tres exámenes finales y la defensa del trabajo de grado para arribar a la exitosa meta (no solo de fracasos vive este hombre). Por cierto, mi trabajo de fin de máster (“Julio Ramón Ribeyro: el espíritu del dolor”) ya fue autorizado por su directora para ser depositado en febrero de 2022, sin reparo alguno y con comentarios elogiosos. Como ven, no siempre me va tan mal en lo que me propongo. Excúsenme este aire risueño de “buena” vanidad, más parecida a una noctívaga y lunática satisfacción o complacencia.

La verdad es que me atreví a escribirlo pensando más en un texto literario que en un texto de investigación académico-científica, con miras a ser eventualmente publicado. Tantas lecturas y varios meses de escritura creo que valieron la pena. Los interesados en este escritor peruano podrán encontrar ahí no solo información valiosa, sino también un análisis creo que serio, riguroso y un tanto original en torno a los objetivos trazados, al igual que el aporte (derivado supongo de lo que llaman estilo) que acostumbro a dejar por donde paso. Esto último me parece que es lo que le da al trabajo un plus, un toque de interés, pues no es un texto frío ni distante. Finalmente, lo que hay en él es asimismo literatura, podríamos estar leyendo por momentos una de esas historias que se cuentan desde géneros literarios narrativos en lugar de un discurso académico ceñido por férreas normas metodológicas y estructurales. Gracias a su directora, que me permitió moverme en ese peligroso límite.

Imposible no pensar retomando mi relación con la literatura en que quizá haya sido mejor así. Haber transitado por sus conucos durante cuatro o más décadas sin estudiarla de manera formal, siguiendo su rastro por cuenta propia, es lo que me ha permitido seguir queriéndola y aferrarme a ella para contrarrestar vacíos o medio calmar angustias y ansiedades. No quisiera imaginarme qué hubiera sido de mi amor bello y fatal por la literatura metido de lleno en el encopetado y competitivo fragor de la academia, o lidiando cada día con su intrincado léxico en vez de intentar desentrañarlo en la voz de la calle. Hoy la odiara sin remedio, como la odio a ratos cuando descubro en ella peores condenas y torturas. Y en medio de todo, con o sin academia, una constatación monumental: el conocimiento es infinito, infranqueable, inabarcable. Y de ese mismo tamaño es el pavor de todo lo que ignoramos. La única posibilidad de sobrevivir a este maremágnum de información es dedicándose específicamente a una de sus minúsculas parcelas.

La sensación extraña no puede ser más contrastante: por primera vez siento nostalgia al irme de las aulas. De todas quise huir, que acabaran pronto, y si en algún momento deseé no irme nunca de una de las universidades por las que pasé, fue más por ideales políticos que por razones académicas o afectivas. Pero en esta oportunidad, quisiera permanecer, seguir estudiando, y hasta extraño ya a algunos profesores y a varios condiscípulos dispersos en distintos países con los cuales no fui más allá de una asistencia, un debate o un saludo. Una nostalgia bastante extraña si tenemos en cuenta, además, que en la educación virtual no se da ese contacto físico dentro y en especial fuera de salones que es lo que muchos terminan añorando. Siempre lo he dicho: yo soy un tipo raro, me ocurren las cosas al revés, reacciono de manera desigual, y de ahí que en este momento la convivencia virtual me resulte más digna de ser querida y recordada, lo cual (debo aclararlo) no significa que en la lucha contra la deshumanización causada por el desarrollo tecnológico y la enajenación informática no siga estando yo del lado del hombre y su futuro en este planeta gris (dizque azul) llamado Tierra. Seguiré creyendo en el hombre así prefiera, por otras razones, alejarme de algunos o muchos de sus ruidos.

Debe haber una razón para las predilecciones que expreso y creo saber cuál es: en el fondo, es la soledad que se alimenta también de soledades, son esos motivos de los que he hablado antes para continuar en la brega, y me digo, sin ningún fingimiento, que nunca dejaremos de ser la volátil sombra que somos, que eso que en los otros nos duele no es más que nuestro propio dolor ante la vida, el tiempo, la muerte y el olvido.

O será acaso la vejez, esa flor seductora que he empezado a ver merodeando por aquí y que me sonríe desde el patio cuando vuelvo en las tardes de trotar. Sea lo que fuere, también es cierto que uno no se amarra tampoco a sus recuerdos, tarde o temprano nos salva el desapego, gratos o ingratos, amados u odiados, su destino es desaparecer de nuestras vidas para poder seguir edificando otros que, en su momento, tendremos igualmente que dejar. ¿Hasta cuándo? Ni idea, pero me late que hay en este hacer y deshacer una especie de complot individual o solitario que es el que nos permite, de algún modo increíble, subsistir.

Otra explicación podría estar en esta secuencia de conceptos: virtualidad, aislamiento, desdoblamiento, confusión. La presencia de la virtualidad es diferente, no tiene el peso social y psicológico de lo directamente humano, y es por lo que esta experiencia pudo haberme resultado grata y memorable. ¿Por qué mostrarse entonces si se trata de apartarse, de no dejarse ver, de evitarse el sinsabor de lo cercano? Esta pregunta nos conduce al desdoblamiento. Se muestra el escritor o el artista, no el hombre, aunque a veces es al contrario e incluso tanto el hombre como el escritor o el artista tienen a su vez idéntico proceso de desdoblamiento y, quiéranlo o no, hay una parte suya que se resiste a borrarse del todo, aunque el aislamiento patalee. Y, por último, la confusión, que es la que termina aclarando todo el lío. O sea, dándonos para nunca más volver la gran patada.

Y al final, ¡la luz!, ¡la luz!: la idea de una canción que me llegó desde un sueño hace tres noches, con frases dictadas y casi que con melodía completa. En ella ando, en este día de Navidad al que la pandemia le exterminó lo poco que le quedaba de regocijo familiar, aunque la casa paterna y su jardín, gracias a un hermano sensible, hayan regresado un poco en estas fechas a sus mejores días de luz y de gloriosa dicha.

Pero bueno, esto es la vida, es lo que tenemos, y yo quiero terminar esta reflexión decembrina afianzándome en el texto-poema al que aludí arriba, en el que lo que quise decir fue lo que tal vez no quedó tan explícitamente dicho: por más que deje de verlos, sigo pensando en esos seres con los que me tropiezo por ahí, a lo sumo una o dos veces en la vida, aunque con algunos dure más tiempo (como con mis compañeros de la maestría) hasta que, indefectiblemente, todo acaba y comprendo o intuyo que nunca más sabré de ellos ni viceversa. Unos a otros se condenan, sin escozor alguno, a la muerte anticipada. Y, sin embargo, nada detiene la voz de mi recuerdo, continúo pendiente y deseándoles un buen puerto a todos en su igual de maravillosa, pequeña y anónima existencia. Yo no olvido, y este es, sin duda, uno de mis más grandes y deliciosos problemas en el que la imaginación pone igualmente su sello. ¿Cómo así?, ¿no dizque uno tampoco se amarra a sus recuerdos? Pues no y sí, tengo derecho a contradecirme o a enredarme, ¿qué tal que no?

Ay, nostalgia. Ay, dolor. Ay, alegría de vivir que nunca me abandonas… ¡Sí!, créanlo, de vivir. Como no va a ser así si en diciembre de 2019 estaba enfermo, preocupado y con pocas esperanzas; si en diciembre de 2020 seguía incapacitado y convaleciente luego de una delicada cirugía, y en diciembre de 2021 ando recuperado y aún con muchas ganas de beberme el mundo. VIVIR, así se llamará la canción soñada. Vivir porque hemos sobrevivido durante dos años a un potente y polifacético virus, porque hay que llorar un poco por los que no lo consiguieron, y porque hay que ayudar con lo que podamos a tanta gente jodida y sin hogar, sin techo, sin futuro, masacrada por el desempleo, la pobreza, el hambre, el infortunio…

Feliz cerveza o vino o güisqui o ron o guaro o café o leche o pan o agua o lo que toque, y feliz Navidad para quienes creen en este histórico nacimiento que ojalá signifique algún día bienestar e igualdad de oportunidades para todos.

Me espera esta noche Martín en algún lugar de nuestro nostálgico Destiempo.


FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

 

Comentarios

  1. Cada una de tus publicaciones me remite a ese escritor majestuoso, crítico y revolucionario en sus ideas: Jesús María Vargas Vila quien con su pluma y su prosa lírica nos sumergía en batallas y arengaba nuestro espíritu.
    Eres un escritor excepcional, es tu propia vida, tu visión del mundo y tus vivencias la fuente de inspiración de tus escritos que denotan un solipsismo que con tu talento conviertes en fuente creativa, inagotable, para describir líricamente las emociones que te producen los hechos de la vida. Tus libros y canciones son emociones, son vida, convertidas en prosa y poemas, mediante las cuales estás escribiendo el Gran libro de tu vida que siempre leo con atención y emoción. Mucha suerte en el trabajo de grado.

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  2. Mil gracias, apreciado Maestro; tenerlo como lector asiduo de este blog me motiva a persistir en él. Qué bueno eso del gran libro de la vida... sí, sin duda, me pasa lo de Julio Ramón Ribeyro, literatura y vida están fuertemente conectados, el ejercicio literario termina siendo en gran medida un ejercicio autobiográfico, válvula de escape, además. Le deseo una noche de Año Nuevo pródiga en placeres y muchos más éxitos bibliográficos en 2022. Fuerte abrazo.

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