UN MOTIVO PARA VIVIR

Ramiro es un buen amigo mío de las tiendas monterianas. Ayer, por la tarde, me reencontré con él de manera casual en una de ellas (veinte meses recíprocamente desconectados; los mismos de la pandemia) y después de conversar sobre diversos temas, entre los que no podía faltar el de la política electoral que se avecina, me preguntó por el poema de Martín que publiqué en este blog el sábado anterior. Es el único de los que ahí menciono que ha reaccionado hasta ahora. Le intrigaba lo de Martín pero también su inclusión en el texto. Hice entonces algo que no se debe hacer: explicar (intentarlo al menos) eso que se esconde en una sarta o seguidilla de presuntos versos.

Le dije que se trata de un texto o poema inacabado y que seguramente no contará jamás con versión última, a no ser que esta se consolide con mi fumigación definitiva del planeta, cuando yo mismo alcance a incorporar mis iniciales antes de que me despachen o alguien lo haga después a modo de llanto póstumo. ¡Y me temo que ni así!, pues autorizo desde ya que se pueda seguir actualizando in sécula por sus potenciales o eventuales herederos, o por la llorosa maldad que se haya dado a la tarea de escribir mi nombre en él, o por Martín, que se cree inmortal y al fin y al cabo es su poema. Así como tengo una canción mimética, que cambia el comienzo de su letra dependiendo de la hora en que se interprete, aspiro a que este embeleco de Martín no tenga fin.

En principio sería, pues, impublicable, aunque podría llegar a tener varias o muchas versiones y todas ellas ser publicadas en distintos medios y tiempos. De hecho, su primera versión (la sabatina del 30 de octubre) fue modificada momentos después debido a algunos nombres que olvidé al escribirlo y que bien tendrían que haber quedado en uno u otro de los tres grupos de amistades que lo conforman. Sí, porque aparte del tema alter ego, otredad, alteridad, heterónimos o como se le quiera llamar a esa joda de desdoblarnos o multiplicarnos en pírricos seres, es también un poema sobre la amistad. Julio Ramón Ribeyro —en una de las escasas entrevistas que concedió, poco antes de que la dama de la guadaña se lo fumara—, enfrentado a la pregunta de cuál era su verdadero rostro respondió: “en realidad uno contiene muchas personalidades, es un error pensar que una persona es de una sola manera”. Cada uno de esos yos (agregaba Ribeyro) se muestra diferente dependiendo del contacto o de la relación que se tenga con algunas personas. Así que yo creo que dentro de estas variadas personalidades están igualmente, querámoslo o no, esos amigos que vamos sumando y restando a lo largo y ancho de nuestra vida. Somos un poco como cada uno de esos amigos entrañables o detestables (unos demasiado lejos, otros demasiado cerca) con los cuales nos tocó afrontar el sociológico hecho de vivir y compartir en el mismo tan bello y enmerdado mundo.

Les hablo brevemente de los tres grupos a los que me refiero: siguiendo el orden del poema figuran primero los aún presentes y relativamente cercanos; en el segundo grupo están los fallecidos, y al final esos que alguna vez estuvieron cerca y que, pese al distanciamiento y a su condición de pasado, siguen rondando de vez en cuando por ahí (o por aquí, a un ladito de mi desagradecido corazón).

Además de los olvidos que añadí (en el grupo de los muertos me faltaban dos), tuve que reubicar a algunos en su justo lugar: uno del primer grupo saltó al tercero, por ejemplo. Ojalá que en el segundo no haya que relacionar más nombres por ahora. O mejor: nunca. Una aclaración: hay nombres que son plurales, cobijan a varias personas con sus letras. En la segunda o tercera versión que lleva el poema aparecieron los amigos virtuales, esos que persisten sin estrecharse la mano y que se podrían denominar ahora amigos en época de pandemia (o sea, apartados por conveniencia mutua).

Se me ocurre que se podría presentar el caso de más amigos que deban emigrar del primero al tercer grupo o viceversa, según sea el comportamiento que vayan asumiendo. A los del segundo grupo la única forma de moverlos sería que se despertaran un día de estos. Otro aspecto podría ser el de eliminar a los que hagan méritos para salir del todo y no pertenecer a ningún grupo (incluye muertos, puesto que hay finados que también se portan mal y tarde o temprano la embarran o nos enteramos de algo turbio de ellos que no sabíamos). A otros les preguntaré dónde preferirían ser colocados, si entre los difuntos o entre los vivos, y si optan por esto último habrá que saber asimismo qué tiempo verbal adjudicarles: presente, pasado o pretérito pluscuamperfecto. A propósito de esto, sería bueno crear un cuarto grupo para eventuales amigos del futuro y en disposición de abrirse a los ignotos amigos del más allá.

En síntesis, un texto-poema móvil e infinito en el que no pueden faltar tampoco los amigos enfermos: de uno muy querido supe ayer —antes de encontrarme con Ramiro— que, luego de pasar por la virulenta 19, le quedaron secuelas en forma de enfermedades de las que antes no sufría y que lo tienen hoy obligado a un cambio de vida radical. Adiós cervezas, trasnochos, compinches, trastadas amorosas y demás felicidades por el estilo. Otros no han podido superar la depresión que les dejó la peste.

Hago mutis sobre otras facetas del poema para no menoscabarlo por completo.

Pero bueno, hoy quería hablar sobre otras cosas, sobre esas pequeñas y al parecer insignificantes motivaciones para vivir o continuar viviendo que a veces se parecen bastante a los momentos de felicidad o dicha. Pienso en un tinto mientras leo un buen libro en alguna cafetería de la ciudad, en mis trotadas crepusculares (en las que obviamente con más razón me desdoblo y de diez kilómetros yo corro seis y los cuatro restantes los remata el otro), en cotidianeidades donde no caben más que las dos o tres vidas que perciben con amor mis pasos. Pienso en este instante de escribir en el que pienso que todos los días hay que despertarse y levantarse inquiriéndose por ese motivo del que se requiere para mantener encendido el motor de la existencia. Pienso en que a la verraca mente hay que frenarla y enseñarle a sacudirse la basura. Pienso en que ese motivo crucial, vital, diario y mundano no debe parecerse para nada a la autoayuda. Y pienso en frases de libros de dos escritores que aprecio, en las que la pregunta por ese triste y alegre motivo está latente. Cito algunas:

“Es cierto que todo es terrible y que la muerte ronda nuestra casa, pero también es verdad que existe la posibilidad de encontrar en ciertas insignificancias una gran dicha”; “… todo en el fondo es extraordinario, como lo es el mismo hecho de que estemos vivos”; “… Quizás deberíamos soltar una gran carcajada al ver que estamos vivos” (Enrique Vila-Matas).

“Empezaba a sentir la nostalgia de la sangre y de la suciedad, porque es la única forma en que podemos sentir la vida. ¿Y qué puede reemplazar a la vida, aun con su pena y su finitud?” (Ernesto Sabato).

A haberme encontrado ayer con mi amigo Ramiro, a habernos bebido entre los dos solamente tres cervezas de a litro cada una, a haber vuelto a charlar sobre la amarga suerte de esos otros amigos nuestros que son los perros callejeros, como el querido Django, que aún ladra en unas cuantas páginas de mis “Prosas para romper la felicidad”, le debo esto que se convirtió en el motivo que hoy me ocuparía. A pocos días de subir de piso y de entrar, por consiguiente, a zona de declive, la nostalgia es inevitable. “El pensamiento de un hombre es ante todo su nostalgia” —dice Carlos Catania citando a Camus en sus conversaciones con Sabato—, y yo pienso, por último, en ese texto de mi poemario “Cantando a Destiempo”, titulado JUSTO Y NECESARIO, en el que afirmé prácticamente lo mismo de Vila-Matas y Ernesto, y entonces vuelvo a escuchar sus voces y la mía y me digo, gracias, Ramiro, ayer entendí otra vez que para vivir hay que llenarse de pequeñas causas, y que la nostalgia tiene más de futuro que de pasado, así a veces (o casi siempre) solo pueda prodigarme y prodigarle al cielo las claridades de mi optimismo oscuro.

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

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