ODA AL FRACASO

El éxito del fracaso consiste en atenuar la fe del optimismo. No se fracasa en realidad, puesto que la vida es, en sí misma, un frenético fracaso. La fama logra colmarla de cierta satisfacción que termina volviéndose cruel e indeseable. No hay triunfo que dure demasiado, pues rápidamente decrece su alegría.

Frases casi que soñadas con las que me despierto hoy confirmando una vez más mi suma de reveses y mi tendencia brutal al pesimismo. Lo curioso es que ser consciente de ello es lo que me permite continuar delirando en el fragor del arte sin importar el destino que este me tenga reservado.

Pero está también esa otra verdad de pequeñas victorias innegables, como cuando, al final de la tarde, consigo un buen resultado en la jornada trotadora de hoy y, empapado en sudor, regreso a casa, donde el agua que bebo para reponerme (a falta de una Samuel Adams de barril de las que toma Haruki) parece estar dotada de una salvación indestructible.

Gotas de felicidad jamás me faltan. Ir a una librería, por ejemplo, a ver qué de nuevo hay en el mercado editorial o si por fin encuentro el par de libros agotados que llevo siglos buscando, aunque termine comprando uno o dos que quizá empiece a leer un día de estos.

O qué tal la felicidad de estas horas mientras espero los cuatro libros de Ribeyro que vienen viajando desde el Perú para posarse encima de mi escritorio. El primer contacto, piel con piel, será maravilloso.

Podría hacer mucho más por mí si lo quisiera y si no fuera porque creo firmemente que cualquier reconocimiento es secundario. No debe convertirse uno en publicista de sí mismo. “Construye un nombre como sea, que lo demás viene por añadidura”. Ese parece ser el lema de estos tiempos posmodernos tan dependientes de la frivolidad de un like. No lo obedezco. Soy incapaz de promover el mío. Procuro esconderlo detrás de tres letras iniciales (sospecho que pronto las cambiaré por las finales para ocultarme mucho más) o lo cubro con la oscuridad de un viejo seudónimo literario.

Y está asimismo el goce de una felicidad liviana cuando llega la noche y con K salimos en la nave a dar la misma vuelta por las calles de siempre. O el de hace tan solo dos días al tropezarme circunstancialmente en un centro comercial con el hermano de un viejo amigo, preguntarle por él y de inmediato, después de como veinticinco años de no vernos y de veinte o más de haber hablado por última vez, tener la voz del amigo saliendo por el celular de su hermano, con la misma picardía de sus mejores tiempos. Recuerdo que trabajábamos ambos en tierra antioqueña, él en Cáceres y yo en Rionegro, él como docente y yo en lo mismo que todavía me tiene en vilo y atrapado. Nos habían unido años atrás la universidad pública, el desempleo, el movimiento estudiantil, la política, el guaro y la utopía. Escribíamos poemas ebrios, él empezaba, yo seguía, o al revés. Supe que estaba en Cáceres, en un colegio público, y un día lo llamé desde el teléfono fijo de la oficina. Después de actualizarnos un rato, le pregunté: ¿Sabes desde dónde te llamo? Desde La Modelo, me respondió. Bueno, el exilio es como una cárcel, pero con menos gente.

En fin, unos amigos se van y otros regresan. Reencuentro pendiente con este que reapareció hace dos días, que aseguraba tener un pie en el sol para poder viajar por todo el planeta, y que un viernes, saliendo de la universidad, mientras se escuchaba al fondo el típico sonido de otro festival de cerveza en la cancha de fútbol, luego de un prolongado silencio sentenció: “Malditos, para bailar sí, pero para cambiar el mundo no”. Lo de viajar era cierto. Una noche estuve con él en París y esa misma noche vimos el amanecer en Manhattan. Gracias al nocherniego sol.

“Fatalidad de dicha” que a todos nos concierne, según pudo constatarlo el joven Rimbaud durante su visionaria temporada en el infierno. Como la que me tranquiliza un poco al percatarme de que la púrpura que contribuí a esparcir prefiere correr en mundos prácticos y reales, y no en el abstracto, sombrío y fugitivo donde la mía se mueve, se encierra, se deshace. Debo, no obstante, estar atento a ciertos brotes o tintes de crisis existencial que empiezan a manifestarse en mis ya crecidos retoños y que se parecen bastante a la fertilidad de los míos. Espero que la genética no los atormente demasiado. Uno es culpable desde que nace, de la culpa de nuestros padres nos nutrimos a través del cordón, entonces nos cortan ese vínculo, el daño ya está hecho y lo comprobaremos más tarde cuando se nos dé también por enorgullecernos de la propia facultad reproductora. Dicen que los Burgos portamos una ansiedad crónica, profunda y milenaria. Me siento, por tanto, culpable, aunque ¿qué culpa no sucumbe ante la belleza incontrolable de la vida?

Pero esta oda era para el fracaso y no para la felicidad... ¿Qué tiene que ver entonces esta con aquel? Nada más y nada menos que es en el fracaso y no en la plenitud de los acostumbrados a cantar victoria donde la fragmentaria ventura se solaza. Sonará absurdo, pero la felicidad es la recompensa del fracaso, los fracasados no tienen nada más que perder, de ahí que puedan regocijarse con las modestas delicias rutinarias. Los exitosos, en cambio, son propensos a entristecerse cuando el éxtasis amaina, el suicidio los acecha como a fácil presa, necesitan del aplauso para sentirse vivos. Después del éxito el declive, después del fracaso los ascensos: esas pequeñas felicidades de la vida corriente. Ningún fracasado se hunde más allá del hundimiento, y si lo hace es porque su fracaso era defectuoso o estaba trastornado aún por la volatilidad de la esperanza.

Antes de pandemia, la caminata sabatina con remate en tienda cervecera o a veces en “Mario Salsa” (a propósito, alguien sabe dónde suena ahora o qué se hizo) era otra de mis grandes aventuras en el anonimato. De “Los Mirlos del Sinú” no queda pluma alguna, ni modo de convocarlos a una última bebetina musical. Hoy, mis sábados sinuanos los empiezo y los termino en casa, dejándome embrujar a medianoche por la trompeta de Chet Baker y la voz de Ella Jane Fitzgerald mientras escribo dos o tres textos más para un nuevo libro de poemas destinado a estacionarse, como los demás, entre lo ignoto. La verraca poesía se sigue atravesando en mis intentonas narrativas. “Barrio”, así titulé al último de los escritos hace ocho días. Un largo texto en el que vuelvo a transitar por territorio conocido. Los temas se repiten porque sus tentáculos desconocen su alcance. Y nuevos cráteres van apareciendo paso a paso.

¿Hace cuánto no escucho un vallenato? Ya ni los clásicos me reaniman aquella lunática pasión…

Son muchas las situaciones cotidianas que me permiten afirmar que el fracaso no equivale a derrota. Nada más glorioso que salir a tomarme un tinto en una despoblada cafetería, teclear en el Word del teléfono celular (como lo hago en este momento) lo que acabo de observar tres mesas vacías más allá, padre e hijo, cinco o seis años tendrá el niño, qué extraordinario parecido con mi hijo mayor cuando este tenía esa edad y yo era tal vez ese padre que pasaba por él al colegio en mi DT-125 para ir a almorzar donde su abuela, o sumergirme, cual triatleta, en las aguas finales de Murakami explicándonos de qué habla cuando habla de correr. No me sigue gustando eso de la literatura como divertimiento. Quiero pensar que se trata de esas odiosas traducciones que ponen al japonés a hablar como español.

Hora de volver a casa. Escucho bajar del cielo una voz irrefutable: la felicidad y la tristeza se evaporan por igual. Sí, sin duda, pero las del fracaso tienen la ventaja de no estar expuestas al precipicio de los sueños. O digamos más bien que sueñan de otro modo, hacia cumbres o grietas invisibles.

Fracaso… ¿Cuál fracaso? Como escribí alguna vez: “Si esto no es la felicidad, me niego a ser feliz”.

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

Comentarios

  1. Respuestas
    1. Amigo Jorge, tremendo tenerte por aquí. Cuéntame si es verdad que se regeneró también Víctor Moreno... Como van las cosas, las tiendas de Sahagún y Montería se quedarán sin los mejores bebedores de sus calurosas frías. Pero sobrevivirás tú para que la memoria y la ebriedad perduren. Cualquier fin de semana de estos te busco por ahí...

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