VERSOS ADVERSOS. Entre oquedades y tedios.

Pero antes del poema adverso de hoy, una explicación para lectores fieles y espíritus inquietos. No hubo publicación sabatina la semana pasada porque me encontraba en un maratón de exámenes virtuales que me quitó todo el tiempo del mundo y me dejó abatido. Vigilado por una recelosa aplicación, tuve que realizar entre viernes y domingo los exámenes finales de cinco asignaturas de la maestría que me encuentro cursando; uno tras otro, sin descanso, y casi que sin dormir. Me había propuesto no estudiar académicamente nada más que implicara memoria, y mucho menos tener que volver a usar esta (dentro de poco) sexagenaria y destartalada de la que todavía medianamente me valgo.

Tuve una memoria prodigiosa, sobre todo la fotográfica. Era capaz de recordar todo un temario a partir de su distribución espacial, especialmente la manuscrita. Y mis notas fueron siempre cercanas a la excelencia, aunque los largos y fastidiosos exámenes orales de Derecho me dejaron secuelas ansiosas con las que todavía convivo. Frutos de aquella memoria portentosa son también las letras de canciones vallenatas que a veces me afloran en parrandas (cuando parrandeaba) con solo dar play en algunas de sus frases, o el artículo 92 del Código Civil que se me quedó grabado para siempre. Aquello de: De la época del nacimiento se colige la de la concepción, según la regla siguiente: Se presume de derecho que la concepción ha precedido al nacimiento no menos que ciento ochenta días cabales, y no más que trescientos, contados hacia atrás, desde la media noche en que principie el día del nacimiento. La Corte Constitucional declaró inexequible en 1998 la expresión “de derecho”, precisando que se trata de una presunción legal que admite, por ende, prueba en contrario. Argucia jurídica con la que la norma original perdió parte de su vuelo poético.

Fue lo primero que nos advirtió el doctor Jorge Parra Benítez en su clase de Derecho Civil-Personas y Familia del primer año (en ese tiempo, año 1980, la carrera era anual y no por semestres). “Este artículo hay que aprendérselo de memoria”, nos dijo con tono serio y amenazante. Y fue así como me lo aprendí. Lo he recitado infinidad de veces. Era lo único que me gustaba de aquella terminología jurídica que acabaría odiando a más no poder. La pluma de Andrés Bello estaba, sin duda, por ahí, dándole un toquecito literario a ese argot desabrido y petulante de la abogacía. Me acuerdo de Juan Pablo Castel aborreciendo en El túnel la repetición del tipo, la jerga y la vanidad de creerse superiores que tanto se exteriorizan en ciertas profesiones o gremios. Los abogados, por ejemplo, terminan hablando en clave jurídica hasta para decir, lesión enorme o algo por el estilo, que van al baño a expeler (corrijo, a cagar; con o sin eufemismos huele ídem). Desde entonces, mi lucha contra el lenguaje jurídico ha sido permanente: no hablar y tampoco escribir como abogado, y la literatura me servía sobremanera, hasta hoy que descubro (o confirmo) que esta tiene también su léxico detestable. Tanto o más que el del Derecho. Uno pensaría que, tratándose de literatura, los delirios de la ciencia no deberían ser tan desastrosos.

A la memoria le debo, además, el poder citar todavía, de vez en cuando, frases que me fui aprendiendo de los libros que leía. Recuerdo varias del afamado GABO: “El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas”; “apártense vacas… apártense que la vida es corta”; “el mundo está dividido entre los que cagan bien y los que cagan mal”; “uno viene al mundo con sus polvos contados”. Y, a propósito de Castel, esta de Ernesto Sabato: “ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo”. O, cambiando de género literario, me sabía poemas enteros de Rubén Darío y de don Ramón de Campoamor. Pero ahora el ejercicio me ha resultado de veras lamentable, a duras penas puedo recordar una de Julio Ramón Ribeyro que memoricé el año pasado después de varios intentos: “No se puede sufrir impunemente”. Así de cortica y así de difícil recordarla. Hoy día leo mucho más que antes y son varias las frases en las que voy dejando mi huella semiótica (¡vaya término!; digamos más bien un ojo pestañoso y un chulito) al encontrar o intuir en ellas algún tipo de magia que merecería ser invocado. Pero de ahí a memorizarlas hay ya un trecho demasiado largo. Si no las recuerdo con cierta frecuencia o a intervalos breves, se me van cayendo una a una de la mente.

Cinco exámenes teórico-prácticos que me exigieron —el pasado fin de semana— otro esfuerzo sobrehumano, cuando creía que jamás volvería a leer o a estudiar por obligación, y menos para ser calificado. Todos prácticamente al mismo tiempo (nunca había pasado por semejante lío y tuve que idearme un método bastante dispendioso para poder afrontarlos). Cinco mamotretos interminables y repletos de datos. Qué barbaridad. Por más que aseguraban que las preguntas serían de comprensión, de relacionar y reflexionar, para nada memorísticas, resultó inevitable tener que reactivar la vieja grabadora. Por poco se me estalla la cabeza, no me cabía una sola información más y el léxico de la ciencia de la literatura empezó a resbalarse en el verdín de mi cerebro. Faltó poco para terminar odiándolo tanto como al del Derecho. Toda “ciencia” tiene, pues, su lastre, su galimatías, sus odios, sus temores, y también, por qué no, sus caprichos, sus romances…

¿Sobreviviré a los exámenes? Aún no sé las notas (solo han publicado una, febrilmente aprobada). Lo que decidí estudiar por placer, reto o curiosidad se me convirtió en tortura. No me explico por qué a nivel de maestría una universidad española opte a estas alturas por lo enciclopédico y escolástico so pretexto de rigurosidad. Si alguna rama del saber permite ser evaluada a través de medios pedagógicos alternativos es precisamente la literatura, en la que el material teórico serviría solo de apoyo o de consulta. Estas evaluaciones resultan incluso mucho más difíciles, porque desechan de entrada lo repetitivo, lo que ya está escrito y valoran ante todo la originalidad y la creatividad. Parece que una ley los obliga a lo otro, pero podrían perfectamente implementarlos con ingenio y sin convertirlos en calvario.

Pero bueno, ya pasó, y el placer ha ido poco a poco retornando. Dicho placer está unido al propósito de combinar teoría y práctica en beneficio (eso espero; o, al menos, que no la empeore) de mi creación literaria. Estoy estudiando ahora lo que debí haber estudiado hace cuarenta años. Estaba entre mis opciones, pero el Derecho se interpuso. Y después las Ciencias Sociales. Y más tarde la Ciencia Política. Pero la literatura supo esperarme. Estaba escrito, y de alguna forma turbulenta había que cumplirlo. Es sabido de sobra que todo me ocurre al revés.

Confieso que no sé si la termine, pero ahí voy, echándole ganas a esta que supongo será la última de mis aventuras académicas. En todo caso, con maestría o sin ella, seguiré escribiendo hasta que la vida lo permita. O la muerte, más bien. El poder de la vida consiste en esquivar el fin, y la escritura es una de sus mejores mañas. Claro está que buena parte de la temática que hoy de manera curricular abordo, la he indagado desde tiempo atrás en modo autodidacta y sin la presión de ser examinado. Con mucho más placer, por consiguiente.

Bien. Volvamos a VERSOS ADVERSOS. Próximamente, en julio o agosto, publicaré en Amazon otro de mis libros inéditos: Entre oquedades y tedios, escrito en los años 2015 y 2016. Es de mis poemarios más extensos (más de doscientas páginas, 225 en PDF). Me propuse seguir en él un ritmo epigramático y aforístico, textos cortos, algo de haikú, pero las calles una vez más se entremetieron, me fueron dando sus voces y acabé escribiendo largo y cada vez más largamente largo. Mi eterno problema: no puedo darme cuerda porque me desbordo. Este es uno de sus textos finales, cuyo título es también el del libro:


ENTRE

OQUEDADES

Y TEDIOS


Breves y difusos

vientos

impersonales

notas

entre oquedades

tratar de

consignarlo

todo

testigo de

latencias simples

hervir en relativa

libertad

tedios vienen

y van

concitando

tranquilas

circunstancias

pedir

rogar entonces

que la poesía

remedie y nos

condene

imperceptible

incontrolable

dicho vuelve a

quedar: soñar de

nada sirve si

queremos

que nazca

lo soñado

sueño que se

cumple

sueño que se

jode

ojerizas del

más acá

miedo de quién

sabe ya qué

cosas

inauditas

y seguir aquí

y allá y en

todos lados

sin estar

de verdad en

ningún sitio

escribir

nuevamente

creyendo que

con ello se

detiene el

tiempo

inútil que

es vivir

sabiendo de

antemano que

hay que alimentar

al monstruo que

envejece

tedios y oquedades

marcando la eterna

pluviosidad

el parco aliento

barquito de papel

infancia enorme

persisten pese a

todo sus tétricas

esencias

no obstante tanto

pestañear

aborrecido

hay que seguir

fingiendo que

esto es cierto

que es viable

llenarse de

ostracismo

e inútil también

es morir si se

sabe de sobra

que la inefable

vida

sin falta

recomienza


FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

Adenda: Se avecina otra entrada de la sección En desconcierto, y el porro “Atípico y sutil” estará en la sección El musicante. Este porrito criticón y pendenciero cuenta con artistas de gran nivel acompañándolo: Juan Miguel Martínez Bula, guitarras; Luis Alberto Rojano, percusión; Vanessa Martínez, coros y voces. Todo un lujo de verdad. Muy agradecido con ellos. Por lo espinoso de su tema me tocaba cantarlo a mí. Pensaba reservármelo para algún festival, pero es mejor olvidarse de eso. Ya comprenderán el porqué. 

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