TRES FLORES,
DOS CERVEZAS…
Un día (otra de las muchas noches que cerveceamos juntos) vimos al par de veteranos bebiendo y conversando en una de las mesas. Acostumbraban a encontrarse en la tienda una vez al mes. Cada uno era llevado por un familiar a esa cita que cumplían religiosamente y en la que era grato verlos departir, carcajear, chocar botellas, contándose de nuevo increíbles historias en las que ambos fueron protagonistas. No pasaban de cinco o seis cervezas (media dosis de reglamentarias), al rato volvían por ellos sus familiares, se despedían con un abrazo y se iban medio ebrios, obedientes y felices hasta el siguiente encuentro. El comandante Doria esa vez los miraba con especial atención, sonreía al verlos tan alegres, y, ofreciéndome luego su cerveza para un brindis, me dijo: “Así vamos a ser tú y yo cuando estemos viejos”. Salud por eso, le contesté. Todos tenemos nuestra gran pequeña vida.
No
se pudo. Cinco años menor que yo, no pensé jamás que él pudiera despegar
primero. Pero el jueves me despertó temprano la noticia de su muerte, ocurrida tres
horas después de medianoche. No hacía un mes que nos habíamos visto. Estaba yo a
tres cuadras de su casa y de lejos me pareció verlo. Era él, en efecto, acomodando
en el maletero del carro un aire acondicionado que llevaría a arreglar. Se veía
muy bien de salud, sano, vigoroso, en temple. De formación militar, seguía
manteniendo un físico envidiable. Más que envejecer, se rejuvenecía. Saludamos K y
yo a su mujer y a sus dos pequeñas hijas, las menores de cuatro que le
sobreviven y que tendrán que superar su temprana y dolorosa ausencia. Porque si
algo bueno tenía este comandante cargado también de vicios y defectos como
cualquier mortal, era su condición de padre. Yo, que he sido tan malo en esas
lides (no por perversidad, falta de amor o indiferencia, sino por ineptitud
genética), me lo ponía, para mi vergüenza y castigo, de puntiagudo ejemplo. Fue
soldado, socorrista, policía, taxista, rebuscador, detective y, por último,
escolta. A “comandante” lo ascendí una vez por joderle la vida, por su apego al
oficio castrense y a las armas, y a “perilustre comandante” tiempo después por
un favor que me hizo cuando unos policías me dejaron sin moto.
Le
pregunté por su suegro —que más que su suegro era su llave—. Todo marchaba
sobre ruedas, sin parte de novedad. Cómo adivinar que en pocos días ese “todo”
se convertiría en luto, tristeza, desolación. Primero murió su suegra, su
suegro continúa atravesando una convalecencia delicada, su mujer luchando
también contra el contagio, su cuñado se encuentra todavía en el coliseo que
hoy hace las veces de hospital. Todos vivían en la misma casa. Dos de los que
siguen vivos parece (me cuentan) que aún desconocen la suerte de los otros. Ninguno
de ellos pudo acompañarlo. Ni sus amigos. Ni yo, que lo consideraba el amigo
más cercano a mi corazón que tuve desde siempre. Un monstruo impredecible acabó
con un hogar en el que hasta hacía poco todo era belleza y alegría.
Cuántas
andanzas mi querido hermano, cuántas locuras hicimos juntos, viejo Edinson. Fuiste
testigo de muchas de las mías, las secundaste sin rebozo, me ayudaste en una
época aciaga, por no decir más bien que me salvaste. Proveníamos de mundos muy opuestos,
pero no hubo diferencia que pudiera apartarnos. Ni las posiciones y militancias
ideológicamente contrarias (de esas que todos los días producen en Colombia
derramamiento de sangre) lograron con nosotros su cometido. Fui en un tiempo,
mientras estudiaba en una universidad pública y lideraba la lucha estudiantil,
objeto de tus labores policivas de inteligencia, y hasta intentaste, sin éxito,
sacarme información. Tuve que alejarme, salvar nuestra amistad para salvarme igualmente
de la desconfianza de quienes conocían tu procedencia. En ese entonces tu amistad
significaba para mí un ingente peligro. Pero las cervezas se las ingeniaban
para confabularse con más ímpetu.
En
materia de amores mejor ni hablar, top secret, no te rías, no se me olvida cómo
terminaste consolando a aquella buena mujer cuyo corazón rompí, aunque después me
vengué de tu traición consolando a una cuyo corazón tú defraudaste. Recuerdo la
madrugada en la que se nos dio por trotar, con animación marcial, rumbo a La
Floresta, creo que fue por la 37, eran calles sin pavimento y altamente
riesgosas, época de sucia limpieza social, habíamos bebido toda la noche de
tienda en tienda, hasta que nos cerraron la última y nos fuimos por ahí, de
andén en andén, alborotando el avispero. Y qué tal lo del equipo de fútbol de
la Cruz Roja al que pertenecíamos, la hazaña de haber empatado 1 a 1 (yo hice
el gol) con el mejor equipo de la competencia, el puntero, nadie daba un peso
por nosotros, la pea para festejarla en la cancha de la 34 donde está hoy la
iglesia, y al día siguiente teníamos otro partido, contra un rival de menos
categoría, tremendo guayabo, llegamos incompletos y fuimos goleados sin compasión
alguna. Como doce pepas nos metieron. Nadie contaba el chiste del giro mejor
que tú, se nos volvió como un rito de parranda, y entonces te parabas, te subías
el pantalón y al final el gesto, la vuelta, éxtasis y risas.
Nos queda la canción que te compuse, “A la moda”, que me salió de un tirón al día siguiente cuando vine una vez de mi fantasmal exilio y rematamos cerveceando el reencuentro en la tienda que quedaba en la esquina de la 37 con 7, a un costado del Parque de La Cruz. Ese día me enteré de que andabas ennoviado con una jovencita, a la que llamaste a las tres de la mañana desde tu celular para que escuchara un reguetón que habías solicitado para ella. Jocosa canción aquella en la que narro la obligación de emular tus aventuras y conquistas, de ponerme a la moda como tantos vejancones que, según aconsejaba el poeta Jaime Sabines, buscan en el contacto con joven piel de fémina la única posibilidad de conservar o recuperar la juventud. Te la cantaba cada que me la pedías. Tu deleite al escucharla era y seguirá siendo indestructible. Prometo grabarla.
Me dolerá al principio oír algunas canciones que te gustaban, como “Sin medir distancias”, “Volver a la ternura”, “Amor y control” (familia es familia) y esa de Marc Anthony que tanto repetías y que yo calificaba de “porno-salsa”, pero poco a poco las iré asociando con la satisfacción de haberte conocido, de haber podido disfrutar de una amistad tan sincera e incondicional como la tuya. Otro de esos vacíos que, aunque duelen, no hacen daño, similar al que deambula en mi canción “14 de junio” dedicada a los versos de mi padre. En fin, me quedé sin escolta cervecero, aunque muchas veces no se sabía en realidad quién escoltaba a quién, como en aquella ocasión que te fui a buscar a la Pradera y al regresar en la moto por Pasatiempo, tú de parrillero y echando tiros al aire, yo pendiente de calmarte, no vi el bache por estar mirando para atrás y acabé dándome de cara contra el asfalto, inconsciente, luego en la clínica de la 30 donde trabajaba mi hermano médico, en la que desperté con quince puntos en el rostro, hematomas y raspones en varias partes del cuerpo.
Como
van las cosas, voy a tener que abrir otra sección en este blog: la necrológica.
Aunque espero no tener que escribir ni una sola entrada más al respecto. ¡Que
nadie más se muera, por favor! A cuidarse del espantoso bicho. Porque de que
las escribo las escribo. Es lo menos que uno puede hacer por quienes sembraron
en nosotros la semilla de un aprecio mutuo y perdurable. Qué más puede hacer un
escritor sino tratar de desahogar en palabras sus agobios. Retirado ya del
alcohol, de sus desórdenes y trasnochos, y entregado al deporte, espero, no obstante,
escaparme un día de estos e ir a alguno de los sitios que frecuentamos. Para
libar en soledad y celebrarte, compañero, como aquel par de viejos de la cita
mensual. Años después, si es que pervivo, una botella sobre la mesa te estará
esperando.
Ayer fui al
cementerio donde te enterraron, próximo al barrio popular en el que creciste y
donde nuestra amistad también anduvo muchas noches. A llevarte flores y esas
cosas, comandante, a llorar, sí, mi hermano, a llorar, para qué negarlo, me
acordé de una canción del compadre Adrián Villamizar, “El trago amargo”, y al
ver tu tumba, de repello aún fresco y sin tus letras, sin el trazo provisional
de la varita, pensé que al menos no te enterraron, sino que te elevaron, a un
quinto piso de un bloque en el que dos huecos, uno a cada lado, tú llenando el
de la mitad, te hacen la corte, te imaginé metido en una bolsa negra o sellada,
doblemente encajado con distinto material, muchas palomas revoloteaban, el ave
en el cielo se cruzó en el instante de la foto, quise creer que fue premonitoria,
un par de cervezas te llevaré la próxima vez que te visite, que simbolicen
algo, no sé, ¡algo!, como, por ejemplo, que esta triste y puta vida no será la
misma vida puta y triste y alegre y bella y parrandera sin ti: sin tu sonrisa,
sin tus cuentos, sin tu manera absoluta de quererme.
No se graba todavía
tu muerte en mi memoria, y no me extrañaría que en cualquier momento pulse tu
nombre y tu número en el celular. Tres flores, tres rosas: la tuya, la mía, la
de K, porque fuiste, además, el gran cómplice de nuestro amor oscuro e
imposible.
Adiós, mi comandante,
no me olvides, y sigue contando conmigo para acolitar tus sueños.
FRANCISCO BURGOS
ARANGO (FBA)
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