Toda una noche
sin luz impidió que la entrada sabatina y noctívaga de este blog pudiera darse.
Pero bueno, aquí estamos otra vez, cumpliendo la cita literaria en un domingo sabatizado.
Ahí les va…
LA SOLEDAD Y EL DESPERFECTO
Siempre
he creído que vine a este mundo con defectos de fábrica. Incapaz de hacer
dinero, por ejemplo. A lo sumo, medianamente asalariado, veintisiete años
sobreviviendo en una entidad en la que, negociación tras negociación, he combatido
para mejorar las condiciones laborales y que su prédica deje de tener ese tinte
de doble moral que la carcome.
Engendrado,
además, como un producto tímido, distante, hermético y silencioso. Algo de esa
maquinaria neuronal no funcionaba bien cuando se me dio por escaparme de la
cueva donde me encerraron. Refugiarse en la soledad y en la vida interior no
fue, pues, una elección. Era inevitable. Una especie de maldición de la que
únicamente escapaba trepándome por las tardes a los árboles de la casa. En ellos
sí que fui feliz. Mangos, guayabas, mamones, peras. El de guayaba fue de lejos
mi mejor amigo, y la soledad se disolvía durante aquellas infinitas horas en un
sentimiento menos agobiante.
Con
el tiempo, a la timidez la convertí en cautela (o en nerviosa circunspección).
Al mudo hermetismo solo pude contrarrestarlo con altas dosis de disparatada
rebeldía. Increíble percibirme ahora como aquel extraño que profería discursos
en asambleas o disparaba versos y cantos en auditorios y tarimas. ¡Cuánto le
debo a la ansiedad florida!
Distante
sigo siendo. Sobre todo, porque soy un convencido de que quien gravita en los
vericuetos del arte no debe abandonar nunca su escondite. Nada de asomarse en
ferias, teatros, clubes, centros comerciales y otros reinos cultivados por el
estilo. De pronto en bares. Hasta ahí. Para cuatro o cinco mesas ebrias y
distraídas. Sin lujos. Sin apariencias. Sin afectaciones. Ya es bastante con
portar sus llagas como para lucirlas con orgullo en recintos o redes.
Pero
bueno, aún no elimino este blog, buen síntoma quizás de que la autodestrucción
sí tiene cura. Un romanticismo enfermizo habrá también en esta manía de acabar
con todo lo que empiezo. He estado tentado a ponerle fin a este último empeño
en el que se me dio por reunir en un solo sitio virtual todo lo que humana o
físicamente balbuceo. Desaparecer del todo sería lo ideal. Como un Julien Gracq
circunscrito a vigilar el curso de su río Loira, aspirar como él a tan elevada
soledad, comprender como él que solo se escribe para uno y que no hay que
esperar nada de nadie. Imagino entonces cómo sería mi vida en total
inexistencia, sin el mínimo resquicio informático que la delate. Me veo
condenado de nuevo a una felicidad rutinaria, a un transitar desprovisto de
ingratitudes y reconocimientos. Adiós a celulares y aplicaciones. Y al igual
que Silvio, el del rosedal —que acabó tocando su violín para nadie en medio del
estruendo—, buscar mi propio minarete, el observatorio donde pueda desplegar
mis ruidos sin ser visto ni oído ni aclamado.
Podría
ser. ¿Por qué no? Dejar que Martín del Castillo se encargue de estos entes
virtuales y dedicarme yo a vivir plena y realmente lo que me queda de vida,
liberado de tener que pensar en cuestiones que terminan siendo siempre tan
ajenas, odiosas y secundarias. En efecto, ¿qué importancia puede tener lo que
no es capaz de sincronizarse con tus calmas y angustias? De significantes se
nutre el hombre para sentirse vivo, olvidando que es en la cercanía de la
insignificancia donde puede encontrar lo que le falta. No debo en todo caso
negar que entre la decepción y la huida respira cierto ego, por lo que otra
saludable opción podría ser la de permanecer solo para esas pocas voces también
ignotas y a lo mejor felices que son como sombras solidarias y calladas que
apaciguan y dan de verdad algún sentido al mundo. Sin embargo, toca acumular
caminos para poder advertir el trecho que conduce al corazón de lo inmediato.
Hace
unos días un buen amigo divulgó en sus redes un par de victorias suyas que
sinceramente me alegraron. Ha sido un batallador de principio a fin, abriéndose
paso a fuerza de talento y sacrificio. “Ahora te toca el proceso inverso:
desinstitucionalizarte, retomar la periferia, el anonimato... que es donde el
arte y la poesía de verdad medio afloran. Le toca al artista salvarse del
éxito”. Eso comenté en su publicación. Hay algo en el triunfo que me genera
rechazo, peligro, desconfianza. No es tan bueno ganar y mucho menos difundirlo
a los cuatro vientos cuando hay tantas derrotas que se merecerían mejor suerte.
No lo digo por el amigo (no es de esos; conozco a otros que se la pasan
argumentando modestia y son prolijos publicando en la social mentira para que
les echen flores), sino por mí, que a veces lo he hecho, cayendo en esa
tentación morbosa de restregar una determinada gloria que no es más que una circunstancia
favorable. Por otra parte, eso de dizque cumplir los sueños es de lo más
tontorrón y aberrante que puede procurar el hombre. Lo que hay que hacer es
destruirlos, salvaguardarse de ellos. Y ser coherentes. Nada tampoco de llamar
la atención, nada de victimizarse, de creerse superior e incomprendido. Ni
postración ni envidia. La queja de la vida no debe ser publicitada. Vivir, solo
vivir; más que durar, retroceder.
Así
suene dulzarrón decirlo (y con dejo de detestable autoayuda), la vida no deja
de ser esa maravillosa idiotez que naufraga en el tremedal de lo imperfecto. La
soledad la fortifica, el desperfecto la consagra, y lo que podía haber sido
nulidad y debilitamiento se volvió poema, canto, narración. Ni modo de pasársela entre frutas y ramas; algo
sigue funcionando mal pero tarde o temprano había que bajarse del árbol
ilusorio, arrostrar el sainete disfrazando los miedos.
Pero
lo más cierto del caso es que aquello que pudo haber sido “mi tiempo” ya se
fue. Generaciones intermedias entre mi vejez y mi juventud se apropiaron, con
sobrados méritos, del espacio cultural, un espacio que a la postre jamás
pretendí. Nunca lo tuve ni nunca lo tendré. Y colorín colorado, abundan hoy los
colectivos, todo parece indicar que la individualidad atraviesa senderos de
extinción. ¿Por qué todos tan agrupados? ¿Y la pérdida, el fracaso, la
oscuridad, el desaliento?... Ávidos de loas y de galardones... ¿Acaso no existe
ya la desventura? No es proyecto rentable para anaranjadas luces.
Seguiré,
pues, recorriendo lunas y soles como si nada, fiel a mi naturaleza de proscrito.
Mucho más ahora que estoy entrando en la edad de lo vetusto y prescindible. Me
acuerdo del muchacho que, gracias a su padre —quien le cedió su columna—,
publicó sus primeras abstracciones en el semanario “Poder Costeño”. Pintaba
para grandes cosas, tenía madera, y mírenlo aquí, cuarenta años después,
tecleando soledades. No sabía que ya estaba viejo hasta hace poco que unos
jóvenes, al verme pasar trotando, comentaron entre ellos: “este cucho tiene
mejor estado físico que nosotros”. Fue una de las frases que me aguantaron el paso
aquella tarde. Al regresar a casa, con ella aún en los oídos me busqué esa
vejez en el espejo sin lograr divisarla en ningún lado. Pero ahí estaba,
visible para ojos menos acostumbrados a verse sus miserias. ¡Viejos, ustedes!, les
grité en cuanto salí del baño, y me reí de lo que con ironía les dije cuando les
devolví el piropo: “mucho ron, esa es la clave”.
Hora
y media troté ayer sin pausa alguna (hace seis meses oscilaba entre quince y
treinta minutos como máximo). Cuando troto, prendo el cuerpo, lo voy
acompasando lentamente y una vez que consigo un ritmo tranquilo lo abandono,
entonces empieza la fiesta: pensar, observar, escuchar, deleite puro, cansancio
refrescante. Me propuse no leer un libro más de Murakami. “De qué hablo cuando
hablo de escribir” fue lo último que me leí. “De qué hablo cuando hablo de
correr” será mi reencuentro con este escritor japonés. Todo está de alguna
manera encadenado. Tengo sobre el escritorio los cuentos de Carver y una de sus
colecciones, titulada “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, le sirvió a Murakami
para titular sus memorias de carreras.
Entre
Raymond Carver, Charles Baxter, John Cheever y Alfredo Bryce Echenique conjuro
la intemperancia de estos días. De los tres primeros persigo sus técnicas
narrativas, atendiendo los sabios consejos de un amigo escritor (mi libro de
relatos híbridos, “Santo remedio”, sigue, gracias a él, en sala de cirugías). De
Bryce me sumerjo en sus “Antimemorias” para escudriñar su amistad con Ribeyro,
sobre el que ya me fue aprobado el anteproyecto de lo que sería mi trabajo de
fin de máster (“Julio Ramón Ribeyro: el espíritu del dolor”; así lo titulé) si
es que logro aprobar la andanada de exámenes simultáneos que me esperan en
julio.
Esto
de volver a estudiar (con la memoria un poco chueca) es toda una experiencia,
hasta ahora he superado con éxito los distintos retos académicos, así que tirar
a estas alturas la toalla sería un error. Ha resultado fructífero ahondar en la
teoría literaria, no es para nada desdeñable, si bien uno de mis profesores,
hablando de técnicas compositivas, terminó diciendo en una de sus clases esto
que me parece genial: “La literatura es escribir, no es dar técnicas, muchas
veces estas ahogan lo que tenemos en el interior”. Muchos, sin duda, estarán de
acuerdo con él, en especial quienes consideran que la literatura no se estudia
(entiéndase como ciencia curricular y en aulas). Hay en lo académico de la literatura
aspectos que sobran o se exageran, como eso de diseccionar un poema hasta extremos
en los que su autor se desvanece. Pienso en mis pobres poemas sometidos a
semejante bisturí formal. Me parece también que en los estudios literarios no
se debería impedir el discurso literario solo por mantener el ideal cientificista
del lenguaje especializado o técnico. Literatura sin literatura. No sé. O sí, pero
me aterra. Es una vieja pelea académica en la cual a veces he ganado. Cuando
estudié Ciencia Política lo que más me agradaba era comprobar que su esencia
terminaba siendo más filosófica que científica por más esfuerzos positivistas que
se hicieran.
Curiosa
realidad la que me une hoy con mis dos hijos. El mayor, terminando su doctorado
en Ingeniería Mecánica; el menor, su maestría en Finanzas, ambos pragmáticos
por fortuna, y yo perdiendo el tiempo estudiando literatura, una maestría que a
mi edad seguramente en nada me será útil, excepto en lo del placer de cursarla
y en lo que me pueda representar con miras al “mejoramiento” de mi trabajo creativo.
Me hace gracia saber que soy el más viejo (tal vez el único) de una cohorte
regada por todo el planeta, más viejo incluso que mis profesores. Cosas de la
vida y del destiempo. Debo estar loco y no lo sé.
Bien.
Me salí del tema, soy “perito” en digresiones. Concluyo: el aislamiento es un
defecto de fabricación irreparable, y creo que me gusta reconocerme
misteriosamente ileso e ignorado. Marca indeleble, palpitar de siglos…
…
Volver con la frente marchita
las
nieves del tiempo
platearon
mi sien,
sentir
que es un soplo la vida
que
veinte años no es nada
que
febril la mirada
errante
en las sombras
te
busca y te nombra,
vivir
con el alma aferrada
a
un dulce recuerdo
que
lloro otra vez…*
FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)
*Fragmento de “Volver”, tango canción de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera, 1934.
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