RODOLFO

“Cuando un amigo se va…”.

Estaba en Cuidados Intensivos desde hacía días, intubado, luchando por su vida contra el dichoso virus, contra el espectro de la pandemia espantosa que hoy doblega al mundo. Era un hombre fuerte, alegre, sonriente y animoso; abrigábamos, por tanto, la confiable esperanza de que sobreviviera. Días atrás un falso anuncio lo dio por muerto. Decidí descreer de la noticia lasallista del WhatsApp y me aferré a la posibilidad de que estuviera vivo. Minutos después supimos que seguía batallando para alegría de los suyos. Para la mía también, que en pocos segundos pasé de una profunda tristeza al más gozoso de los beneplácitos. Los informes provenientes de familiares daban cuenta de que estaba respondiendo bien al tratamiento, con notable mejoría.

Pero el domingo 25 de abril no resistió más, su vida se apagó irremediablemente, y con ella un fragmento considerable de la mía.

Se llamaba Rodolfo Vicente Flórez León Sánchez Jiménez. Así se presentaba. Desde el colegio le decíamos el “Casiloco”, apodo que él mismo se forjó al confesarnos, entre carcajadas, que tenía un noventa y nueve por ciento de loco y el uno por ciento restante de anormal. Desde entonces, para nosotros era el “Casiloco”, o, simple y llanamente, “el Casi”, para hacer más cariñoso el sobrenombre y salvarlo un poco de su propia genialidad.

Últimamente me sorprendo conversando o chateando con los viejos amigos de infancia y adolescencia como si aún tuviéramos todos aquellas edades prodigiosas y no “casi” seis décadas de vida. Y es que de veras es bien difícil reconocernos en los cuerpos actuales, sobre todo si ha transcurrido mucho tiempo sin vernos. Pero los jóvenes que fuimos parecen seguir presentes, medio escondidos, en las arrugas de lo que hoy somos, y a eso nos aferramos, continúan los mismos cuentos colegiales corriendo de risa en risa como si el tiempo se hubiera detenido, las fechorías, las trompadas, ni siquiera logramos convencernos de lo contrario ante la dura realidad que se mira diariamente en los espejos. Tal vez sea verdad que el alma no envejezca nunca. A lo mejor tendríamos que espaciar la visita al espejo para ponernos en situación de poder constatar lo irreversible, como cuando es fácil notarlo al dejar de ver a alguien por un tiempo. Sin embargo, seguir engañándonos día tras día nos garantiza la felicidad de volvernos invisibles para nosotros mismos. A la postre, ¿para qué morirse antes de tiempo?

Trabajador incansable desde niño, su padre le enseñó a desarmar las cosas, a arreglarlas, era frecuente encontrarlo a él y a su hermano fungiendo de mecánicos debajo de los Land Rover de su viejo. Ningún trabajo le quedaba grande, bien en las faenas de campo como si fuera un campesino más y no un propietario, bien cargando bultos de cemento o lo que fuera, o como la vez que me lo encontré en la Carrera Segunda, en Montería, entres calles 28 y 29, descamisado y sudoroso, saliendo de un edificio en el que camellaba de tú a tú con sus trabajadores.

Solo una vez lo vi llorar. Ocurrió en su casa, una tarde inolvidable de anécdotas y tragos. Volvía yo de la Universidad de Córdoba caminando hacia la casa de mi madre cuando lo vi en la terraza de la suya, en esa misma terraza donde su padre había sido asesinado por sicarios. La herida permanecía abierta, me invitó a entrar y una botella de whisky fue dando paso a la otra. Nunca había bebido yo tanto whisky en mi vida; milagroso, además, que resistiera tanto, ya que no es bebida de mis afectos y con enorme esfuerzo logro degustarla. Lo mío es la cerveza. O lo era; hace unos días un amigo le preguntó a otro por mí en una red social y este le contestó: “A Pacho se lo está tragando la pandemia”. Podría ser, aunque la verdad es que el aislamiento (más del que normalmente aplico para salvaguardarme) me ha permitido, por el contrario, abrirme a muchos más mundos posibles e imposibles a través de lecturas y escrituras, y las enfermedades por las que pasé en 2020 me enseñaron a comprender que debía, con resignación, apaciguarme. En esas todavía ando, intentándolo, no es fácil calmar los golpes y placeres de una ansiedad como la mía. De aquella fraternal jornada etílica con Rodolfo salí borracho y creo que feliz, así hayamos llorado juntos el poema que le escribí a mi padre seis años después de que un cáncer terminal nos lo echó de casa. Ambas muertes estaban todavía muy vivas, Rodolfo me pedía que se lo leyera una y otra vez hasta que la ebriedad y la amistad se fundieron en curioso regocijo y lograron enjugar sus lágrimas.

“Paternal” es el título del poema que nos permitió hermanar la memoria y el dolor paternos. Lo publiqué en mi poemario “Cantando a Destiempo” en junio de 2010 con la siguiente dedicatoria: “Para Rodolfo Vicente Flórez León Sánchez Jiménez, con quien compartiera lágrimas y whiskys leyendo y releyendo incansablemente este poema durante una lejana tarde de amistad”. Un día de estos lo dejo por aquí en la sección correspondiente.

Después de aquella tardeada maravillosa nos seguimos viendo por ahí, en las tiendas de las calles 34 o 35 cuando residí por esos lados, hasta que tuve que evaporarme del Sinú como diez años y volví a verlo ocasionalmente a mi regreso. Siempre un gran abrazo, siempre su sonrisa contagiosa, siempre ese vigor que el paso del tiempo no lograba derribar.

A fines de 2019 se produjo un hecho extraordinario: por primera vez, reencuentro de la promoción de lasallistas 1979, cuarenta años después. Ese mismo lapso tenía de no ver a muchos, no me acordaba de algunos nombres ni de sus rostros. ¡Y en qué fiesta se convirtió todo aquello! Más que un reencuentro fue un descubrimiento, tratando de adivinar quién era quién. Por la noche, luego de que terminara el evento especial de la programación vespertina, se formó la improvisada parranda con guitarras y versos, y hasta las últimas luces estuvo Rodolfo cantando con nosotros. Otra bebedera interminable de whisky que rematamos en la calle 41 de nuestra ciudad natal. Hubo videos, por supuesto, y en uno de ellos está nuestro amigo entonando con nosotros una canción que nos pidió cantar: “La caja negra” (video que preside esta publicación; vaya canción tan premonitoria la que eligió: la caja negra de Rafael Valencia, inmortalizada por Enrique Díaz y Carlos Vives).

Horas después nos despedimos como los últimos sobrevivientes del envejecido evento colegial, sellando con un apretón de manos la promesa de una invitación futura. Si ese reencuentro lasallista me produjo al día siguiente, en plena resaca, una crisis de angustia temporal y existencial de la cual tardé días en reponerme (especialmente en sacudirme del todo la nostalgia), no creo poder aguantar el impacto emocional de un segundo reencuentro, mucho menos sin la presencia vivificante de Rodolfo. “El hombre que trabaja y bebe déjenlo gozar la vida/ porque eso es lo que se lleva si tarde o temprano muere/ ay, después de la caja negra, compadre/ creo que más nada se lleve…”. ¡Qué verdad tan aplastante!, excepto por aquello de que la tristeza y el guayabo no se fueron con él. Aquí los siento instalados en un negro vacío que conmociona. “Cante, nojoda, canten”, exigía Rodolfo aquella noche… Lo haremos, mi hermano, lo haremos. Te lo prometo, así en este momento no sea capaz de inflamar las cuerdas de mi apesadumbrada guitarra.

Cuando supe de su enfermedad e internación en una clínica de la ciudad contigua a las calles por donde acostumbro ahora por las tardes a trotar, pensé de inmediato en que él sería capaz de resistir, tenía con qué, es un roble, escribí en el grupo de bachilleres lasallistas promoción 79, y a medida que se sucedían los días sin conocerse parte alguno de victoria, me fijé un punto de cruce obligatorio desde el que veía el edificio donde nuestro amigo luchaba por su vida. “¡Vamos, Rodolfo, ánimo, despierta!”, decía yo en voz alta cada vez que pasaba trotando por ahí, marcando el paso como soldado que encabezaba el pelotón de sus amigos preocupados. Me faltó fuerza en la voz, supongo. Los entierros del virus son tan veloces que en un santiamén su cuerpo vencido se esfumó de este planeta sitiado hoy por un poderoso enemigo que acaba hasta con la posibilidad de despedirnos de sus víctimas. Un nuevo trote me espera hoy o mañana y otro recorrido tendré que trazarme para no tener que pasar por donde la esperanza ya no existe. Lo he escrito antes para mi libro “Prosas para romper la felicidad”: después de pandemia habría que desenterrar (así sea de manera simbólica) a sus muertos para volverlos a enterrar como se debe. Suena macabro, pero no lo es, hay ritos o ciclos que deben cumplirse o cerrarse para que no quede nada doliendo en el tintero.

Esta entrada de hoy en este blog creí que no llegaría a escribirla una vez se aclaró lo de su muerte semanas atrás. Ese día pensé por un momento en todo esto que ahora escribo y me alegró sobremanera no tener que hacerlo. Pero, finalmente, me tocó. ¿Y por qué hacerlo? Porque un buen amigo de tantos años no se puede ir, así como así, sin que al menos la palabra del afecto deje su constancia.

La muerte de Rodolfo Vicente me corrobora que ya estamos atravesando sus coetáneos por lo que yo llamo “zona de desenlace”. Vivir es ir también sumando muertos hasta que uno mismo se vuelva suma en las cuentas de los demás. Y no habría que hacerse muchos líos con esto, pues no es tan grave y se trata, como se sabe, de algo turbiamente natural a lo que hay que irse aclimatando. Hasta se aprende a convivir con ello, haciendo del día a día un reto interesante, una especie de luz sencilla que nos mantiene con las pilas puestas y relativamente despiertos, sin caer tampoco en excesos de optimismo. Lo anómalo es que se dé cuando todavía hay tanta vida por vivirse, por causa de un monstruo maligno que el hombre seguramente se inventó para proseguir su tendencia a aniquilarse.

Al final, quienes sobrevivan a la pandemia tendrán que actualizar el inventario: muertos, vivos, medio vivos, medio muertos…

Adiós, amigo de mi corazón. ¡Que la muerte te prodigue una mejor aurora!


FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)


Comentarios

  1. Bella narración -si que se puede llamar así en medio de la tristeza- la descripción que haces del inolvidable amigo, Rodolfo Flores, a quién el maligno virus logró vencer hace pocos días.

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