MARTÍN DEL CASTILLO
Me llamo Martín del Castillo. Como aquel joven que se enamoró perdidamente de Alejandra Vidal Olmos en una novela que leí cuando tenía su misma edad; deambulaba yo en aquel entonces, solo y tristón, por los parques y plazas de Medellín, y aún no me llamaba como él.
Martín del Castillo es lo que queda de Francisco Burgos Arango, o mejor, de FBA, luego de un año de pandemia. Ahora escribo pseudo cuentos en lugar de poemas, y mis canciones no se parecen en nada a las que Francisco, vernáculo y festivalero, componía.
No luzco tampoco su melena indecente, sino pelo corto y gorra como se mostraba él cuando se parecía a mí. Esto me pone a pensar en que quizás yo sea también ahora el Francisco Burgos que este dejó de ser. Es muy probable que el Francisco Burgos original haya desaparecido del todo y aquello en lo que se convirtió (antes de reaparecer conmigo) no fuera más que una mala ficción, un pálido embeleco.
Sospecho, en todo caso, que ese falso Francisco Burgos se fue para salvarme, que intuyó un trágico sino fraguado en contra nuestra, blanco como lo fue al final de enfermedades y líos, de ausencias y fracasos, de extrañas dislocaduras. Debo agradecerle, además, lo de confundir al dios viral muriéndose por mí.
Ya saben entonces que me llamo Martín. Martín del Castillo. La victoria es lo mío, me enfoco en el presente, desempolvo la vida y me la disfruto a tiempo. Lo del destiempo era un fraude que se inventó Francisco (el ficto) para dejar de ser el Francisco Burgos que se parecía a Martín.
Pero el Martín del Castillo que soy ahora no es el mismo Martín del Castillo que se parecía a Francisco. Aquel Martín (o Francisco) sufría demasiado, se afanaba por todo, los nervios lo absorbían, la muerte lo perfilaba distante y silencioso.
Martín del Castillo es, pues, mi verdadero nombre. No soy una trinchera. Tuve mucho de él cuando me llamé Francisco, un Francisco Burgos que no bebía, no trasnochaba, no despuntaba en sitios cerveceros. Se le veía en el barrio, bajo un sol inclemente, corriendo como loco, y ahora que he vuelto a ser él (o Martín) me ven en el mismo barrio, bajo un suave crepúsculo, trotando como cuerdo.
A Francisco Burgos (el falso) le debo el haberme eximido durante años de los dolores de Martín, tan crudos y obcecados como los del primer Francisco. Gracias a él pude ser de nuevo Francisco o Martín sin los rigores de antes. Soy, se podría decir, una versión "mejorada" de aquella angustiosa turbiedad.
En resumidas cuentas, creo que Francisco Burgos Arango no existe ni ha existido. Soy Martín del Castillo desde siempre, desde que un vientre antioqueño me volvió sinuano, arrojándome a la soledad de un orbe borroso y fatalista.
Los amigos de Francisco Burgos Arango tendrán que perdonarme. Fueron amigos de un fantasma ruidoso y lapidario. Los amigos de Martín del Castillo tendré que revivirlos, si es que queda todavía alguno flotando en el ambiente.
No descarto que vuelva a disfrazarme de ese Francisco Burgos Arango que me devolvió a Martín. Al menos de vez en cuando dejar a Martín en casa y ser otra vez ese FBA que libaba aislamientos, que recorría las noches más claras del peligro, que luchaba por verdades fugaces y sencillas, que se fumó la muerte, que habitó en la espesura, que se subía a tarimas de infinita discordia, que en las tiendas oscuras derrochaba sus luces, que en "Un lugar en el mundo" escribió sus simplezas.
No lo olviden: Martín del Castillo es mi nombre. En físico y en redes. Yo soy quien se responsabiliza por lo que él diga o calle. No soy tan pensativo y cabizbajo como el primer Martín. Me salvan algunas liviandades del último Francisco.
Y Martín del Castillo será lo único que quede cuando Francisco vuelva, ocupe mi lugar, me eche de su circo, y "muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento", se acuerde de que crucé con él las mismas tempestades, y que gracias a mis desventuras continuará cantando.
MARTÍN DEL CASTILLO
Adenda: dedico este texto a Joaquín Rodríguez Martínez, quien hoy, muy de mañana, me envió por WhatsApp una combinación de endecasílabos y heptasílabos preguntándose por la suerte de un tal Pacho y exigiéndome que le explicara quién diablos es Martín.
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