LA VIDA TE DA TRISTEZAS, TRISTEZAS TE DA LA VIDA…
Me persiguen las historias tristes. Como la de una noticia que me conmovió profundamente ayer.
Los años que duré dando vueltas por medio país, de ciudad en ciudad, de traslado en traslado, me dejaron algunas amistades que, con el tiempo y la distancia, se fueron disipando sin remedio. Pocas subsisten, ni siquiera gracias a las facilidades de comunicación de estos tiempos veloces han logrado superar la ausencia.
Recuerdo ahora a dos amigos en particular. Me valgo del quehacer literario para disfrazar un poco la cosa. Para hablar de ellos sin hablar de ellos, acorralados como están en sus actuales desventuras.
¿Cómo olvidar al amigo V.? Conocido en el conjunto residencial por sus parrandas interminables con equipo de sonido a todo volumen y guaro en abundancia. Miles de problemas tenía el amigo V. con la odiosa administradora por sus infaltables chifladuras los fines de semana. Pero ahí seguía inmutable dándole lata, bebiéndose la vida con risa franca y corazón desmedido, sin importarle que aquella desalmada mujer se empeñara en despojarlo de su felicidad atronadora.
Éramos vecinos de bloque y, por tanto, cuando cogí confianza y empecé a subir, poco a poco, mi propio ruido, V. y yo terminamos siendo los mejores vecinos del planeta Bello. Ya éramos dos los de la bulla, él con su música de cantina y montañera, y yo con mi corroncha de valles y sabanas. Por supuesto, cuando el uno apagaba, el otro prendía, y dependiendo de dónde fuera el jaleo nos tocaba aguantarnos la música contraria. Aunque la amistad fue creciendo tanto que los equipos se invirtieron: en el mío sonaban sus guitarras de despechos y en el suyo mis arrebatos de acordeones.
También me metí en líos con la administradora, cartas venían, respuestas iban, pero salí victorioso de todos sus embates. Sostuve una tesis de una creatividad esplendorosa: la Inspectora de Policía de turno se quedaba absorta cuando yo, con tronco de seriedad y maliciosa elocuencia, argumentaba la falta de tolerancia de nuestros silenciosos y poco amables vecinos. Así como nosotros tolerábamos ejemplarmente el excesivo silencio y la brutal compostura, ellos debían respetar nuestra idiosincrasia y sus ritmos culturales. En resumidas cuentas, el sitio donde vivíamos no era un bar, pero tampoco un cementerio. De ahí que la única conciliación posible fuera procurar puntos de encuentro: nosotros bajaríamos el volumen si ellos bajaban la intensidad de su mudez.
Fuimos vecinos siete años. Me dolió despedirme de él. Lo que más extraño de este buen amigo no son los tragos que libamos juntos, sino su compañía cuando estuve enfermo como dos años sin poder beber e incapacitado después durante meses por un accidente de tránsito que me produjo una lesión en la rodilla izquierda. Sus visitas, nuestras largas conversaciones, los tintos de las noches, el sobrio abrazamiento, sus cuentos sabatinos…
Trece años ya de aquellas aventuras. Hace poco me enteré de que el amigo V. estuvo bastante enfermo, varios meses hospitalizado, con pronóstico reservado, sin muchas esperanzas de vida. Pero logró salir medianamente a flote, y, si bien ya no bebe ni fiestea, su espíritu indomable continúa vigente. Hincha del poderoso, barra brava, cariñoso y sincero como siempre, cuánto me alegró su alegría cuando pude por fin contactarlo y escuchar de nuevo su voz en el teléfono. Todavía en lo suyo, trabajando en lo de siempre, a la espera de una pensión que sigue esquiva.
Años más atrás había estado viviendo en una ciudad aún más distante. A este otro amigo lo llamaré L. Un ser de cualidades extraordinarias: honesto, leal, transparente, genuino, bondadoso, gentil, todo un caballero; de esos individuos que están de veras en vías de extinción. En tierra extraña, su cálida presencia me dio ánimo y me hizo sentir como si estuviera en casa. Solo siete meses viví en aquel exilio. Otra partida que me dolió sobremanera. Volé hacia el mar donde me esperaría la muerte de otro amigo.
Ayer me enteré de que el amigo L. se encuentra preso. Me acordé de él, lo llamé y me contestó su mujer. Después de dudar un par de minutos, me soltó a quemarropa la noticia: está pagando cana desde hace un año y cuatro meses, lo condenaron a cinco años de prisión. Recordé el episodio laboral. Una vez –estando yo en otra ciudad– declaré a favor de él en una investigación disciplinaria sobre ese asunto. Un par de granujas lo enredaron en un tema presupuestal, algo meramente técnico le dijeron, la cifra era irrisoria, y ni un solo peso quedó en el bolsillo del amigo L. El cambio de destinación no podía ser más plausible: celebrar, como en efecto se hizo, con tortas y gaseosas, uno de los tantos “día de…” que se agasajan por igual en las oficinas públicas y privadas. Los granujas están libres, mientras el amigo L., presionado y engañado por ellos para firmar la trapisonda, víctima de odios entre grupos políticos rivales a los que no pertenecía, chivo expiatorio de uno de los bandos, terminó pagando los platos rotos.
Veintitrés años después de habernos conocido y como de doce de haberse pensionado, está hoy privado de su casa, de su hogar, de su esposa, de su jubilación, de su ciudad, de sus caminatas, de sus cervezas, y, en especial, de su única hija adolescente, cuyo padre es probable que no esté en su quinceañero. La pésima asesoría jurídica lo condujo a un callejón sin salida, su defensa no fue oportuna ni eficaz y, finalmente condenado, reconoció que pudo más la vergüenza que su disposición para poder salvarse. Recuerdo haber hablado con él sobre eso, me contó que su abogado le había sugerido no presentarse, en esas estaba, y faltando solamente ocho días para que la pena prescribiera fue aprehendido en un procedimiento policíaco de rutina.
¡Increíble!; todo esto ocurre en un país en el que los asesinos más temibles andan sueltos y los corruptos gozándose el dinero de lo público. Pienso en lo cerca que estamos del derecho penal. Un leve descuido, incluso de muy buena fe, nos puede alojar tras los barrotes de una celda. Hasta por ser buena gente. O por temor reverencial, incluso por timidez. En todo caso, la ley y la justicia siguen siendo para los incautos. En el caso de L., su propia dignidad lo llevó al desamparo, no quiso que se supiera. Por supuesto, una defensa como la que ahora le hago no lo hubiera librado del error ingenuamente cometido ni de la rígida tipicidad de sus secuelas, pero carajo, un juez debería tener también alma y sentimientos. Un tipo tan bueno y sensible como L. no se merece pasar por semejante afrenta. Supongo que las cárceles deben estar llenas de casos como este, como lo están las calles de orondos criminales.
Leerse el Código Penal debería ser una tarea imprescindible, me decía el amigo O. una vez hablando sobre literatura y derecho. Y agregaba: ¿en cuántos delitos habré incurrido sin saberlo? La ignorancia de la ley no sirve de excusa. Dura es la ley, pero es la ley. Saqué esas dos amargas frases de mi rol de abogado. Claro que en Colombia es dura solo para los que no saben cómo confrontarla ni cómo favorecerse de sus martingalas y olvidos.
Se me ocurre entonces pensar en lo que escribirían este par de amigos sobre mí si fueran escritores. Me llamaré J. Los escucho: ahí está el amigo J., pegado a su tierra, en septiembre casi se muere, estuvo más del otro lado que de este, sigue con sus problemas de ansiedad, por poco pierde un ojo, trabaja aún en esa entidad que lo enloquece, relativamente cerca de alcanzar la pensión, hace unos días llegó al retén social, jodido pero contento, escribe, compone y canta, parece que bebe menos, sale poco, en fin, este J. no abandona sus utopías, sus luchas, sus fracasos…
Todos tenemos alguna historia triste que contar. Gracias, brothers.
Bueno, mi querido 2021, así comienzas para mí. Desde aquí, desde este rincón de tiempos y destiempos, procuro llegar a los corazones de este par de amigos inolvidables. Al enfermo, le daré resistencia (del calibre de la que tuve que aferrarme para sobrevivir a las penalidades de 2020); al que está en cautiverio, alas de libertad para volar de noche.
La vida te da tristezas, tristezas te da la vida, y yo, parafraseando, intento consolarlas.
FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)
Profundos sentimientos de un amigo a otro
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