¿QUIÉN DIABLOS ES “EL MEJOR”?

He venido pensando en eso desde que empecé a estar en tertulias literarias. Lo que nunca hacía en el mundo físico, el mundo virtual me lo ha venido prodigando.

Escucho en ellas –al presentar el anfitrión o administrador a algún personaje– que fulano o zutano es el mejor poeta, el mejor escritor, el mejor cuentista, el mejor cronista, el mejor pintor, el mejor cineasta, el mejor novelista, el mejor director, el mejor guionista, el mejor periodista, el mejor actor, el mejor compositor, etc., con sus equivalencias femeniles. A veces, por lo menos, se matiza: de tal época, de tal parte, de tal corriente, entre los vivos, entre los muertos (terminan de matar a los pobres y excluidos muertos que no pueden ni siquiera patalear). Pero, al fin y al cabo, “el mejor”. ¡Y punto! O sea: algo así como EL PUTAS. Y si el mejor es el putas, entonces hay muchos mejores, porque los putas sí que abundan (en Colombia ni se diga, hay uno o dos por cuadra). Yo agregaría: de tal palo, de tal astilla, de tal barrio, de tal bar, entre los que beben vino de tal marca, entre los que meten perico en el baño, entre los que terminan la borrachera o la elevada orinando los postes esquineros, hasta ir de esta forma estrechando cada vez más el cerco y que el juicio de valor crezca y concluya con inobjetable credibilidad: EL MEJOR EN NADA. O el mejor, a secas, porque no queda nadie más con quien competir o comparar. El mejor. El único.

Estos auspiciadores de “lo mejor” deberían ocuparse en asuntos menos abstractos o que no tengan que ver con el arte; en uno, por ejemplo, en el que el olor serviría de impecable criterio para decidir: el mejor en defecar. Aunque no faltaría quien argumente que, si para Fromm y Ovidio el amor es un arte, el noble oficio de expeler lo enrollado también lo es. El problema seguiría siendo el mismo del arte: cómo saber, comparando escritores con cagones, quién es el mejor si hay buenos escritores que evacúan muy mal y buenos extractores que no escriben nada bien. La comparación es válida, pues escribir y excretar de alguna simpática manera son sinónimos. Este tema se enredó. Espero que no huela.

Caramba, ¿quién puede llegar a ser el mejor en algo? Los premios no son de fiar por muchas razones, pero en especial porque tendrían que otorgarlos los mejores y estos a su vez ser escogidos por los mejores para fungir de tales, y tendría que haber otros mejores que los mejores, así hasta el infinito. De veras: cómo, de forma objetiva, poder definir o catapultar a alguien como el mejor cuando hay tanto humano suelto e ignoto por ahí que en cualquier momento podría aparecerse para darle a ese supuesto mejor un sonoro tatequieto. O ese mismo mejor puede llegar a verse desmentido por sus propios altibajos y desniveles, opacado por su parcial consagración.      

Así pues, un concurso, la opinión de un experto, el aval del grupo literario, muchas ventas o vistas, invitaciones, viajes, contactos, todo eso se traduce finalmente en conveniencia, coyuntura, oportunismo, circunstancia. Nadie –que se considere serio, centrado y honesto– podría arrogarse semejante poder: el poder de nombrar lo mejor. Tampoco se trata de asumir un relativismo que legitime a todos por igual. Ni pontificar ni descalificar, ser más bien sensato y respetuoso, entendiendo que cada quien libra su batalla como sabe y puede. Un deportista es el mejor hasta que llega un don nadie y lo pone en su sitio. ¡Cuándo entenderán esos gloriosos que solo son los mejores mientras puedan, hasta que les salga el diablo y los escupa!

Supongo que quien así se expresa se cree asimismo el mejor o hace eco de una verdad que se posiciona publicitariamente sin mayor análisis. En realidad, en materia de “mejores y peores” me parece que el análisis sobra. La subjetividad se ve precisada a florecer. Perengano es el mejor porque yo, que también soy el mejor, lo digo, y eso basta, te guste o no. Decir eso a mí me daría pena, esa actitud sobradora porta mal aliento, aparte de ser torpe, idiota, patológica y ridícula.

Pero así se pueda aventurar un juicio de estos –basado en unos cuantos componentes que permitan sugerir parámetros verificables de calidad–, una pizca de verdadera humildad no estaría de más. Hay tantos “mejores” dependiendo de cuántos opinantes intervengan. Encuentro casualmente en un libro de John Sutherland el proverbio latino Tot homines, quot sententiae (“Hay tantas opiniones como personas”). Los mejores designando olímpicamente a los mejores. La soberbia es otra de las caretas de la mediocridad. En el arte no hay mejores, solo artistas luchando en secreto por salir vivos de la travesía creadora. El que busca ser el mejor busca la muerte. El que logra salir vivo, solo agradece poder seguirlo estando sin aspirar a grandeza alguna.

Y si no hay mejores, tampoco debería haber peores. Pero sí los hay: somos todos los que pertenecemos a la honrosa categoría de “los demás”. Prefiero reírme de esos individuos chocantes que en una reunión cultural ponderan a alguien como el mejor en algo a sabiendas de que en esa reunión hay personas que se dedican a lo mismo. Así sean muy “malos”, merecen respeto. Pero el muy fantoche los insulta y estos se quedan callados como si nada pasara en vez de propinarle al agresor una trompada virtual sin precedentes. No por engreimiento ni por sentirse ofendidos, sino para castigar la brutalidad de la insolencia. Hay que mantener todavía un poquitín de dignidad. Ni ese inflado es el mejor, ni los que él menciona tampoco lo son, ni nadie lo es o puede llegar, sinceramente, a serlo. Solo en la cabeza de un enfermo por la fama cabe una tontería de tal magnitud. Y esta otra: el mejor de los mejores. En vez de levitar deberían avergonzarse por creerse y sentirse superiores. La historia sabe qué hacer con ellos.

“El mejor poeta”. Esto sí que es lo peor de todo. Todo un contrasentido. El mejor poeta para qué, por qué, quién lo dice, en qué, ¿en imágenes?, ¿acaso la poesía se circunscribe a ellas?, ¿conoce quien eso afirma a la totalidad de los poetas (buenos, malos, regulares) existentes? Por lo visto y oído, para estos dioses de la poesía son poetas únicamente los conocidos, los que se nominan unos a otros, los que se buscan y se ayudan, los del mutuo elogio, los del homenaje recíproco, los que publican, los que farolean en ferias y en festivales, los que les representan alguna utilidad, los que figuran en cuanto Zoom los desenfoque.

Ser el mejor poeta debe ser una situación muy vergonzosa, una especie de moralista estéril, bonachón y medio pendejo. Vuelve a mi mente Ribeyro, a quien sigo leyendo y releyendo cerca ya de concluir su dietario sin quererlo terminar. Uno de esos libros que debieran consultarse hasta el último respiro. Se aterra Julio Ramón de que su diario pueda llegar a convertirse en un libro formativo, “que se encuentre en él algo de ejemplar o recomendable”. De ahí que haya que preguntarse, además, si el mejor poeta pudiera ser alguien perverso, un mal ejemplo, sin ningún aspecto positivo. Pero entonces el mejor sería el peor, y el peor sería el putas, y esos doctos de lo mejor tendrían que meterse sus fantasiosas lenguas por el orificio que también escribe.

Yo, de verdad, preferiría ser el peor que peor, y ser leído de modo fortuito algún día sin pasar por intermediarios jactanciosos. E irme para el carajo si es eso lo que me merezco, donde es factible que me encuentre con el mejor que mejor.

El egocéntrico es un espécimen muy complicado. Me limito a escucharlo, a darle la razón sin loas. Es mejor no contradecirlo, no vaya a ser que le dé un infarto o se suicide en presencia nuestra. El egotista no acepta que le cambien el tema, es el dueño de la conversación y la opinión contraria le importa un bledo. Te llama o te busca siempre por algún interés. Mi corazón llega a ser tan bueno que lo tolera y se apiada.

¿QUIÉN DIABLOS ES “EL MEJOR”? Ni Dios, que, según Rilke, confió a sus manos la hechura del hombre mientras él se dedicaba a vigilar la tierra, y el hombre, impaciente, con ganas de empezar a vivir ya, se les escapó, cayendo a través del espacio en estado inconcluso.

Hay quienes sostienen que cada uno en lo suyo es el mejor, que nadie más puede hacer lo que cada quien hace y sabe hacer. Algo parecido al síndrome del “único”, aunque hay únicos que, sin duda, se destacan por eso: por ser auténticos, singulares, raros, sin pretenderse nunca los mejores.  

Me quedo mejor con esto de Ribeyro: “Debo hacer lo único que sé hacer más o menos bien, lo que me agrada hacer y lo que otros no pueden hacer en mi lugar: escribir mis historias boludas o sutiles, hasta reventar”.

Es lo que intento.

FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)

 

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