HABLEMOS UN POCO DE AMISTAD.

En un tiempo creí ser uno de esos amigos leales y extraordinarios que, conforme a la manida frase, están siempre ahí, tanto en las buenas como en las malas. Y la verdad, creo haberlo demostrado con creces. Mis amigos de aquellos años no se pueden quejar. Estuve ahí para ellos en todo momento y lugar, acompañé sin falta sus éxtasis y sus precipicios. Llegué a considerar la amistad como mucho más importante (o menos desastrosa) que el amor. Bastante que nos la bebimos sin descanso. No se puede desconocer que la amistad y el alcohol son camaradas.

Ahora comprendo que esperaba también mucho de ellos, y les demandaba una entrega y fidelidad que debió haberlos abrumado. Yo era muy exigente en asuntos de amistad, y, por tanto, sumamente sensible a sufrir sus fallas o carencias. No concebía en algo tan sagrado poquedades de ningún tipo. Y cuando las descubría, era implacable en mi sentencia. Al dolor y al desengaño les sumaba un cambio radical sin apelaciones. ¡Adiós, Amistad! El que la embarraba, era eliminado de mi lista.

Después me tocó partir y estuve dando vueltas en distintas ciudades durante años, nuevas amistades surgieron, unas pocas han logrado conjurar el tiempo. Acabé entonces descubriendo una nueva faceta de la amistad que me permitiría reconsiderar más adelante algunos de mis criterios. Al principio, quise estar en la vida de esos nuevos amigos como lo había estado en las de mis amigos anteriores, llegar cualquier día y a cualquier hora a visitarlos, desplazarme en sus hogares como el famoso Pedro, llamarlos con frecuencia, invitarlos a beber, hasta que, poco a poco, me fui dando cuenta de que estos personajes, aclimatados ya al rigor del orbe citadino, conservaban muy pocas cosas del ambiente provinciano del que procedían, cambiando hasta de acento. Recuerdo que recibí a cambio muchas evasivas, desplantes, frialdad, indiferencia, excusas para todo, promesas incumplidas, no sé cuántas veces me dejaron esperándolos. Lo que al principio me generó desazón me fue sirviendo para al final convencerme de que si quería sobrevivir en ese medio turbio y hostil debía desprenderme de mis apologías regionales, empezando por la peor de todas: la de la amistad. Dejé huellas de ello tanto en lo musical como en lo literario. La decepción y la nostalgia supieron escribir, cada una, escuetamente lo suyo. ¡Al carajo la amistad!, pocas se salvaban, y fue así como dejé de ser también un buen amigo. Me despojé de mis taras. Yo mismo me eliminé de las listas ajenas. Hubo, claro está, excepciones. Como en todo.

No obstante, fui cambiando de opinión, entendiendo que quizá a la amistad no haya que pedirle tanto, que ser amigo no implica nada más allá de poder otorgarnos unos cuantos ratos de felicidad o de tristeza. Dejé, pues, de juzgar. Había que matizar las cosas. Aunque sepamos que a veces el olmo sí da peras.

Mi retorno al terruño, diez o más años después de haberme ido, me mostró, además, que lo que había sido ya no era, las ciudades también olvidan, traicionan y envejecen, y los pueblos igual, con más pesar incluso. Volver a lo pasado enferma más de lo que reconforta. Me reencontré sí con antiguos compinches y reviví con ellos las conversaciones sobre andanzas y fechorías, nada nuevo bajo el sol, resultó inútil plantear alternativas temáticas en los siguientes encuentros, era como si esas grandes amistades que un día se dieron no pudieran actualizar sus energías ni dejar de girar en torno a los mismos egos y saudades.

Las tiendas, las calles, la bohemia, la poesía, la literatura, la música y los festivales me trajeron nuevas amistades de distintas edades y procedencias. Con todos se confirmó la regla: la amistad está condenada a defraudar, no puede hacer mucho por evitarlo, no está en su naturaleza, su corazón y su cerebro son humanos y, por ende, proclives a cometer errores y a revelar sus falencias. Volví a dejar reacciones en escritos, pero volví asimismo a comprender que yo también era como ellos, puesto que también defraudaba, también mentía, también los dejaba esperando, también me movilizaba únicamente si había trago y farra de por medio, también tenía un corazón y un cerebro demasiadamente humanos.

Con dos de estos amigos me ocurrieron anécdotas asombrosas: conservo dos audios que archivé como “prueba reina”, el uno enlodando mis cualidades y el otro burlándose de mis creaciones sin compasión. Recibieron obviamente su castigo, dejé de quererlos por unos días. Corolario: no es que no fueran amigos, sino todo lo contrario; sí lo eran, terrícolas con virtudes y defectos, y lo eran precisamente por eso: porque la amistad no es tan bella ni tan pura como dicen. Tampoco se trata de caer en neutralidades afectivas. De vez en cuando hay que cantarlas claras, duélale a quien le duela, no se puede vivir todo el tiempo en función de un relativismo sentimental.

Los años pasan, y el amor (cuando existe y resiste, y por milagro se fortalece) va imponiéndose sobre la frágil e inconstante amistad. El tiempo trae, como sabemos, enfermedades, y para afrontarlas contamos básicamente con los seres más cercanos a nosotros, algunos lo llaman familia, yo lo llamo complicidad, una complicidad que se vale de innumerables poderes mágicos, que se prodiga de verdad ayuda mutua. No hay que culpar a la amistad por esto, no está llamada a suplir lo cercano. Las rudezas del día a día, la vejez que silenciosa va tejiendo en nosotros sus arrugas, y la señora muerte alumbrando y perfumando el camino para irse acercando sin ser vista ni olfateada, solo se logran medianamente contrarrestar con una cotidiana dosis de ternura y aislamiento. Al final, todo gran sufrimiento es profundamente solitario.

Ahora bien, no quiero decir con esto que no valore a mis amigos, ni ellos a mí, sino que hay que entender el asunto en un contexto mucho menos emotivo, más flexible, aterrizado y hasta saludable: lo que más favorece la amistad es no sobrevalorarla elevándola a categorías divinas o sobrehumanas. La amistad cumple, sin duda, un importante papel. Pero no debe nunca cruzar su límite ni volverse pendeja y empalagosa. La amistad perfecta no existe. Ser imperfecta es su mayor virtud. Quien se queja de no tener amigos o de que estos no son lo que esperaba, lo que hace es demostrar que sigue dominado por las embelequeras delicias del romanticismo. Una amistad extrema, de estilo bonachón, se torna indefectiblemente ilusa, mentirosa y falsa. La razón es una sola: la amistad que trasciende su límite se transforma en otra cosa, termina metiéndose en aquello que no es lo suyo, que no es de su incumbencia, y deviene, por tanto, problemática, fracasando terriblemente en sus buenas intenciones. La amistad debe ser inteligente y discreta al manifestar su apoyo.

Escuchemos a dos monstruos que escribieron páginas inolvidables sobre la amistad:

Camus, en “La caída”: “… la amistad ya es algo más complicado. Tardamos en obtenerla y nos cuesta mucho trabajo. Pero, cuando la tenemos ya no hay manera de desembarazarse de ella. Tenemos que asumirla. En primer lugar, no crea que sus amigos le telefonearán cada noche –como deberían hacerlo– para saber si ha decidido suicidarse, o sencillamente si no tiene necesidad de compañía, si es que no piensa salir. La cosa no funciona así. Si los amigos telefonean, seguramente lo harán la noche en que usted no está solo y en que la vida le parece hermosa. Más bien ellos lo incitarán al suicidio, en virtud de lo que usted se debe a sí mismo, según ellos. ¡Que el Cielo nos proteja, querido señor, si nuestros amigos nos catalogan demasiado alto!... la amistad es distraída o, por lo menos, impotente. Lo que desea, no puede conseguirlo… Fíjese que solo la muerte despierta nuestros sentimientos. ¡Cómo queremos a los amigos que acaban de dejarnos!... Pero, ¿sabe por qué somos siempre más justos y generosos con los muertos? La razón es sencilla: con ellos ya no tenemos compromisos… es la muerte fresca lo que amamos en nuestros amigos, la muerte dolorosa; es decir, nuestra emoción, ¡a nosotros mismos!... ¡Vivan, pues, los entierros!”.

Julio Ramón Ribeyro, en “La tentación del fracaso”: “… Hablábamos del amor y la amistad. Apoyándome en Montaigne, le decía que una de las condiciones de la amistad era la separación periódica de los amigos. La ausencia robustece más la amistad que la presencia. La presencia engendra la saturación, el hastío, a veces la antipatía. Me ha sucedido muchas veces desear que parta un amigo para no perderlo… Los amigos que más estimo son aquellos que no conozco completamente, es decir, que no he querido conocer hasta el revés de la figura. La amistad tiene una frontera natural que nunca debíamos sobrepasar: más allá de ella el contacto se convierte en colisión… Es triste llegar a los treinta años sin tener un solo enemigo”.

Cierro esta tonta y larga reflexión con lo siguiente: amigos míos, brindo esta vez literariamente por ustedes, pertenezco a esa clase de amigos que en múltiples ocasiones causan la impresión contraria, soy lector e impulsor de levedades, kafkiano en lo de hacerme infinitamente pequeño, no creo en sentimientos sublimes, amo las rupturas por su tragedia artísticamente revolucionaria, me escondo en los cumpleaños para que nadie me felicite (no se molesten por semejante nimiedad), me desaparezco cuando los demás hacen presencia y viceversa, no esperen nunca que alguien que vive su vida al revés (o eso intenta) se haga visible a tiempo, no es una elección, está más que comprobado, soy asocial, fugaz, vertiginoso, pero aun así saben que cuentan conmigo para desorbitar el mundo.

A propósito de Kafka, acabo de recibir por fin sus “Diarios 1910-1923”, adquirido on line la semana pasada, se habían rehusado a llegar a su destino y fueron a parar a otra ciudad. Sus secretos me esperan. Pero antes, esta genialidad de Kafka en su “Informe para una academia”: “La palabra humana distorsiona mi vieja verdad de mono”.

¡Loor a la amistad que no se cree la gran cosa!


FRANCISCO BURGOS ARANGO (FBA)  

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