VIDA DE MI VIDA. Cuento –de mi inventario de hechos y desechos– que reposa en el libro CUANDO LA MUERTE AMA (publicado en enero de 2000, reescrito en su totalidad posteriormente y publicado en Amazon, en 2019, como e-book).  

Historia breve y ficcional de una vida que aún patalea.


FBA

 

VIDA DE MI VIDA

 

“Y no hay manera de evitar

el salto mortal de vivir”

SABINA y PÁEZ

 

Nunca solías vivir que te llamaran por tu nombre. Siempre luchando, tratando de suavizar la alternativa grotesca, y la tía Lupe que entraba gritando como cuerda dónde está mi pachito buen mozo, pachito amor, bandidito, te traje un regalo, puf, trágica puntería, dulces sueños. Ni siquiera pedía permiso y soberbio estampado, nada que hacer, a seguir jodido, tú sabes, cosas de la infancia, me había visto crecer. Todo en la vida se manifiesta de similar manera, aunque, claro, queriendo invariablemente romper las razones que vuelan, los apellidos ilustres, los helechos sin culebras y estables en sus macetas, en todo caso aguardando, huyendo de aquel ósculo siniestro que cada vez se acercaba más a la inocencia. Aún recuerdas los batallones que se formaban alrededor de los domingos y al domingo llegábamos desesperados; recuerdo cómo golpeábamos al Pocaslibras, mierda, me acuerdo. Sobra decir que a estas alturas de la vida (más exacto sería decir bajuras) no es imposible recrudecer el tiempo. Los peores años, de especial memoria, surgen desempolvados tras los barrotes del sexo. Las peleas con el gordito altanero que quería ser el sucesor del potente y grandillón boxeador el Johnnnnny González, tremenda pegada, aplausos por favor. Después aparecería la hembrita, la misma que en una noche de plenilunio, de inmejorable claridad para jugar al fútbol, arremetería en su carro contra nuestro equipo, caramba, celos al volante, temerosa de esa pelota de olvidos que nos hacía sudar a contento, pues ahí viene el Máximo, el mejor de todos, juega descalzo, no alza la cabeza, todo un bólido, ¡Máximo!, sus compañeros le llaman, nada, el hombre sigue, se saca uno dos tres, va a patear: la cagó. Todas las noches había que verificar primero el encierro de Boliche, pues sin estar a salvo de sus mordiscos no se podía iniciar el estelar partido. Aún ladraba fresca la vez en que Enith dejó entreabierta la reja del patio donde lo metíamos, y por ahí salió Boliche disparado en pos de la puerta principal, la cual, también medio abierta, vio pasar a ese cocker spaniel de color canela, bello y endiablado, que buscaba afanosamente donde descargar la fe de sus colmillos. La cancha quedó desierta en un santiamén, no se supo quién voló más ni quién más lejos, algunos permanecieron en las copas de los árboles cercanos hasta que Boliche se detuvo en mitad del pavimento raspándolo con sus patas delanteras, alternándolas como toro de lidia. No era todavía Boliche la fiera que terminaría sus días entre mi exilio y su exilio, amarrada cruelmente a la desesperanza, hasta morir envenenada por la insensibilidad de un monstruoso vecindario. Puesto otra vez bajo control, empezaron a descender los monos y palmo a palmo fueron regresando los atletas. Pero el susto fue tan grande que el balón no pudo rodar bien aquella noche, empate a ceros, los partidos no finalizaban mientras no hubiera un ganador, duraran lo que duraran, desde las siete driblando y pasada la medianoche nada que se abría el marcador. Hubo que dejarlo así. A cargar baterías se dijo. Noche tras noche el alcalde dormía sus gestas de adúltero regir, las hojas secas de los árboles de caucho se esparcían por la cancha de asfalto en la que corríamos sin más luminaria que una luna tenue y aburrida, y había que interrumpir el juego para ver pasar las volquetas ya cargadas que volvían del río, dejando una capa de arena que el Máximo, más que nadie, puteaba y maldecía. Lo cotidiano era conformar equitativamente los equipos, aunque lo ordinario era asegurar la misma rivalidad de las patadas. El peleón del Jonás, manejando una sola pierna, el Pocaslibras, casi inservible, el Cansino, rindiéndole honor al sobrenombre, el man de La Bodega y yo, contra el Máximo y sus estrellas descalzas: arrostrando la oscurana con afán incendiario, algazara de miserias y sudores que hacía más doloroso aquel silencio. Y así continuar, felizmente atolondrados, no había de otra, con alguna explicación para medrar ciegamente (el olvido funesto de las agraciadas burritas por culpa de las desagradecidas mujeres), apesadumbrados o extáticos a fuerza de recibir o anotar goles imposibles: el Pocaslibras cantaba desaforado un primer tanto espectral. Las faltas y los lances dudosos se resolvían a conciencia, aunque esta tardara en decantarse, paralizando el juego más de la cuenta, hasta que reincidíamos como empujados por extrañas ganas de morir viviendo… de perder ganando.  Los carros, bestias dichosas les decía el Cansino, interrumpían el match a cada rato, entre reyertas y peligros, bendito tráfico disputándose el único pavimento de la cuadra. El Máximo, por las vainas de algún paradójico destino, era por lo general el gran damnificado. ¡Cuidado!, no vale, no vale el gol alegábamos ansiosos, y el Máximo nojoda, así no juego más, que no fuéramos tan tramposos. Bocarriba sobre la grama, miraba desconsolado el firmamento, como buscando en aquella oscuridad de inmóviles estrellas la respuesta a su desgracia y, en simultáneo, la inspiración para mejorar su suerte. Resucitado volvía al partido. Ya lo saben, la próxima se iban, y el Cansino bestia dichosa que estás en la tierra santificadas sean tus llantas venga a nosotros tu ruido y sálvanos de la goleada. Una vez, en época de brisas, de esas que el Sinú, río fatal, decora con encanto y misterio, el Pocaslibras saboreó por fin la victoria gracias a una maniobra singular. Un soplo angustioso lo sacó de su gravedad, un viento importante, casi milagroso; el Pocas brincaba despavorido, volaba, y en cosa de segundos, como por arte de birlibirloque, entró con todo y balón en la pequeña portería de nuestros sorprendidos rivales. Más rápido que en un instante, después de más de cuatro horas aguantando el cero a cero la muerte súbita nos había favorecido, dejándonos en medio del estropicio y el desconcierto de semejante alegría. Uno a cero quedó el marcador en la corteza del totumo: imborrable, imperativo. La noche siguiente el prodigioso futbolista se estrenaba unas botinas negras de puro cuero, matutino regalo de su progenitor para calmarle la euforia. Una performance inolvidable y tal. Eran tan grandes que concluimos enseguida que la intención del padre era compensarlo, mantenerlo en tierra firme, no fuera a ser que en una de esas emociones triunfalistas el Pocas se fuera de verdad volando, como un globo, sin retornar jamás. Pesan como una tonelada se atrevió a decir el Cansino, y el Máximo, hasta desgañitarse, insistiendo en que así no jugaba. Incompletos, aguafiestas el tipo. Jonás, con la piedra casi afuera, qué tienes ¿culillo?, y el Máximo, respirando por la herida y con los pies remendados, sí maricón no ves que este carajo con esos zapatos parece equipado para una demolición, y yo mierda llavería se nos hace tarde no prolonguemos más la joda hermano. Osvaldo, único espectador de siempre, observador solitario de aquellos desencuentros, amigo de todos, acostumbrado a pernoctar al garete de sus veteranas correrías de amor, famoso entre la muchachada por sus conquistas domésticas, iniciador sexual con gatitas estupendas en eróticas construcciones, Osvaldo llega y soluciona el inconveniente con sus enormes botas de chófer de hacienda. Botas sin miedo para el Máximo y Osvaldo empieza a deleitarse con la frescura de las piedrecitas. Brr qué calor susurra temblando el Máximo y la tropa inminente sí qué calor tan hijueputa. Osvaldo, sentado en el andén, recostado en el poste telefónico, ve pasar la última luciérnaga, se estira con pulgar e índice el bigote desaliñado, acomoda luego sus testículos e increpa virulento, apúrense charlatanes que se acabó el recreo. Y a jugar se dijo. Una finta de Elías rompe la columna de frío empezando a transpirar todos como precitos, tártaro inmarcesible, montón de cínifes, humo senatorial que precede al arribo de nocherniegas tractomulas cargadas de contrabando. El policía del alcalde, haciéndose el loco, escurría su bolillo en el matorral de al lado mientras lográbamos encajonar media docena de goles en la ajada humanidad de nuestros estelares contendientes. El Máximo se frenó; las botas de hacienda se pegaban al betún del suelo como decía él, absorbido como se sentía por el alquitranado, neutralizado por algún imán inverosímil, la cripta descomunal, el perdón de los pecados, resabios de la pobreza, quién podrá saberlo. Total, que perdieron, el ridículo socio. Tan irreverente ponto de pepas nunca se había visto en nuestra cancha de albores grises. Un viento repentino derrochó sus augurios, amago de lluvia o saudades del verano, y sin humillos ni resquemores nos abandonamos tempranamente a los grillos del silencio. Noche tras noche el zumbido copioso de la alcaldesa, cuidado con las matas, que el portón está abierto José, niño ¡por Dios! ciérralo, y el rey José con su sable de amarguras ya voy señora no se impaciente. Después, las chanzas del cansancio, el Bodega es culo de morboso, amplio festejo, y el Bodega furente qué es lo que te pasa malparido, se sacaba la verga, que nos engancháramos, semilla de jardinero, sonrisa de satisfacción, dientes picados. Jonás, chiquito y flacuchento, comprador de peleas, no aguanta un trompón dice el Cansino, Jonás al contraataque, cuál es tu vacilón macho cacorro muéstrasela a tu madre conmigo la cosa es a otro precio, le caminaba, que le quedara claro, y el Bodega profusamente herido claro no peto, se quitaba la camisa, puños y patadas, puntapié de Jonás con volada de zapato, risas, el Pocaslibras goooool, y el Cansino bueno y a estos malucos qué bicho les picó cipote cuento cálmate mocho, empujándolo, los separábamos, gavilla de cretinos. El Máximo y su tropilla tomaban a tiempo el portante, y nosotros a dormir, a poner pies en polvorosa, chao.

Los domingos resultaban más equipos, cambiábamos de cancha, nos citábamos por la tarde, torneo relámpago, invasión de propiedad, tumbada de cocos, Corporación Club Agreste, Junta Directiva, llamen a la Policía, sáquenme a esos jardineros de aquí, y a volar se dijo, a saltarse la tapia, desesperados, buscando dónde, alambre de púas, miuras a la vista, barriletes, burritas, falta uno, también una, ¿dónde está el Jonás?, culeando responde el sordo, juguemos otra cosa, béisbol por ejemplo, más peligros, desniveles, riesgo de quedar chiclán o escalabrado, frustración, angustia fertilizada, estos hijueputas ricos no tienen perdón de Dios. Sobrevino entonces la sanción social, el murmullo ríspido de la vecindad, la encopetada indigestión del barrio. Y de ese intenso vivir de vanas prohibiciones, de aquel transitar feliz por tetas sancochadas, serenateando en ventanas de doméstico estrato, fui familiarmente arrancado para aterrizar, breve tiempo después, en brazos de una inercia demencial y hermética que, en su cuerda paradoja, terminó salvándome. ¡Ay, Medallo, cuánto le debes al silente ruido!

Bachiller académico, cartón de resistencia, milagro fatal, pirrónica distancia… Y aquel himno maltratador, su versión luego de abandonar, nunca superar, aquellos tenebrosos años: colegio de la Salle tan temido, así nos tienes hoy, sin pizca de emoción, y el corazón sin gratitud jodido, y cada labio saboreando una traición. Vuelve y juega la tía Lupe, exquisito entremés, un puesto más en la mesa, full soledad. Boliche ladrando enloquecido, turbión meloso, anticipándonos su olor, y ella, inocencia vejancona, cementerio feliz, vociferando antes de tocar el timbre, amarren a la fiera Josefa dígale a la niña Mayo que llegué. Triunfal y caprichosa, pachito amor corazoncito cuándo llegaste, abrazo, lengüetada, muamuaMUA. Los chismes de sociedad, sopa de orejitas, la hija de Julieta la quinceañera se casó embarazada, pollo al horno, el hijo del doctor Vergara fuma mariguana, arroz con plátano maduro, si te contara lo del distinguidísimo doctor que nos saluda en misa, el que sabemos, viejo verde, sí mija, comprobado, si no me crees pregúntale a Sarita que lo vio en la Avenida Primera en plena cacería crepuscular. ¡Rin, rin!, retortijón, pestilencia, alternativa grotesca, riiiing, oxígeno, el Pocaslibras pisando el umbral, pelechado, vigoroso, viejo Pach, y yo, salvado por la campana, bien o qué. En tiempos de Lucero, todavía se acuerda, tenía que correr a toda desde la puerta hasta la escalera para librarse de sus colmillos, el temible can, ya adulto cuando la mudanza, jamás pudo desenvolverse en los peldaños, salía disparado desde el patio, el Pocas se preparaba, uno, dos, tres y bang, frenada de Lucero, el Pocaslibras a salvo, riéndose, Lucero, guau, guau, grrr, regresando derrotado una vez más a sus confines. La historia familiar podría ser ladrada por todos nuestros perros; desde Laico hasta Star, pasando por los callejeros Félix y Blas de Lezo, cada uno con sus fotos, su época, acompañando hechos relevantes, nombres o referencias para no perdernos en el tiempo.

Y por fin regresar, volver del todo a casa, no más viajes ni derrumbes, uf, salir viernes, llegar sábado o domingo, bendición de madre, huevos revueltos, qué delicia, luz opaca, retornar lunes, qué vehículos aquellos, pullman les decían, terminales en zonas de tolerancia, pasar a empellones, efluvios contundentes, nunca más cielos infernales, como tampoco claustros opresivos, lentas desazones que no impidieron que volara inexorablemente la juventud, aún sin título profesional, sin dinero, sin trabajo, medio muerto, sin victorias plausibles, con abogado a cuestas, qué derecho ni qué ocho cuartos, terminología hedionda y aplastante, pobre literatura, cómo librarla de semejante enredo, un padre de veras muerto, dolido, defraudado, amarga resistencia, nada de leyes, a buscar sobrevivientes, nuevos jugadores, un campito cerca de la iglesia, a querer reparar el tiempo destruido. El resto, ¿quién lo sabe en realidad? Más idas y venidas, estudiar otra cosa, ser profesor, estaba escrito, no hay mal que no se cumpla, un siglo para graduarse, tener que laborar en antros policivos, de un exilio a otro, liderazgos, persecuciones, atentados, varias ciudades, uno que otro pueblito, mucho frío, dos hijos distantes y sigilosos, transmisión de errores, hondos resentimientos, una mujer rotundamente ficcional, más embestidas, menos amigos, casi ninguno, ni modo de volver a huir de esta ciudad y así en lo sucesivo, colorín descolorado, se ha ido acabando este cuento, infinidad de cervezas, la vida de una vida, ver a veces al Pocas en maduro equilibrio aunque luciendo como siempre su ser desorbitado, grandes ideas, inventos geniales, algo de levedad, risa y alegría contagiosas que sabe desperdigar muy bien, destartaladas sombras, toca entonces subir el volumen del éxito y silenciar el del fracaso, qué habrá sido de aquellos jardineros con los que jugábamos también bola de caucho, ojalá estén vivos y hayan prosperado, me aferro a lo invisible mientras escucho al Pocas contarme sus hazañas, ha triunfado en la vida, casa amplia y lujosa, carros, apartamentos, playas, inversiones, yo, en cambio, era un as en lo otro, en la vida ni mierda, jonrón tras jonrón, shortstop, imán en las manos, no se me escapaba una, y qué tiro a primera, triple out, recordar es morir. Ver otra vez al vendedor de periódicos pedaleando bajo el eterno sol, ¿cuántos años en eso?, o al vendedor de pan en su triciclo, todas las tardes a la misma hora, ¡qué bien!, luce igualito, nada que envejece, seguirá el jardinero siendo jardinero, el conductor igual, y Osvaldo, ¿qué habrá sido de él?

Vida de mi vida. Nunca solías vivir que te llamaran por tu nombre. Siempre luchando, tratando de suavizar la alternativa grotesca, y la tía Lupe que entraba gritando como cuerda dónde está mi pachito buen mozo, pachito amor, bandidito, te traje un regalo, puf, trágica puntería, dulces sueños. La tía Lupe, tan bella, ya murió, la niña Mayo también, snif, no me lo recuerdes, hasta Josefa se nos fue de este cuento, con el cuerpazo que tenía, locata y lluviosa, y yo, todavía por acá, dentro del mío, en un rincón inhabitado (me quedan pocos), escondiéndome a duras penas de la adultez e inexplicablemente menos golpeado por la muerte, algo viril (hago ejercicio, cambié de vocales, frutas en lugar de fritos), y descendiendo no obstante, con lento fatalismo, hacia el fondo ya visible de los tiempos. ¡Cuándo!, a partir de qué momento comenzó el declive es, a fin de cuentas, secundario; fue, sin duda, un escenario minado de altibajos, maremágnum que anima la existencia. Como si al instante de entrever la cima me pareciera muy elevada la montaña y en vez de afincarme en el desgarro me confiara a las ocurrencias del destino. Acumular errores, a excepción de dos vástagos que crecieron con cierto lejano desamor, resultó vivencia feraz de días interminables. Una tristeza intermitente se me fue aclimatando mientras aprendía a encontrar, palmo a palmo, reciedumbre en nimiedades. ¿Recobrar los desasosiegos de aquella juventud? Pues sí: prosigue siendo posible volver de plano a la antigua dolencia. Ese intenso vivir que solía desconocer tu nombre; aquel pedante de origen paterno al debutar en la cultivada fiesta navideña; el jugo de papaya derramado mientras cenábamos en familia, agravado por fraternales odios para precisar mi clasificación dentro del reino animal; el demasiado circunspecto que quedó latiendo por siempre en una atribulada timidez; la venerable simpleza que menosprecia los rigores juveniles, todo ello en estado de acrimonia laudable o haciendo de nuevo de las suyas, siendo ahora factible que la vida (jamás la alegría) se desprenda de inofensivas ansiedades, acabe con las brutalidades del licor, hasta enderezar, mal que bien, el universo que se sufre de verdad. Muerte, vejez, infierno recuperarán seguramente sus honores y todo habrá sido si acaso un vengativo regalo por tanto desquerer. Vida renovada, pesimismo de la fortaleza, qué seré finalmente que no sea este viejo muchacho incapaz de levar anclas, de dar su brazo a torcer, de restarle luz a la derrota. Noche tras noche garúa de recuerdos, tregua de mutismos, luces de Navidad. Y el abuelo Rafael diciéndome en quimeras que el amor es una manifestación de la soledad, despertándome desde el más acá para asistir de mañana al suicidio de los cielos. Oye a tu hija, su voz preocupada, qué vas a hacer todo este tiempo, óvulo fecundado, de qué vas a vivir, maternidad solidaria, mi impaciencia, mi ruido, mi grisura, aún la escucho cantaleteando albores, apaciguando angustias, esta forma de ser (silenciosa, fugaz, irremediable), manto de dudas, no puedo estar aquí. Pulsar, además, escapatorias, pensar es un derecho, balón de tentaciones, todavía puedo patear, putear, reír, llorar, cantar, perder. Ah, hasta el amor instala su desquite, alguna mentirita para sortear el rumbo, olvidos pasajeros, invierno de promesas, fervorosa oración, la muerte, los amigos, qué resta por contar. Vida de mi vida. Vida amarga y soñadora, reclútame si puedes y ven, ven, ven, no tardes tanto, no tardes tanto. VEN.

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