EL RUIDO
Otra de mis historias, incorporada al libro de cuentos “Cuando la muerte ama”. Le sucedió también a Ramírez, mi mejor amigo ficcional.
Cada día me convenzo más de que se escribe –frente a la velocidad del mundo actual– en función sobre todo del pasado, por todo aquello que queda sin decirse o escribirse (hasta sin vivirse). El presente se nos diluye entre las manos y el futuro, por más lejos que esté, se aprisiona con cada nuevo día y pasa, casi de inmediato, a llenar aún más el baúl de los recuerdos (como si no fueran ya bastantes y pesados). Y este tipo de "ficción" logra, sin duda, no solo "corregir", sino también completar y hasta fantasear con cosas nuevas o diferentes que, a veces, extrañamente, se concretan.
Escrita en Montería en diciembre de 1988, culminada un miércoles 28 de hace muchos siglos, se volvió realidad meses después. El nombre y el cuerpo de la protagonista llegaron, en efecto, para quedarse; ruido de amor y despertar, tormentosa luz, abrazo incierto. A la hora de ser publicada su nombre tuvo forzosamente que cambiar (huyendo de obviedades), pero la clarividencia de lo escrito recibió con el tiempo su justicia.
¿Qué tal el poder de la ficción? Desde entonces, cuido cada palabra que se me ocurre al escribir, no vaya a ser que algunos de mis malos pensamientos (que son muchos), en caso de escribirlos se cumplan “para bien”, con la adolescente eficacia de la premiada película de Ingmar Bergman, “Fanny y Alexander”.
Y el ruido se derritió en silencio.
FBA
EL RUIDO
“Es más
difícil despertar del sueño de
los ojos
abiertos que del sueño de los
ojos
cerrados, despertar sin volver a
cerrar los
ojos ante la amenaza o la
nitidez
excesiva del paisaje, despertar
sin volver
a caer en otro sueño”
Roberto
Juarroz
Ramírez entró al Banco
como de costumbre, faltando quince para las siete. La mañana era la de siempre,
soleada y todavía fresca, con algún rumor de ciudad menos alegre. El aire
acondicionado lo metió de una vez en el ambiente de su trabajo. Pero antes, bromeó
un poco con algunos empleados de su sección, con quienes integraba un equipo de
fútbol en el campeonato interbancario. Ya sentado frente a su máquina de
escribir eléctrica, se dispuso, sorbiendo el primer tinto del día, a llenar
formatos con la diligencia habitual, cuando se vio abordado por un tenue
sobresalto. No entendió bien lo que ocurría y, minutos después, se integró
maquinalmente a sus labores. Media hora más tarde, el Banco tenía el ruido
normal y lucrativo de sus inocentes aparatos. Ramírez contribuía, sin caer en
la cuenta y ensimismado en su oficio, a crear esa vida tan peculiar de la
entidad. El día transcurría de manera habitual: el Gerente asomándose a cada
rato desde la inútil soledad de su inmensa oficina en el segundo piso; Perla,
en su etapa más productiva, meneando su abultado culo de aquí para allá y de
allí para acá cada vez que debía patinar cheques de un escritorio a otro;
Rosiris, la señora de los tintos y aromáticas, sirviendo su pericia con la
asiduidad ya reconocida; los clientes, en las colas para todo, compartiendo
malos olores y mentadas de madre; don Pedro, custodiando los valores, muy al
tanto de las piernas y tetas de Perla en su ir y nunca venir, y buena parte del
personal tramitando documentos, solicitando firmas, completando blancos,
firmando y sellando, visando y registrando, contando impensadamente y con
dormida amargura las angustias ajenas.
Poco antes de las cinco de la tarde, Ramírez experimentó la suerte de un
estremecimiento asombroso. La obligatoria pausa, acaecida mientras cuadraba su
puesto, le enseñó, con nitidez aterradora, la extraordinaria vida del Banco. Se
concentró y la diferenció a la perfección. Esa vida del Banco, ese ruido propio
y terminante que nadie notaba no lo dejó finalizar normalmente su jornada.
Estaba absorto contemplando y viviendo eso que había sido su más cierta
realidad durante catorce años y que jamás había reparado, sonidos producidos de
modo inconsciente por el hombre y, por ende, carentes en apariencia de
significación. Pero ahora, en su caso, significaban (no cabía la menor duda)
catorce años perdidos, una enormidad de tiempo desaprovechando el escaso
aliento de la vida, acoquinado por la espesa costumbre, aprisionado por la
esterilidad del tedio, sucumbiendo ante el imbécil cansancio del deber
cumplido. Al principio, este descubrimiento, aunque resultado de labores
diversas y complementarias, no logró intranquilizarlo, y sólo le representó una
clara e inequívoca conciencia de desperdicio del tiempo, un largo y profundo
sueño en el que su vida se evaporó sin remedio, sin connotar siquiera las
bendiciones de estar muerto. Medio sentenciado a alguna especie de infierno,
Ramírez vislumbró en ese conjunto de sonidos inarmónicos que daba vida propia a
su imperdonable verdad de todos esos años, la forma más contundente de sentirse
a salvo. Semejante a lo que le ocurría con ese extraño sentimiento de todos los
primeros de enero, mezcla de congoja, derrumbamiento, nostalgia y anodina
alegría que le hacía recapacitar sobre la falsa fortaleza vivida a lo largo del
finado año, la insatisfacción y la muerte en una rutina muy bien llevada,
pletórico en sus ganas de seguir muriendo, entregado fácilmente a la fatalidad
del tiempo, a la presencia inmediata e invisible de la vejez. Melancolía capaz
de prevenirlo y de salvarlo, de rescatarlo para la vida, de torcer el rumbo del
implacable pasado, y, de ser posible, ponerlo a vivir, al menos una vez, en el
inefable presente. Pero también, una nostalgia que no puede durar, que le duele
gravemente, que le hará regresar, con ingenua amargura, al eterno redil donde
finalmente el tiempo y la dicha se confabulan contra el hombre que, ciego y
despreciable, termina recibiendo sus turbias y criminales esperanzas. Muñoz lo
sacó con firmeza de su abstracción. Vámonos, le dijo, con una voz que a Ramírez
le pareció escuchar por primera vez en su vida. Ramírez salió del Banco y creyó
sentir un alivio abrumador. No le preocupó entonces el trabajo atrasado, pues,
al fin y al cabo, al día siguiente, como en los dos de enero, volvería a la
tonta felicidad de su reconciliación con la momentáneamente extraviada
normalidad, la misma miserable y astuta normalidad padecida igualmente por la
clientela, tan dormida y ausente como los directamente condenados, con sus
propias sentencias y mundos presuntos, en la que cada cual era, a lo sumo,
perceptor cotidiano de la vida del otro. En efecto, un mensajero haciendo fila
para consignar el dinero podía percatarse del ruido característico del Banco,
pero tal captación solo formaba parte de su propia muerte. Y viceversa: la
aprehensión en Ramírez de aquello que para el mensajero podía ser tabla de
salvación era muy probablemente cosa de su apacible rutina, y lo que llamaban
vida no era más que la fétida distracción de anímicos cadáveres. Pensó un
instante en cuál sería el ruido de ese hipotético mensajero, pero la gama de
posibilidades, desde la fenomenal barrida de un torrencial aguacero hasta la
súbita aparición de una bella mujer, acabó perturbándolo, decidiendo más bien
consolarse con la precisa existencia de muchos seres humanos sin mínimo asomo
de rescate. Por lo pronto, él contaba ya con su ruido, deplorable y monótono
pero fiel y torrentoso. Aunque despertar para qué, si tarde o temprano ese
abandono, ese vigoroso e inevitable sueño lo haría sucumbir, le abriría los
ojos y le mostraría la realidad, una realidad de verdades excesivamente
visibles y de angustiosas, frenéticas e impensadas dudas.
Días después, Ramírez
desempeñaba con eficacia su trabajo. Sin embargo, aquel ruido inadvertido, la
impostergable voz del Banco tan imprescindible para mantener, si no la vida,
por lo menos la conciencia pírrica de estar vivo, lo obsesionaba cada día más,
le propinaba una falta enorme en su lucha solitaria contra la debilidad humana,
hasta llegar por último a predios de lo inevitable: tener que fijarse en él
para poder concentrarse en sus asuntos. Su necesidad de intranquilizarse para
fortalecer legítimamente el vivir fue creciendo entonces, hasta llevarlo con
rapidez al desespero. El apremio por escucharlo y seguirlo se apoderó por
completo de su espíritu e hizo metástasis en su escritorio, donde no tardó en
reinar el atraso y la confusión. Involuntario y contradictorio, el ruido, ese
ruido vital y salvador, no consiguió incorporarse de manera tranquila a su
corazón, y era ya, por supuesto, demasiado tarde para cantar victoria. Ante la
oportuna intervención de León, cálido compañero de oficina, milagroso y popular
portero durante las deportivas cervezas del domingo, Ramírez no fue despedido.
Contra todo pronóstico, le concedieron, de oficio, el disfrute de dos
vacaciones causadas. Fue peor. En casa, una vez se repuso de la bondad
inclemente de tan inesperado descanso, intentó, en vano, crear su ruido; sino
el del banco, al menos uno alternativo que le permitiera sobrevivir mientras
volvía a su trabajo. Quiso darle vida, infundirle voz a su vivienda, algo con
la suficiente fuerza y persistencia, alguna solución parecida a esa advertencia
desapacible que lo desafiaba, en secreto, a vivir. Después de un seguimiento
minucioso a cada sonido durante un par de días, que le sirvieron para apreciar
también la estrecha relación entre los clamores internos y las pasiones
externas de ese cosmos casero, sabía cómo ejecutar la cosa. Y cuando pudo
quedarse por fin solo en la espaciosa casa donde vivía con madre, hermanos,
cuñados, dos domésticas y un jardinero, puso en marcha su aparatosa función.
Sereno y recurrente, encendió los siete televisores dispersos en sendos cuartos
–testigos implacables de la irreversible desunión familiar– seleccionando para
cada receptor un canal diferente, dejando uno sin programación y cuadrando el
volumen de estos con la preocupación de poder ser, sutilmente, todos
escuchados, como en un difícil concierto de minúsculas pausas y violencias principales.
Prendió después la radio de la cocina, sintonizada siempre, no sin contraorden
suprema, al servicio de llorones y ruidosos vallenatos, procediendo igual con
la incorporada por su madre en una vieja y pequeña caja de madera, cuyo diario
y noticioso gandulear, no obstante la tragedia de todo orden en que se mantenía
el país, amenizaba después que murió su padre las mañanas, en afortunado aunque
triste reemplazo de la histórica cantaleta maternal. Buscaba Ramírez
perfeccionar los signos de normalidad que sostenían la casa como la única
manera de procurarse temporalmente, mientras retornaba a sus labores y, por
ende, a su ya anhelado ruido, la posibilidad de despertar. Había, sin duda,
advertido, más allá de lo terrible que resultaba desprenderse de un estrépito
al cual se está habituado, lo letal de no contar en la vida con el próximo y
seguro madero en el momento verdaderamente crítico del naufragio. Intentó
escuchar entonces todos los sonidos que no dependían de su constante actividad,
reservándose los que, de cualquier manera, obedecían a su irresponsable
destino. Los ruidos provenientes de construcciones aledañas, de vehículos
intermitentes y del zumbido de la brisa veraniega que cerraba con ímpetu las
puertas y alborotaba el sueño de los árboles, se sumaron a las voces lejanas
que retumbaban en su alma tanto como los ventiladores de techo: la del eterno
dolor de cabeza de su madre por la enferma motobomba del traspatio, la del agua
que caía de los tanques elevados durante el crepúsculo, la del fuerte golpe de
los mangos de durazno en el tejado asociado indefectiblemente a la pérdida de
su padre, la del silencio pensativo en el guayabo del callejón después de las
cinco de la tarde al volver del colegio y recuperar con discreción la libertad,
y, como si fuera poco, la de los pasos sublimes de sus tenebrosos recuerdos.
Pero había más, faltaba la bulla y el estremecimiento del congelador
destartalado al apagarse y encenderse, la dadivosa pluma del lavadero
especializada en amores prohibidos, el baño de chorro febril y permisivo, el
impecable silbido de doctor Zhivago con que su padre notificaba amorosamente la
llegada a casa, su demasiada circunspección en labios de la hermana mayor, sus
méritos burgueses aplastados por tener mala cabeza, sus ideas políticas
estancadas en un punto neutro, en fin, los estridentes ejercicios y la música
infalible de Silvio queriendo el perdón de los muertos de su felicidad,
síntomas todos que estaban en la base de su injusta y penosa contribución al
logro de ese ruido que era a la vez entrada y salida del oprobioso paraíso,
todo se confundió, en terrenos de la nostalgia, contra su intención de aplacar
las urgencias, debiendo conformarse, ante la trivialidad y el peligro de
permanecer en semejante estado de debilidad e inocencia, con obtener cuanto
antes la normalidad representada en su opaco subsistir, resignando así la gran
oportunidad de gobernar por sí mismo el trayecto final y tal vez más definitivo
de la existencia. Sin embargo, sabía de antemano que los dolores de la casa
perdurarían mientras estuviese sometido tan fácilmente a su contagio. ¿Hasta
dónde se podía ser en realidad inocente y con una especial capacidad para la
traición y la maldad? Aún recordaba las lágrimas borrachas de sus veteranas
correrías de amor y lo informado por una amante ocasional que recibió, sin
alterarse, cercanos al dilúculo, el chaparrón de sus sentimientos reprimidos.
Yo ni siquiera tuve un papá a mi lado y ya ves, nada grave me ha ocurrido, le
había dicho sin contemplaciones ni términos medios. La había mirado con secreta
lástima, considerando la increíble ingenuidad de aquella muchacha que, pese a
la mundana sapiencia, ignoraba lo desastroso y culpable que terminaba él
siendo, con ese poder de convicción que, en palabras de su madre, usado en
sentido correcto, lo hubiera llevado lejos. Mejor echemos otro polvo, se
escuchó pensando para en seguida penetrar sin brújula en aquel cuerpo enemigo y
liberado, distante de las patológicas complicaciones que subyacen atrancadas en
las mazmorras del alma. Ramírez hubiera querido tener a mano a Cernuda para
entender la casa como esa atmósfera transitoria, ociosa, ligera, silenciosa y
sola, sin la presencia y el ruido
ofensivos de esos extraños con los que tantas veces ha sido tu castigo
compartir la vivienda y la vida (masculló sin memoria). Pero tal recurso no
era posible en un hombre cercado por la ansiedad del mundo, por una extraña sed
de fortaleza y pesimismo, por la agotadora dimensión de una culpa infinita y
soberana… fuente inmaculada de su desgarrador infortunio. No se dio por
vencido. Sólo su ruido podría traerle la tranquilidad o la vida. Creyó que
sería una buena terapia ir a otros bancos para recuperar siquiera parte de esos
sonidos cuya falta ya empezaba a mortificar. Los calurosos saludos del gremio y
la inconfundible voz cargada de teclas y de espacios, matizada con timbres y
con sellos, aceleraron sus deseos de vivir, pues sobrevivir en el eco de una
fracasada y soportable rutina, muriéndose palmo a palmo como muchos habitantes
anónimos, dueños absolutos de una rica variedad de pocas razones y de pequeños
conflictos, portadores de notables ilusiones y de merecidos éxitos, no podía
ser más estela de su barco, imprevisible pero certero, como el ruido crucial de
su desgracia.
La cercanía de su regreso al trabajo se vio arropada con un largo recorrido por predios del pasado, conforme al cual la lámpara de lágrimas de la escalera, antigua y olvidada ufanía de la casa, respiró convertida, notando de nuevo su vivificante belleza, en oasis y remanso de trunca inspiración. Pero trajo también consigo una curiosa mezcla de paz y abatimiento, en la que sobresalía su certeza de saberse oprimido por algo que sería su destrucción, la portentosa expresión de la oficina que, a costa de incumplir los deberes laborales, le ofrecía la única (la última) oportunidad de vivir sin retraso, hasta tomar incluso la firme iniciativa. De todos modos, era mejor acogerse estúpidamente al reposo de las expectativas divinas, ese amanecerá y veremos que prueba nuestra escasa fuerza, nuestra nula vocación para la vida, y Ramírez se hundió sin pelea en un fango hecho a su medida, perdiendo así el eventual control de su destino. La muerte, en cambio, arribaría inequívoca, avisando con todo el peso del penúltimo dolor. León telefoneó la víspera para informarle que la carta de despido lo esperaba al día siguiente en su escritorio, un gol que ni el afamado amigo de la finta etílica podría evitar. Ramírez no pensó en nada. Empujado por un vacío excepcional, de esos que son producto de haber considerado todos los interrogantes y respuestas, aguardó la noche para aterrizar en el Banco. Con el vigilante de turno consiguió entrar, so pretexto de ordenar sus cosas personales y no perder tiempo durante la mañana de entrega. En un leve descuido del audaz carcelero, supo escabullirse y se postró, sin quererlo, en la silla giratoria del Gerente, siendo asaltado en el acto por un arsenal de malos pensamientos. Perfiló la impunidad de esa feliz circunstancia y volvieron las palabras de grata recordación, inéditos y muy festejados versos de Pineda, poeta y cajero principal de innegable rigor financiero (el jefe se defiende tras su inmenso escritorio/ entre baladronadas y esponjado derrier/ presumiendo papeles y libros alusivos/ con gangosa elocuencia y nada por hacer; risas y más risas, pobremente contenidas en caso de apuro). Precisó lo frágiles que eran en verdad, propensos a padecer la eficacia de los simples deseos, y asomándose con ajena tranquilidad por los lados de la barandilla imitó el estilo patronal dando un despiadado vistazo al establecimiento, no sin buscarse a sí mismo entre la sana y constante podredumbre. Pero de pronto, se enloqueció. Bajó y subió por los elegantes peldaños con habilidosa festinación abalanzándose, en ambos pisos, sobre algunas máquinas de escribir. Mecanografió en las manuales, escribió en las eléctricas e imprimió en las electrónicas, a la par que calculaba consignaciones, ingresaba débitos, protegía valores, sellaba talonarios, codificaba remesas y visaba sinsabores. Tan rápido como pudo, activó asimismo los célebres chistes de Muñoz, las interminables hazañas de León, los peligrosos chismes del mensajero, la buena voluntad de doña Rosiris, el amargo refunfuñar de los descuadres, la mirada pervertida de don Pedro, el ventoso rumor de la clientela. Percibiendo entonces, sudoroso y agitado, el categórico arribo el ordenador, se creyó tristemente fusilado por los claros indicios de una silenciosa sistematización, cayendo en consecuencia de espaldas sobre el baldosín del primer piso contiguo a la escalera, bajo la mirada atónita del celador, paralizado como estaba ante la pureza de aquel insólito desquite. Ramírez alcanzó a entrever cómo el torpe lenitivo de destapar las heridas lo mandó por unos segundos, aunque lenta y tardíamente, al rincón más apacible del desengaño. Y fue cuando la vio. Vio a Perla cruzando el corredor de los cajeros, bellísima como la codiciábamos juntos cuando lucía la minifalda roja, delgada y cadenciosa como caída del cielo. Vio, además, el aporte del infierno, aquella tanga transparente pillada para gloria de todos gracias a los escalones gerenciales. Ancló así su fetichismo en esos pies desnudos y fugaces, hurgó en el ingenioso escote la calma de esos pechos, amó en los fogosos ojos las sombras de esos miedos, soñó en ese pelo revuelto las joyas de otros mares, largo y negro olvido que le tapó la despertada pena, y en ese túnel de caudales inciertos vivió por un instante. Aquella noche se durmió pensando en Perla, el único ruido que lo atormentaría por el resto de sus días.
(para K, la
del ruido original; meses después,
regalo
nítido de esta inseparable ficción)
porque…
“… hay
cuentos que se introducen en
nuestras
vidas y prosiguen su camino
confundiéndose
con ellas”
Enrique
Vila-Matas
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