EL COMPOSITOR. Cuento de mi cosecha literaria escrito en 2013 y retocado en 2020, que pertenece al libro, todavía en proceso de escritura, “Santo remedio”. Es primera vez que lo divulgo. Un cuento amargo para días muy dulces…    

Esta historia –leída desde la realidad y no desde la ficción– podría acarrearle muchos problemas a su autor. Más adversidades o antipatías de las que ya tiene. Dos o tres impulsivos de esos que reaccionan sin sopesar finales ni contextos. Pero es la historia de F. Ramírez, no la mía; yo solo fui la débil pluma que lo abrazó al contarla. Historia de amor y de dolor por una música que se extravió en el tiempo.    

Cualquier parecido con la realidad… es pura disidencia.

FBA          

 EL COMPOSITOR

Supo al instante que la gran oportunidad había por fin llegado. De manera inesperada y maravillosa, tal vez de la única forma como puede hacerse presente y sin pobres mediaciones la belleza. La canción que lo llevaría a la fama estaba ahí, al alcance todavía del recuerdo, como resultado paradójico de un sueño malhadado. Cuando despertó eran poco más de las seis de la mañana, se levantó afanado en busca de algún recurso magnetofónico con el cual registrar aquel concierto de letra y melodía que vibró tan nítido y armonioso en las veleidades del sueño. Hacía días no se le ocurrían canciones, las melodías se mostraban inquietantes pero esquivas, ráfagas en principio confiables que luego advertía carentes de originalidad, de explosión y de ritmo. Las letras no eran su preocupación, pues sobrenadaba en ideas y su verbo poético le ayudaba. En la música vallenata una buena melodía hacía la diferencia, eso lo empezó a tener claro desde sus primeras participaciones en festivales como concursante de canción inédita. Qué hermosa melodía, pensó Ramírez sorbiendo, con algo de impaciencia, el tinto mañanero en casa de su hermana, donde había llegado la noche anterior para realizar, lo más temprano posible, diligencias impostergables. Cómo no se me ocurrió antes. Fueron en verdad tales palabras más de desilusión y de enojo que de esperanza y agrado. Un problema mayúsculo tenía entre manos. ¿Cuánto podía durar la melodía en su menoscabada memoria?

Había dejado en casa la pequeña grabadora de periodista y el celular que portaba era bastante elemental, puesto que lo había comprado pensando solamente en que cumpliera el objetivo básico de realizar y contestar llamadas. Portátil no tenía, ni ningún otro aparato de los tantos circulantes en la sociedad consumista de la tecnología digital. Así pues, mientras encontraba dónde grabarla no podía desconcentrarse atendiendo otros asuntos, y como su residencia estaba a casi dos horas de camino no había más remedio que tararear constantemente aquella salvadora melodía para no correr el riesgo de olvidarla. Un solo descuido sería fatal; el tema de la canción, con algunas frases ya hechas, había sido expresado en el sueño de manera terminante, una historia distinta de las acostumbradas en las nostálgicas, pueblerinas, romanceras, machistas, despechadas, lloronas, bucólicas, triviales, costumbristas o jocosas letras vallenatas. Respetaba profundamente los cantos de la tradición, pero sentía la necesidad de reformar el texto de la canción vallenata urbanizándolo y dotándolo, incluso, de elementos reflexivos y poéticos que trascendieran el lirismo de sus mejores años. Difícil tarea sin duda, que Ramírez podía ahora –gracias a una rara pesadilla– extraordinariamente cumplir, consagrándose, además, como el forjador de un nuevo paradigma en el arte de la composición vernácula.

Se bañó y vistió en un santiamén, disponiéndose enseguida a esperar el autobús que lo llevaría hasta el centro de la ciudad. Cuarenta minutos de un sufrimiento atroz, ya que el barrio donde vivía su hermana no contaba con transporte público adecuado, no por razones de marginalidad sino, por lo contrario, porque casi todos sus habitantes se movilizaban en vehículo propio. Entre tanto, cada que entonaba la melodía esperaba cinco segundos, luego diez, después quince y así sucesivamente, cinco segundos más para retomarla. El ejercicio, que ya había puesto en práctica con éxito en otras ocasiones, consistía en ir dilatando poco a poco, progresivamente, el tarareo hasta que la melodía quedara grabada en la memoria. Entre tarareo y tarareo debía ocupar la mente en otra cosa para ir abonando el terreno, pero sin pasarse mucho, tenía que controlar muy bien esos intervalos, pues en cualquier momento, por un leve descuido, podía quedarse sin aquel enigmático tesoro. Así que un límite máximo de cinco minutos era pertinente, siempre y cuando el pensamiento no se ausentara del todo. Más allá, el ejercicio implicaba sumo riesgo. No se trataba esta vez de cualquier melodía, sino de una muy especial, una que, sabiéndola potenciar rítmica, armónica y textualmente, le daría el reconocimiento de un medio pedante que contaba con la extraña particularidad de ser a la vez elitista y popular. Por ello, debía ser más vigilante que en las veces anteriores. Debería poder entrarse en el sueño con grabadora a bordo, se escuchó Ramírez balbuciendo a medida que su tragedia progresaba.

Durante su adolescencia y juventud había sido un coleccionista obsesivo de música vallenata, o más exactamente de música de acordeón, que era el término que se prefería en las regiones de sabanas para abarcar una más rica variedad de ritmos. Llegó a tener, con la ayuda prodigiosa de padre y madre, más de trescientos discos fonográficos de vinilo de larga duración. No precisaba cuántas canciones pudo haber compuesto en aquellas calendas, pero sí que fue un intento más o menos prolongado y fructífero que estuvo haciendo hasta que la canción vallenata se vio contaminada por baladas, rancheras y fusiones empezando a perder identidad, mostrando asimismo en sus letras una simpleza aborrecible. La decepción llevó a Ramírez a otros puertos musicales y por ahí estuvo muchos años hasta que el prurito de la composición de aires vallenatos y sabaneros volvió a tocar su puerta. Parrandas primero, y luego festivales, lo fueron metiendo otra vez en el universo febril del acordeón.  

El panorama no era nada alentador, la desintegración del vallenato había llegado a niveles irreconocibles y hasta risibles, la pobreza de lo que comercialmente se escuchaba a nombre suyo era de veras espantosa. Palmo a palmo fue sintiendo Ramírez la necesidad de denunciarlo en sus canciones, de llenar vacíos con un mejor contenido literario, así fuera para poder, como él decía, seguir parrandeando de verdad, para dignificar sus libaciones solitarias. Sentía que la evolución textual de esa música tan querida no solo era posible, sino también insoslayable. Acumulaba desde entonces algo más de ciento cincuenta canciones de distinta factura en un lapso de diez o más años, paseos y merengues más que todo, pero no había contado con los contactos y palancas indispensables para que al menos una de ellas fuera grabada, excepto por él mismo, con los escasos recursos disponibles. Conocía muy bien los manoseos y componendas a que se sometían los compositores del género vallenato para acceder al mercado grande del disco, y su dignidad no estaba dispuesta a transigir con semejantes calanchines. Se trataba, además, de un género musical que gozaba de fama bailable y parrandera, y sobre el que, por lo tanto, cualquier perico de los palotes se sentía con autoridad para opinar. Su participación en festivales lo alejaba aún más de los estudios de grabación, pues canciones con calidad festivalera no se ajustaban al criterio comercial en boga, circunscrito este al aspecto sentimental. Por otro lado, era sabedor de que en los festivales las roscas de todo tipo imponían sus caprichos y conveniencias al servicio de la clase politiquera o acomodada de la región. Todo tenía un precio. Las juntas organizadoras perseguían sus propios intereses y los festivales significaban una oportunidad excepcional para disponer y usufructuar escenarios de poder. El servilismo con respecto a las influencias valduparenses y guajiras, tratándose de festivales sabaneros, aportaba igualmente su cuota de mala fe y mediocridad a la hora de pactar o compincharse.

Un compositor amigo, seguidor del estilo musical de Dagoberto “El Negrito” Osorio (antes de que a este se le diera por embetunar caminos celestiales), le había contado infinidad de secretos alrededor de esos oprobiosos festivales. Se daba de todo, casi a la manera de una mafia voraz y peligrosa. La corrupción alcanzaba ribetes impensables. Así, por ejemplo, era normal el pago de favores entre compositores que oficiaban unas veces como concursantes y otras como jurados; se prestaban canciones; se negociaban con anticipación los premios; compositores ya renombrados o con cierto recorrido hacían y vendían desvergonzadamente canciones por encargo, contribuyendo a que seres infecciosos, sin haber creado nunca musicalmente nada o sugiriendo apenas alguito para el texto, las presentaran luego como suyas pavoneándose en las tarimas y podios sin rubor alguno; un mismo compositor concursaba con varias canciones inscribiéndolas a través de falsas autorías; una misma canción podía circular perfectamente por cuanto festival se atravesara, con algunos sutiles maquillajes y sin importar que en alguna de sus versiones hubiera dejado de ser inédita; compositor festivalero que quisiera estar en la jugada debía contar con su nómina de testaferros a fin de asegurarse una amplia cobertura regional; no faltaban los jurados dizque idóneos que se contentaban con ser convidados de piedra a cambio de unos pesos y de alguito más de fama, o legos en la materia que posaban de sabiondos y obedecían sin chistar las órdenes de los maquinadores a favor de los galardonados de siempre; organizadores, jurados y participantes constituían un verdadero concierto delictivo que arreglaba de antemano los concursos y la repartición proporcional del botín; abundaban asimismo las canciones oportunistas hechas a la medida de cada festival según el homenaje invocado, los directivos del entronque, el mandamás local, el politicastro en campaña, el pueblo anfitrión, la violencia del momento, el escándalo de moda, las impajaritables y ya intragables rogativas de paz, y algunas más sagaces daban en el blanco al congraciarse con el poder en la sombra subyacente en toda fiesta. Canciones que obedecían, pues, a un libreto malsano en el que hasta el loco del pueblo recibía de paso su homenaje, merecido al menos. Pero para ello, era imprescindible tener en cada plaza un surtidor de datos que, por un mordisco del premio, se prestaba para que el compositor sacara pecho con sentimiento fingido y lágrimas de emoción. Cada poblado se convertía, por obra de estos empalagosos falseadores, en el mejor y más bello vividero del mundo. La fórmula viajaba y se repetía sin parar, y contaba, por supuesto, con el amiguismo y la vulgaridad de jurados cómplices del inmoral formato, al igual que con un público en su mayoría inculto o prefabricado que la aplaudía a rabiar. Un mes antes se sabía quién iba a ser el ganador, y la comidilla terminaba siendo dolorosamente cierta. La lambonería hasta más no poder. La hipocresía en todo su esplendor. La politiquería haciendo con la cultura otra puesta en escena de su naturaleza corrosiva. Ramírez se iba siempre de esos festivales con la satisfacción de las voces que se le acercaban para abrazarlo y felicitarlo por llevar canciones diferentes y profundas, tocadas por el buril de la poesía.      

La corrupción del mundo vallenato no paraba ahí. Las emisoras movían también lo suyo ayudando a que la descomposición se transmitiera a cambio, claro está, de dinero, regalos y de menciones al por mayor. Ni siquiera cantantes consagrados se salvaban de esto. Era entonces usual escuchar canciones cargadas de saludos a locutores estrellas, pero también a congresistas en campaña, alcaldes, gobernadores, hacendados, personajes de la farándula, contratistas en entredicho y a cuanto currutaco sirviera para salir a flote o mantenerse. La vieja práctica, favorecida por el boom del narcotráfico, se extendía ahora siguiendo el camino de las mutaciones de este fenómeno que, muy a la colombiana, había sabido mimetizarse. El “para” prefijo y el “auto” compositivo aportaban nombres que lindaban con otros que hacían su agosto en el mercado de la contratación pública. Las casas disqueras habían empezado una costumbre degenerativa que involucraba, ya por igual, a directores de cadenas radiales, ejecutivos, programadores, locutores, representantes de agrupaciones, presentadores, cantantes y músicos en general. Un verdadero cártel capaz de cualquier cosa.

Como si esto fuera poco, el compositor honesto y sin conexiones estaba condenado al anonimato a no ser que, asistido por un don extraordinario, contara con vientos impredecibles del destino que alguna vez soplaran misteriosamente a su favor, o que, aprovechando los adelantos tecnológicos, acudiera a estudios de grabación caseros para montar artesanalmente sus compactos, o algunos sencillos, en compañía de músicos amigos que lograban así sobrevivir, gracias quizá a una de las pocas virtudes democráticas del progreso. El pago por saludos ponía también su cuota de falsedad y podredumbre.

Pero lo que el progreso ofrecía no alcanzaba para contrapesar los alcances brutales de un negocio redondo que pergeñó y prosperó también en las sociedades llamadas a defender los derechos de autores y compositores, convertidas estas en minas de oro puro para beneficio exclusivo de su personal directivo y de un puñado de afamados compositores que a punta de “payola” –infame recurso de pagar por las sonadas de los discos– lograron posicionarse y sostenerse, sin olvidar a amigos y compadres que, fueran o no compositores, figuraban también sonando en escandalosas planillas con jugosos réditos trimestrales, o a esos otros asociados, otrora críticos, que abdicaron de luchas y coherencias, deponiendo sus armas para abrazar los suculentos pesos de la indignidad. Grupúsculo de embaucadores que un extraviado opinante de tres letras atípicamente juntas (f, de fatalidad; b, de belicoso, y a, de amoníaco) había valerosamente desenmascarado, reconocidos desde entonces tales creadores de desechos y adefesios con el incontestable epíteto de “los mercachifles del pendejismo”. Sociedad de Impostores y Defraudadores del Arte (SIDA) es la sigla que se inventó un escritor amigo de Ramírez para develar (y debelar) el monopolio de los derechos de autor.

La masificación del internet y de la telefonía celular trajo sus pros y sus contras, pues, por una parte, permitió que intérpretes de valía, despreciados por los manipuladores de espacios radiales, de prensa y televisión, pudieran mostrar sus obras, pero, por otra, nefasta en demasía, potenció que las redes sociales de ellos derivadas se vieran invadidas por una plaga de magníficos ejemplos de lo que no debe hacerse con el arte. La música y la poesía fueron, en efecto, las grandes damnificadas. Si alguien quiere saber qué no es poesía –le decía el otro día a Ramírez un poeta ya algo desmemoriado que, al parecer, todavía tiene claro, pese a tanta degradación, qué cosa sí puede serlo– basta con conectarse a internet y navegar, cual presuntuoso cibernauta, por redes informáticas, páginas web, ciberespacios, blogs, chats, plataformas y demás elementos de la parafernalia virtual en apogeo.

Con todo, impulsos como los de esas tres letras atípicamente juntas se veían extrañamente hermanados a esfuerzos quijotescos que, allende fronteras, musicalizaban planes especiales de protección, utópicas peñas de salvación, conocido uno de ellos con el nombre inquebrantable de Pez Bohemio, mientras otro aluvión, cercano al mundo despalomado de Ramírez, fraternizaba con el resistente calificativo de Querubín de las Aguas. No obstante, el mal había echado frenéticas y poderosas raíces, y, de seguro, habría de permanecer brincando de torpe dicha por largo tiempo.     

De ahí que conseguir que uno cualquiera de los grandes cantantes vallenatos –casi todos ellos sumidos en una vigencia meramente tecnológica, ya que en tarima evidenciaban la decadencia vocal que los carcomía– le grabara un tema, no estaba entre los planes sin planes de Ramírez, hundidos también los viejos intérpretes en la crisis literaria y rítmica del vallenato (aplanadoras que no aplanaban nada); mucho menos que jóvenes cantantes –forjadores de nuevas olas rayanas con la idiotez absoluta– se apartaran del tropipop, de las confusiones arrítmicas o de la ventosidad lacrimosa para abrazar causas de renovación y dignidad. La tragedia de otro compositor amigo mostraba lo difícil y humillante que resultaba intentar lo primero. En efecto, pasarse la vida enviando canciones a artistas famosos que se llenaban la boca diciendo que recibían centenares de temas para siempre elegir los del mismo racimo perverso de compositores, no era algo que Ramírez estuviera dispuesto a hacer. Peor era hacerlo para nuevos intérpretes que, en búsqueda desesperada de fama, se jactaban también de estar dizque “recogiendo canciones” pero, en últimas, daban hasta la vida por tener en el disco el rescoldo musical del avieso manojo, la escoria del privilegiado círculo, sacrificando canciones de óptima calidad por tratarse de autores desconocidos o de su mismo terruño. Para rebosar todavía más la copa, compositor no renombrado que porfiara en que una de sus obras fuera grabada por alguno de los grandes badulaques del momento, requería no solo del empujón de algún personaje sospechosamente poderoso, sino también de bajarse del bus con una jugosa suma de dinero. Independiente de la condición del compositor y de su obra, se accedía al disco por un factor ajeno, llámese amistad, parentesco o palanqueada. Los sueños de volverse un compositor comercialmente de éxito a fuerza de llanticos amorosos, de culpar una y mil veces a la misma mujer abstracta causante de tantas infamias y padecimientos, dependían de alguna de esas relaciones para hacerse, si acaso, una o dos veces realidad. No importaba que les mutilaran las letras, que los sometieran a geográficas discriminaciones, ni que tuvieran que hacer hasta lo imposible para que la sociedad que decía protegerlos y que pagaba supuestamente por producir y sonar les reconociera siquiera lo justo, por encima de unos sinvergüenzas que no se escuchaban en ninguna parte. Para rematar, el mercado del disco había ido perdiendo trascendencia, la dictadura del “sencillo” y del “estribillo pegajoso”, de canciones cortas, de tres minutos en promedio, mientras menos letra y más repeticiones mejor, nada de complicarse con dobles contenidos ni con figuras literarias, solo el tic de lo tontamente efectista, gobernaba, quiérase o no, el orden del día comercial. En resumidas cuentas, todos al servicio de una expansión engañosa y destructiva, monotemática, insulsa, lastimera, a la que, sin vergüenza alguna, seguían denominando “música vallenata”.

Los festivales continuaban siendo la única opción de Ramírez para medio dar a conocer algunos de sus temas; pero ganarlos, ¡ni modo! Los festivales –sí que lo sabía él, víctima como había sido de tantos fallos desastrosos– estaban también contaminados. Otro amigo compositor, que aprendió a vivir de ellos después de recibir en el inicio derrotas e indiferencias, le había explicado en detalle cómo funcionaba la cosa. Había que conseguirse los teléfonos de los presidentes y de otros miembros importantes de las juntas organizadoras, hacerse amigo de ellos, adularlos, engatusarlos con detalles y canciones, hasta quedar matriculados en sus selectas parrandas. La clave estaba en poder intervenir en el nombramiento de jurados a fin de que se designaran a los secuaces del negocio, y, en caso de no lograrse tal cosa, tocaba buscar después las personas precisas para pactar con ellas porcentajes y comisiones. ¡Qué vaina!, pareció escupirse Ramírez, estamos jodidos por todos lados; tenía, sin duda, escueta y lamentablemente, toda la razón. Pues si a compositores como Ramírez (éticamente incapaces de volverse expertos en tales maniobras) se les dificultaba competir y salir victoriosos frente a concursantes curtidos en esto de triunfar a como dé lugar en festivales, con más razón cuando en la pelea se atravesaban compositores aprestigiados que, hasta con temas mediocres, gozaban de cupo fijo en los podios. Solidaridad de mierda se llamaría eso, pareció decirse Ramírez, cambiando el escupitajo de dirección. Y si se trataba de autores guajiros o vallenatos de reconocida trayectoria que acudían en manada a concursar en los festivales sabaneros, Ramírez quedaba sumido en el más implacable de los abandonos, en el más resbaladizo de los desencantos, al presenciar una y otra vez cómo se les rendía pleitesía y adoración.

Y en otras ocasiones, de la nada, se aparecía quizá lo más odioso y horripilante de todo: damas de alto estrato social se volvían de la noche a la mañana compositoras para ganarse una o varias veces los festivales de su tierra, valiéndose de la ayuda de compositores, músicos y arreglistas que se entregaban lucrosamente a ello. Al tiempo de presentarse –bellas, elegantes, vanidosas– con sus colectivos frutos en tarima, un público uniformado con camisetas en las que se publicitaba el fraude las aplaudía con exceso y fingía divertirse de lo lindo. Y, ¡vaya desconcierto!: ¡se los ganaban! Barra de miserables escupió ahora sí Ramírez apuntando con toda su conciencia hacia la sarta de canallas que abundan en los predios de la necesidad y la ilusión.

Pero no eran los únicos, había otras bellezas que desfilaban por ahí: reyes vallenatos que no asimilaban nunca haber dejado de serlo; coordinadores de asociaciones sin escrúpulos; abogados tramposos (valga la redundancia); pedanterías desluciendo el sombrero típico al que Benjamín Puche Villadiego le descubrió su científico secreto; folcloristas de dudoso folclore; gestores del descaro; payasos enfermos de risa ausente, e investigadores de doble faz, unos y otros buscando asimismo devengar del negociado. Ni qué decir de los compositores a los que, después de varios escándalos ante fallos adversos, no se les vetaba, sino que se les tenía miedo, y había que complacerlos entonces, trofeo tras trofeo, para quitárselos de encima. En balde, por supuesto, pues seguían asistiendo, concursando, intrigando, repitiendo sin punto final victorias nauseabundas. Festivales para mantener vigente esa empresa vil y repugnante, ¡miles!, no había fin de semana que no tuviera uno o dos, hasta competían en dos o tres al tiempo valiéndose de perspicaces trapisondas. Al volver se reportaban con un triunfo más que incrementaba el peculio y la insipidez, aunque se promulgara el mismo a los cuatro vientos, por distintos medios, con el consabido gracias Dios mío, toda la gloria es para ti, gracias también mi amado pueblo, siempre representándote con orgullo y sacrificio, dejando en alto tu buen nombre, mientras la mano victoriosa se aseguraba de saber repartir lo ganado, ¡mucho diablo por cuadrar!, vaina mala, el oficio empezaba a venirse a menos, guardándose lo neto en el célebre bolsillo de la deshonestidad. Nunca olvida Ramírez al jovencito altanero que se ganó el más grande de todos, “El loar de los vanos fuelles” –donde mejor se mueve la espantosa farsa–, gracias a la divinidad y a su condición de poeta según él, ¡a nada más! Fueron sus palabras durante los días siguientes al ser entrevistado en televisión. Asqueroso todo aquel que se crea poeta por encima de quienes, con ignoto desgarramiento, lo fueron de verdad, fue lo que atinó a decirse en ese momento Ramírez tratando de mantenerse a salvo de semejante apóstol. Un cielo entero repleto de poetastros… ¡Pobre Dios!, en boca de blancores ofensivos, añadió una musiquita que por allí pasaba.   

Todo lucía tan turbio y descompuesto que, antes de concursar, urgía saber quiénes iban a ser jurados y quiénes concursantes para decidirse a asistir o no, y averiguar también quiénes estaban realmente detrás del infaltable festival los fines de semana. No se cansaba Ramírez de exigirle a los organizadores que publicaran, con quince días de antelación como mínimo, las listas definitivas de jurados y concursantes preseleccionados. Nunca lo hacían, y la mayor parte de los festivales jugaban con la angustia de inscritos y competidores hasta el último minuto, casi al pie de la tarima. Cómo estarán de corrompidos que no se atreven a divulgar los nombres, concluía Ramírez entre la ira y la resignación, recordando la vez que se fue de uno al escuchar en los altavoces los nombres de los jurados, ya prestos a fungir como tales mientras el presentador anunciaba los dos primeros puestos del listado, el orden de subir al patíbulo. En esto no perdía jamás. Fulano de Sal, primero, y prevenido, bárbara la palabreja, F. Ramírez. ¡Nos vamos!, fue lo único que dijo Ramírez llevándose consigo todos los ensayos y la intacta dignidad de su canción. Obviamente, los compositores del entrampado sí que lo sabían todo desde un principio, hasta incidían en el orden de presentación de las canciones para quedar entre los últimos de la lista de participantes, pues se decía que eran estos los de más “peso festivalero”, los “peligrosos”, los de mayor opción, los triunfadores, en los que más se fijaba el jurado, ahorrándoseles, por ende, el estrés y el cansancio de estar todo el día en el sitio del certamen, desde temprano, esperando su hora. Contaban, además, con lameculos que los mantenían informados de lo que iba ocurriendo y de cuándo debían empezar a aproximarse. No se dignaban escuchar las canciones rivales, y por ahí media hora antes se les veía llegar orondos, con comitiva de aplausos, victoriosos, displicentes. Summum de todos los colmos: si nada extraordinario ocurría, se llevaban la plata, el güisqui y los honores, en medio de una borrachera de ridículos lisonjeros y egos descontrolados. En temas de sonido, micrófonos y volúmenes se movía igualmente la mafia para favorecer a unos y perjudicar a otros. Finalmente, todo este barullo obedecía a una verdad incontrovertible de mayor tamaño por la que atravesaba la cultura en general. Tiempos de decadencia, de falsificación, de menosprecio, que en palabras del escritor español Arturo Pérez-Reverte significaba nada más y nada menos que la cultura había tenido que devaluarse para volverse accesible y apetitosa para “el gran público”.

Vete olvidando de canciones profundas o de contenido lírico, se decía entonces Ramírez cuando llegaba a ese punto, convencido de que la basura y la vacuidad eran las verdaderas dueñas de estos tiempos, así no tuvieran más futuro que ser desechadas rápidamente y reemplazadas por otras basuras y vacuidades de similar o más baja estofa, absorbidas todas por el efímero sueño de la posmodernidad. Había tomado, pues, la correctísima decisión –antes del ardoroso sueño musical– de no volver a componer ni una sola gota más de música, su verso y su prosa debían quedarse en sus propios espacios y nunca más coquetear con melodías, armonías y ritmos en la franca compañía de una canción. Se solidarizaba así con esas insospechadas creaciones que eventualmente podrían asomarse, alumbrado por la sensatez de no seguir sometiéndolas al implacable dictamen del olvido. A veces las cantaba, las pocas que aún se sabía, si no se cantan se olvidan decía un sabio trovador de ángeles grises, volvía a pulsar su guitarra para complacer a un par de amigos descarriados, condenado a ser guitarrero de imposibles, con esa voz grave, afinada y fuerte, de estilo recitativo, en tempo lento, sutiles arpegios, silencios dominantes, siempre que la tocaba algo nuevo surgía de ella, y últimamente había notado que otras sensaciones, otros aires, otras voces se aparecían rimando de repente. Y otras veces, cuando se iba de tiendas y cervezas, al carajo los exitosos, que viva el gran arte de la derrota eterna, se le oía decir a Ramírez, con unos tragos de más, perdiéndose del mundo por las calles vacías de la alta noche.   

Pero esta vez lo traicionaba un pálpito. Nada que pasaba el bus y su preocupación se incrementaba. Entre tanto, el ejercicio melódico para grabar la melodía en el disco duro de su desazón hacía lo suyo. En esas estaba cuando un carro de color rojo se estacionó frente a él de manera brusca y azarosa. Ramírez vio salir la enorme cabeza de su conductor por la ventana polarizada del otro asiento delantero.

            –Viejo Pach, qué sorpresa, móntese que voy para el centro –dijo una boca risueña que Ramírez identificó segundos después–. Años luz sin verte…

Ante tan repentino abordaje Ramírez no supo qué decirle al viejo Pocas, su amigo de infancia, quien se apareció justo en el momento en que terminaba de tararear la melodía. Con la preocupación musical en la cabeza no atinó a encontrar excusas para desatender la invitación de su compinche de pantalones cortos. Tendría entonces que ingeniarse la manera de seguir recordando mentalmente la melodía mientras le ponía algo de atención al viejo Pocas, personaje bastante pintoresco que hablaba, como se dice hiperbólicamente, hasta por los codos. Pero bueno, eran ya solo diez, máximo quince minutos hasta el centro de la ciudad. Casi una eternidad para alguien que debía permanecer al corriente de un regalo onírico de tal magnitud. Ramírez no supo en qué segundo el viejo Pocas lo metió en su cuento y en menos de cinco periquetes ya estaban riéndose del pasado, de las trompadas consuetudinarias recibidas por el Pocas, de La Mella cuando fue culeada en el patio por Luis Carlos ambos de pie y con la ropa puesta, del pavisoso de Luis Carlos creyendo que de verdad se la había comido, de cuanta fauna se les atravesó en el polvoroso camino de la vida. Un trancón en uno de los semáforos de La Circunvalar le dio más tiempo a la reminiscencia y cuando, veinte minutos más tarde, Ramírez descendió del auto, de la canción salvadora no quedaba ni el lamento. Otra vez la infancia, la maldita infancia persiguiéndolo. Fueron palabras silenciosas que Ramírez no tuvo más remedio que tragarse tras sentir un corrientazo de mil diantres reclamándole su compromiso con la melodía soñada.

El estado de zozobra que lo invadía hizo que olvidara igualmente el orden de las diligencias que lo habían traído el día anterior a la ciudad, las mismas que, fiel a su manía de prever itinerarios y abordarlos de manera metódica, había programado con antelación. Así que no tardó en verse vagando por las viejas calles del centro sin rumbo definido. Pensaba y repensaba tratando de recordar el inicio de la canción, siquiera un trozo, algo que le sirviera de punto de partida o de regreso para recuperar la esencia del sueño musical. Precisaba parte de la letra, pero nada que atinaba a encontrarle ritmo a ese mensaje. Entre octosílabos y endecasílabos, eso lo tenía claro, pero, Desde esta tierra lejana..., sí, por ahí era la cosa, por ahí es la cosa se decía esperanzado, las melodías van fluyendo como surge la poesía, la frase resultaba larga, cuando veo morir el cielo en una puesta de sol, y sin embargo sonaba con mucha fuerza en su interior, supuso que se estaba acercando, y con coloridos versos canta la memoria mía, se oía bien, al diablo el endecasílabo, la voz empezaba a responder, al compás que solo pulsan las guitarras del dolor. En esas andaba, cuando un desencuentro laboral terminó de sepultar la salvación. Caminaba como autómata en dirección al río y, cerca ya del puente, se tropezó con Nisperuza, quien caminaba en sentido contrario.

–Compadre, ¿qué hace por aquí? –Ambos estaban ese día de permiso, pero desconocía cada uno la situación del otro.

–Lo mismo que tú –respondió Ramírez sin ganas, a la espera de que Nisperuza se despidiera rápido.      

Pero no. Nisperuza era experto en minucias de politicastros y en parlar acerca de las interminables disputas entre empleados de oficina pública sin solución de continuidad. Así pues, no habían transcurrido ni tres minutos de su encuentro con Ramírez cuando el sempiterno tema de la corrupción de los jefezuelos se apoderó de la poca recordación que le quedaba a su agobiado amigo. Infancias, politiquerías, angustias laborales que Ramírez, agotado por fin el tema, habiéndose librado ya de Nisperuza, arrastró como pudo hasta alcanzar el nivel más alto del viejo puente de la ciudad. Cuentan los que lo vieron (dos o tres sonámbulos como él; invisibles, imperceptibles, inadvertidos seres de la cotidiana abulia) que su melodía se fue hundiendo en el río, letra por letra, frase tras frase, y así escribiendo canciones de ardor, dicen que iba Ramírez buscando quizá la auténtica, la única melodía que, símil de un fracturado río, podía devolverle la tranquilidad perdida, como dicen también, pasan los años, se siente la vida, que veinte calles río abajo vieron pasar, bajo el nuevo y majestuoso puente de la ciudad, las burbujas de una canción sin rumbo, no hay sufrimientos que este corazón, el traquetear de una canción sin equipaje, no haya afrontado con suma alegría, la soledad de una canción en brumas, porque soy hijo de un solo licor

Desde entonces, un mar igual de nervioso y olvidado reclama la autoría de un canto nuevo, distinto, incipiente y desconocido, de una inesperada fuerza musical que empezó a flotar a la altura del Municipio de San Pelayo para, más adelante, en Santa Cruz de Lorica, vestida de porro y cumbia, enlazando son, paseo, blues y bolero e impregnada en Playa Blanca de bullerengue sentao, déjala llorá mamita que eso le conviene, adentrarse sinuosa y altanera en lo acuoso y cenagoso de la vida de siempre, hacia la inmensidad sin retorno del primer adiós, luz de noche tibia en la que recuperó Ramírez su desorbitada existencia, el mustio origen, la esencia seca, un Ramírez despojado de cielo y tierra que jamás, nunca más olvidaría la melodiosa calma que se metió en su canto.

 

(para K, o Isabel, flotando entre canciones y festivales)  

 

 

 

 

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